En situaciones críticas es inevitable, y aconsejable, mirar hacia el futuro. Los autores de obras literarias en las que se describen con detalle las situaciones provocadas por las epidemias, que periodicamente afectan a la Humanidad con resultados a veces devastadores, transmiten al lector la sensación de que, tras la tragedia, habrán de venir momentos diferentes. No serán necesariamente felices. Les basta a sus protagonistas – tras sufrir “grandes males y grandes errores por una peste de la que se tiene una idea indeterminada”, como señala Allessandro Manzoni en “Los novios” (1827) - con señalar que serán distintos, pues el deseo de contraste entre lo vivido y lo aún por vivir se impone como una necesidad. De ahí el deseo de sentir que lo sufrido abra paso de una u otra manera, y cuanto antes, a la normalidad, haga posible recuperar el tiempo perdido, culmine los deseos bloqueados por la epidemia, restablezca las relaciones económicas y sociales, tan profundamente alteradas, y satisfaga los anhelos que el disfrute de la libertad proporciona. De nuevo la percepción de esa conveniencia de cambio aflora cuando el mundo se encuentra afectado por la mayor pandemia ocurrida desde hace un siglo, cuando estalló la mal llamada “gripe española”, exhaustivamente analizada desde todas las perspectivas posibles. Cien años después, a caballo entre la primera y la segunda década del siglo XXI, la expansión acelerada e indiscriminada del COVID-19 ha provocado una conmoción global con dimensiones nunca conocidas. Ante la magnitud de sus impactos se imponen la reflexión y el debate, pues es evidente que los hechos vividos, las medidas adoptadas para afrontarlos, las representaciones mentalmente elaboradas mediante las experiencias que cada cual haya podido tener no pueden establecer una solución de continuidad sin más respecto a la ocurrido hasta ahora.
La reflexión surge de
la necesidad intelectual de dar respuesta a las numerosas incógnitas que día a
día el ciudadano se plantea con la vista puesta en el futuro y en medio de la
clausura a la que se haya sometido. Es lógico y pertinente plantearse las
preguntas relativas a cómo van a evolucionar los hechos cuando la actividad
habitual se recupere. Hasta que eso suceda, no está de más someter a
consideración, de cara a las actitudes que convenga adoptar en los días que
vendrán, de qué manera los hechos vividos y observados están contribuyendo a
modificar la percepción de cuanto nos rodea. En este sentido, es evidente que
el interés por acercarse a lo que el futuro depara gravita en torno a dos temas
fundamentales: de un lado, todo cuanto hace referencia a los efectos
traumáticos ocasionados en la actividad económica y en el empleo; y, de otro,
no menor curiosidad suscitan los aspectos referidos a los cambios producidos en
la percepción de la dimensión espacio-temporal de los fenómenos que la crisis
sanitaria ha puesto al descubierto con tanta nitidez como realidades
sorprendentes para muchos.
Es evidente que ambos aspectos se hallan
interrelacionados, toda vez que los traumatismos producidos en la economía y
particularmente sus manifestaciones más graves – el deterioro del tejido
empresarial, el incremento exponencial del desempleo y el agravamiento de las
situaciones de marginalidad – introducen, más allá de las medidas correctoras
que pudieran introducirse por el Gobierno, dinámicas de desestructuración del
sistema socio-productivo susceptibles de desencadenar tensiones muy fuertes a
la hora de afrontar el proceso de recuperación. Nadie puede en estos momentos
presagiar las pautas que lo han de orientar a corto y medio plazo, entre otras
razones porque se carece de precedentes a los que acogerse y porque no es fácil
pronosticar el grado de efectividad que los instrumentos aplicados pudieran
tener. Durante algún tiempo la incertidumbre primará sobre la seguridad.
En este contexto no carece de sentido
tener en cuenta la perspectiva socio-espacial, muy conectada con el interés que
tiene conocer las formas de comportamiento que se construyen entre las personas
y el entorno territorial en el que se desenvuelven. No en vano estamos ante una
cuestión de gran importancia geográfica, en la medida en que los procesos
cognitivos y de razonamiento espacial que los individuos desarrollan en situaciones
excepcionales como la que nos afecta tienden a plasmarse en una nueva forma de
entender las relaciones sociales y la toma de decisiones, coincidiendo con el
despliegue de la autocrítica a todos los niveles y la posible modificación de
la jerarquía de valores. De ahí que tenga pleno sentido hacerse una pregunta
clave: ¿Qué principios fundamentarán los comportamientos humanos
en los días que vendrán? La dureza de la experiencia no permite afrontar el
futuro como si nada hubiera pasado o con la idea de que lo ocurrido es un mero
paréntesis en nuestra singladura por la vida. Es probable que, cuando volvamos
a la calle y admitiendo que esos comportamientos sobrevivirán a la catástrofe, veamos de nuevo a nuestros amigos, recuperemos la cercanía de la
familia, coincidamos con el vecino, entremos en el establecimiento de
proximidad que siempre nos acogía o acudamos a una consulta médica, tres nociones
claves sobrevolarán nuestros pensamientos. A saber, reconocimiento de la
extrema vulnerabilidad en que vivimos, sentido de pertenencia a un espacio de
riesgos y solidaridades compartidos, la ponderación inequívocamente positiva de
lo público y de quienes lo atienden y de los oficios dedicados a atender las
necesidades de la ciudadanía... y apoyo sin fisuras a los investigadores que
ayudan a que las sociedades sobrevivan a la catástrofe. Todo se resume en la
valoración de quienes menos reciben, de los peor pagados, de quienes están
sumidos en el anonimato sin otra compensación que la que aporta el orgullo por
la labor cumplida. Toda una lección laudatoria de la humildad y la honradez
profesional, que quizá trascienda, como cabría esperar, al modo de entender y llevar a cabo el ejercicio de la
política.
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