20 de diciembre de 2019

Lecciones culturales de la tierra vasca




El Norte de Castilla, 20 diciembre 2019

Espacio y tiempo son dos conceptos que engloban a la vez pervivencia y mutabilidad. Ambos permiten, relacionados entre sí, comprender el significado de los continuos cambios que se producen en la sociedad, en la economía y en el territorio dentro de la perspectiva que los interpreta en función de las tensiones que los afectan. Hay episodios en la vida que, por más tiempo que transcurra desde que tuvieron lugar, nunca debilitan la voluntad de no desprenderse de ellos, precisamente por la fuerte carga emocional y aleccionadora  que encierran. Si, asumiendo ese compromiso como un reto, la experiencia personal y profesional sirve de algo desearía traer a colación la evocación construida en estos momentos en torno a hechos que simbolizan aspectos esenciales de la realidad vasca, y que siempre fueron para quien esto escribe un tema de atracción intelectual y profesional más allá de las sensibilidades mostradas por la Castilla natal. Ello se debe a su carácter estimulante y proactivo, a esa motivación que va más allá de lo contingente y que hace posible llamar la atención sobre fenómenos susceptibles de servir como marco ejemplificador en una etapa en la que el panorama de incertidumbres socio-económicas al que se enfrentan muchos espacios obliga a considerar aquellas certezas o advertencias que, derivadas de las enseñanzas que aportan, permitan contrarrestarlo a partir de las consideraciones que es posible deducir de la siempre valiosa experiencia comparada.

            Particularmente deseo llamar la atención sobre lo que representa una cultura empresarial capaz de asumir los desafíos que provoca el proceso de industrialización contemporáneo, entendido como el baluarte del desarrollo y de la articulación social, económica y territorial. Si ese fue el motivo que en los años setenta me llevó a profundizar en su conocimiento a partir de la investigación sobre las iniciativas empresariales desplegadas en el valle guipuzcoano del río Deva – elegido “ex profeso” por su interés en ese sentido - , nunca he permanecido ajeno a sus dinamismos, crisis y reestructuraciones, interpretados en el contexto político en el que se producían. Los he analizado en las frecuentes visitas realizadas a la zona. Tan largo sería exponer aquí la variedad de las conclusiones extraídas, que, como reflejo de lo sucedido, me limitaré a destacar las observaciones que dan buena idea de lo que supone el empeño a favor de que la industria siga siendo, merced a las capacidades innovadoras que ofrece, un factor de dinamización económica y de movilización social, cimentadas en una ética emprendedora que ha tratado de sobrevivir con singular tesón a los impactos de las crisis como una de las constantes más emblemáticas de su personalidad patrimonial a lo largo del tiempo.

            Las comprobaciones efectuadas “in situ” han permitido valorar el alcance de estas capacidades, que parten de la importancia asignada a la tradición manufacturera como un soporte transmisible a las generaciones actuales y futuras, a fin de no interrumpir la continuidad en la que se han cimentado su fortaleza económica y sus transformaciones sociales y culturales. Sobre la base del conocimiento adquirido hace ya más de cuatro décadas, recientemente he centrado la atención, a modo de ejemplo expresivo, en tres iniciativas, suficientemente esclarecedoras de lo que significa, de cara al futuro, la disponibilidad de una tradición productiva firmemente enraizada en el tejido social a la par que espacialmente planteada como una opción a preservar pese a las incógnitas que se ciernen sobre una actividad tan fundamentada en la lógica competitiva como es la industria.

            De ahí el interés que ofrece, por el diseño y los mensajes con que ha sido concebido y orientado, el Museo de la Máquina-Herramienta ubicado en Elgóibar, puesto en funcionamiento a partir de 1998 con la finalidad de dar testimonio de la relevancia que esta villa guipuzcoana ha tenido en un sector clave de la metalurgia de transformación y que, junto a la vecina localidad de Eibar, brinda un panorama fehaciente de la versatilidad aplicada a la fabricación como respuesta, mediante el desarrollo de nuevos sectores, a las tensiones provocadas por la crisis y ante la necesidad de apertura a nuevas oportunidades de demanda. En esta misma línea, sorprende, por otro lado, el análisis de las vicisitudes vividas por el complejo empresarial de naturaleza cooperativa configurado en Mondragón del que forman parte cerca de dos centenares de firmas y que, basado en una estructura de funcionamiento plurisectorial muy bien integrada, se ha afianzado como uno de los principales complejos empresariales europeos, demostrando unas capacidades reconocidas para afrontar las situaciones críticas surgidas en el panorama de la globalización y los desafíos impuestos desde el punto de vista tecnológico y comercial. Y, como complemento de todo ello, la dimensión simbólica y operativa de la industria aparece bien reforzada en la interesante exposición que, sobre la base del papel que esta actividad desempeña como “motor del cambio”, se ofrece como una parte esencial de las manifestaciones culturales recogidas en el Museo de San Telmo de San Sebastián.

            La voluntad de implicación de la ciudadanía que anima la difusión hacia el exterior de este tipo de experiencias por el alcance formativo que presentan revela, a mi juicio, dos consideraciones dignas de ser destacadas: de un lado, la necesidad de involucrar a la sociedad endógena en un modelo de desarrollo que otorga a la industria un papel primordial como soporte de la formación y de la proyección económica a gran escala; y, de otro,  la importancia asignada, dentro de la jerarquía de valores distintivos, a la formación y defensa de estructuras empresariales innovadoras, con capacidad para lograr una adecuada inserción en los mercados, plenamente compatible con la salvaguarda del trabajo y con los objetivos de sostenibilidad ambiental emanados de los grandes compromisos internacionales.

 




20 de noviembre de 2019

Por una sociedad de identidades imbricadas



El Norte de Castilla, 19 noviembre 2019

La concesión del Premio Nacional de las Letras a Bernardo Atxaga y del Cervantes a Joan Margarit es una buena noticia, que trasciende la dimensión estrictamente literaria de ambos merecidos reconocimientos. Se van a otorgar a escritores cuya obra ha sido realizada en parte muy significativa en euskera y en catalán, lenguas que configuran y dan prestigio a la variedad lingüística de España. Entiendo que es una buena ocasión para reflexionar sobre lo que significa la noción de identidad y, a partir de ella, sobre el valor y la pertinencia de construir una sociedad enriquecida por la pluralidad de identidades que en ella confluyen. Abordar esta cuestión no es tarea fácil teniendo en cuenta el alto grado de sensibilidad que el tema suscita y las fuertes controversias provocadas en torno al papel que las identidades poseen en los comportamientos políticos, sociales y culturales contemporáneos.

          En principio, resulta incuestionable su importancia como factor de motivación intelectual de la persona y de la sociedad, pues el conocimiento de ambas no es entendible sin tener en cuenta de qué manera la identidad incide sobre su forma de entender el mundo que las  rodea, sus hábitos de conducta y las relaciones desarrolladas en el seno de una comunidad fraguada sobre patrones identitarios asentados en el tiempo. Partamos de  la idea de que la identidad se apoya sobre realidades objetivas que ejercen una función motivadora de la sensibilidad individual y colectiva. Son realidades claramente definidas: de un lado, destaca la importancia del territorio, como soporte de la actividad y del mundo de relaciones sociales que en torno a él, y a partir del aprovechamiento de sus recursos y paisajes, se organizan y evolucionan; y, de otro, es evidente el efecto aglutinante desempeñado por la cultura, cimentada en la historia y en sus valores simbólicos (la lengua, el patrimonio y las tradiciones) y como estructura integrada por elementos diversos que se interrelacionan de manera permanente hasta cristalizar en un complejo de referencias simbólicas de gran valor formativo y cohesionador. Sobre ambos elementos se genera un sentimiento de pertenencia territorial y cultural que permite entender y valorar los rasgos esenciales que definen la dimensión de dicha identidad en el contexto en el que, a gran escala, se inserta.

          Entendido de esta manera, los fenómenos identitarios poseen, en sí mismos y, a priori, una dimensión social, cultural y políticamente enriquecedora. Sin embargo, las bases objetivas sobre las que asientan propenden, cuando se manipulan de forma intencionada o se ven afectados por hipotéticos o reales factores de amenaza externa (crisis, desigualdad, incertidumbres, insolidaridades), a la subjetivizacion de sus efectos sobre el comportamiento, dando origen a repliegues identitarios de variado alcance y magnitud. Valorando en positivo los que tienen que ver con la defensa de minorías sojuzgadas, no es esa, en cambio, la estimación que merecen los efectos reactivos expresados a través de movimientos políticos excluyentes de corte nacionalista – la “peor peste de Europa”, en palabras de Stefan Zweig - que hacen uso de la identidad como herramienta proclive a la defensa de actitudes que, al tiempo que  sobredimensionan las especificidades y los riesgos a que se enfrenta la salvaguarda de lo propio, tratan de justificar el rechazo al diferente, al otro, al que se concibe no como colaborador potencial sino como adversario a batir. La identidad se convierte así en un factor justificativo de la rigidez aplicada a los comportamientos, susceptibles de manifestarse de formas muy diversas, todas ellas unificadas por la defensa de lo propio como mecanismo de salvaguarda y autoprotección a ultranza. Y hasta tal punto esa tendencia ha arraigado, que los conflictos asociados a las relaciones de producción, y conocidos como conflictos de clase en los que la diferencia entre izquierda y derecha aparecía nítida, se han visto sustituidos por conflictos específicamente identitarios como pilar esencial de su fundamentación ideológica. Francis Fukuyama las ha calificado (en Identidad, 2019) como “políticas de resentimiento”, que, a su juicio, “proliferan exponencialmente, degradando la posibilidad de puntos de vista y de sentimientos que se pueden compartir más allá de los límites del grupo”.

          Conviene traer a colación este planteamiento o las interesantes experiencias reflejadas por Jonathan Coe en El corazón de Inglaterra, por mencionar dos obras recientes,  al comprobar que la historia está repleta de rupturas y tensiones, a veces no exentas de violencia, ligadas a la defensa ultramontana de la identidad o a la lucha entre identidades irreconciliables, lo que revela hasta qué punto las identidades rígidas son las más regresivas al tiempo que queda en evidencia el hecho de que lo identitario con connotaciones excluyentes encierra un alto grado de vulnerabilidad frente al impacto de la catástrofe. A veces da la impresión de que las lecciones y las advertencias de la historia no son tenidas en cuenta. De ahí que el reconocimiento y respaldo de los hechos identitarios sólo tengan sentido si se interpretan en consonancia con la defensa de los derechos humanos y la aplicación efectiva de las posibilidades inherentes al de ciudadanía como gran concepto integrador de nuestro tiempo. Y es que, lejos de valorarse como realidades contrapuestas han de ser vistas bajo la perspectiva de los vínculos de complementariedad que entre ellas se establecen para enriquecerse mutuamente o, lo que es lo mismo, como la expresión de un complejo social estructuralmente heterogéneo fraguado sobre la base de lo que yo denominaría identidades imbricadas. Estoy seguro de que Atxaga y Margarit estarían de acuerdo.




         

25 de octubre de 2019

¿Y porqué no un Manifiesto por la Geografía?

 


La Geografía española necesita pronunciamientos contundentes que den a conocer y respalden la relevante función formativa y social que esta Ciencia desempeña. Poco conocida, a menudo infravalorada cuando no intencionalmente tergiversada, los argumentos a su favor son tan numerosos como necesarios. Y siempre oportunos.


Sin embargo, la fragmentación que, por motivos académicos fundamentalmente, se ha hecho en España entre "Geografía Física", "Geografía Humana" y "Análisis Geográfico Regional" ha traído consigo una visión errónea y, lo que es peor, contraproducente a la hora de valorar la labor global de los geógrafos, máxime cuando son profesionales proclives a la integración de enfoques metodológicos debidamente vertebrados al servicio del conocimiento e interpretación del territorio, en el que convergen las técnicas que, al margen de esa delimitación, dan coherencia a los objetivos inherentes a la disciplina. Aunque es evidente que las líneas de especialización cultivadas por los geógrafos les han decantado hacia temas susceptibles de una diferenciación en ese sentido, mantengo la opinión a favor de que resulta contraproducente ofrecer a la sociedad una imagen disociada de la Geografía. Nada más elocuente que el espíritu que animó en su día a proclamar el Manifiesto por una Nueva Cultura del Territorio, cuyo enlace encabeza la finalidad de este blog.


Flaco favor ha hecho a ese empeño unitario, del que muchos geógrafos participamos el XXVI Congreso de la Asociación Española de Geografía, recientemente celebrado en Valencia. En él se han presentado dos Manifiestos:

- el destinado a la sensibilización por los problemas de la cuenca amazónica, y denominado Manifiesto por la Amazonia

-  el que específicamente se centra en una de estas ramas convencionales.  Se trata del "Manifiesto por la Geografía Física"


Ambos pueden consultarse en la referencia correspondiente a su presentación en el XXVI Congreso


Estoy de acuerdo con sus contenidos, pues proceden del trabajo realizado por colegas prestigiosos. Cuestiono, no obstante, el que se haya desaprovechado la oportunidad de elaborar y presentar un MANIFIESTO POR LA GEOGRAFÍA, que tanto se necesita y que tan esclarecedor de su importancia y de su propia coherencia hubiera sido.

9 de octubre de 2019

El valor patrimonial y documental de la imagen imperecedera

 


El texto corresponde al prólogo de la obra, realizada por 

Luis Posadas Lubeiro y Maria José Velloso Mata

La sorpresa siempre surge cuando se contempla la fotografía que pone al descubierto los efectos provocados por el inexorable paso del tiempo. Es entonces cuando el observador aprecia el enorme valor de la imagen fija que sirve para interpretar, a menudo mejor que muchas palabras, las transformaciones de la escena captada, lo que otorga pleno sentido a la finalidad perseguida por quien en un momento determinado deseó dejar constancia gráfica de lo que llamó su atención, perpetuando así el valor de su mirada. A esta sensación, inherente a la tarea propia del fotógrafo, se refería con acierto Lewis Hine, autor de imágenes señeras,  con estas elocuentes ideas, alusivas a las razones que le llevaban a fotografiar la realidad que a sus ojos se ofrecía: "Quise hacer dos cosas. Quise mostrar lo que había que corregir. Quise mostrar lo que había que apreciar". La frase destaca fielmente la complementariedad construida en torno dos nociones básicas: por un lado, la de apreciar, es decir, la que lleva a centrar el interés por un motivo determinado, al que se asigna en sí mismo un valor digno de ser conservado para evitar que quede relegado a la irrelevancia de lo efímero; y, por otro, la de corregir, entendiendo, con una finalidad práctica, el valor de la fotografía como documento repleto de señales, lecciones y advertencias a tener en cuenta.

            En cualquier caso, la reflexión de Hine resume con expresividad el fin que el captador de imágenes, fiel a su compromiso incansable con las manifestaciones de la  vida cotidiana, atribuye a la importancia de la mirada con la que trata de dar sentido al  impulso o a la motivación  que le lleva a plasmarla mediante la cámara como una realidad provocadora de la atención  y  como aliciente de las sensibilidades propias, susceptibles de ser transmisibles a los demás. Es obvio que se requiere para ello una alta dosis de curiosidad, de vigilancia permanente por cuanto ocurre en el entorno, de voluntad de dejar constancia de lo que la vista percibe como testimonio de una realidad que se desea transmitir a fin de que no quede sumida en la desmemoria. Y es que, además de acercarnos a lo que tuvo lugar en un momento determinado, la fotografía nos aporta una nueva dimensión, una perspectiva diferente, respecto a lo convencionalmente percibido, ya que con frecuencia no nos damos cuenta del significado de lo que nos rodea, a no ser que su propio impacto visual y su espectacularidad induzcan a entender que constituye algo digno de ser preservado en el recuerdo.

            Somos, pues, deudores de los fotógrafos que nos han legado los testimonios fidedignos de la realidad tal y como fue y que no podemos ignorar, movidos por el afán de comprender el efecto espacial del tiempo y las numerosas lecciones que su estudio  aporta. A ello han dedicado sus desvelos, sacando provecho de una sensibilidad sobrepuesta a la precariedad de las técnicas entonces disponibles, los grandes artesanos de la imagen fotográfica del siglo XX– herederos de “los corsarios de la albúmina” que los precedieron – y que nos han puesto al descubierto, con su espíritu de entrega, indagación y denuncia, hechos, rostros e imágenes que, cuando se observan detenidamente, dejan una huella indeleble en la memoria y en el pensamiento. Por esa razón la inteligencia del observador aparece estimulada cuando se detiene ante esas perspectivas en blanco y negro, ya que de una fotografía histórica es posible extraer múltiples sensaciones y matices abiertos al descubrimiento y a la identificación hasta convertirla en un documento polisémico de valor esencial como fuente histórica, y que tan bien fue definido y reflejado por algunos de los grandes maestros de la fotografía documental contemporánea como fueron Eugène Atget, Berenice Abbott, Gabriele Basilico, y, entre los españoles, José Ortiz Echagüe, Agustín Cacho o Federico Vélez, entre otros

            Productos culturales heredados de una época pretérita, pero en modo alguno olvidada, la utilidad de las fotografías históricas deriva del hecho de haber sobrevivido a la destrucción, al abandono o a la indiferencia. De ahí la importancia de la excelente recopilación efectuada por Luis Posadas Lubeiro y María José Velloso Mata que, con impresionante esfuerzo y acertado criterio en la selección de las imágenes, han logrado construir un acervo fotográfico de gran realismo y expresividad visual que hace posible entender la fotografía como una herramienta indispensable para la comprensión de los cambios que han afectado al espacio reproducido. Al facilitar la comparación, el conocimiento de los hechos se amplía y fortalece, gana en perspectiva y, lo que es más importante, induce a la indagación sobre los factores que explican la transformación detectada. Al propio tiempo, plantea un desafío que pone a prueba la curiosidad de quien se interesa por ellos. Situada ante la escena del pasado, la imaginación se despliega a la hora de identificar, con su singularidad y sus rasgos distintivos, los lugares de que se trata. Unos le serán conocidos, otros menos, otros nada, pero, a la postre, se dará cuenta de que todos forman parte de un patrimonio que acaba por pertenecerle y que decide  reflexivamente hacer suyo como elemento fundamental de su propia formación cultural, con la firme conciencia de que de ese modo aparece enriquecida.

            Todas estas consideraciones afloran al comprobar las cualidades de la valiosa obra que nos ocupa. Es una aportación muy meritoria al conocimiento del caudal de referencias fotográficas cimentadas en lo mucho que ha dado de sí la historia de la fotografía el siglo XX, particularmente en este caso durante el período comprendido entre 1940 y 1970. Si es bien sabido hasta qué punto constituye una etapa tan decisiva como intensa en la transformación de la sociedad y de la economía españolas, no es menos evidente el impacto que esa metamorfosis tiene desde el punto de vista territorial. En ese proceso de drástica recomposición funcional operado en el mundo rural y en los espacios urbanos, las ciudades ejemplifican ostensiblemente los efectos, en ocasiones traumáticos, de una etapa de cambio sin precedentes y de dimensión generalizada. Y es que, merced al empeño y a la perspicacia del fotógrafo que desea ir más allá de los estereotipos y de la banalidad, nos es posible acercarnos con nitidez y sin ambigüedades a la realidad de las ciudades contemporáneas a través de la particular morfología de los centros históricos,  de la dureza de sus periferias, de los ámbitos de relación y convivencia donde la ciudad emblemática es reemplazada por la visión estandarizada de la que sólo quien acude a ella puede dejar testimonio. Y lo consiguen captando la expresividad del edificio, de las arquitecturas y de los espacios públicos que modelan el hecho urbano y le aportan esa sensación de cambio constante, que la fotografía consigue salvaguardar para dar fe indeleble de su existencia. 

            Es precisamente en ese contexto en el que se produce, como testimonio bien representativo de cuanto sucedió en el conjunto de España, el tránsito del Valladolid tradicional al Valladolid que se encamina hacia la modernidad al compás de la industrialización a gran escala con todos los impactos urbanísticos y socio-demográficos que conlleva. La interpretación de lo que esa etapa representa cobra particular interés a través de las fotografías que Luis y María José han seleccionado para que salga a la luz, se perciba en toda su elocuencia y no quede sumida en la sima del olvido. La selección permite descubrir lo desconocido, mantener en la memoria lo que ya no existe, averiguar la entidad de los cambios y, lo que también es muy importante, reflexionar acerca de los factores que los motivaron y el significado de la realidad resultante.  Estamos ante una obra oportuna y necesaria. Formando parte de una serie bibliográfica que cuenta con dos acreditados precedentes, el libro que el lector tiene ahora en sus manos favorece una aproximación visual de primer orden a la apreciación de los rasgos que en el pasado dan cuenta fidedigna de lo que fue la ciudad de Valladolid en la etapa más crucial de su historia contemporánea. Aproximarse a ella a través de este interesantísimo caudal de imágenes no sólo ayuda a conocerla mejor sino también a desarrollar el juicio crítico acerca de las luces y las sombras que encauzaron las pautas responsables de su transformación hasta llegar a ser la ciudad que actualmente es.

 

19 de septiembre de 2019

En torno a la capitalidad regional



El Mundo-Diario de Valladolid, 19 septiembre 2019





En 2016 asistí en la ciudad de Toulouse, designada capital de la región de Languedoc-Rousillon-Midi Pyrenées en lugar de Montpellier, a un interesante debate sobre la reforma regional que entonces se estaba llevando a cabo en Francia. Se trataba de reestructurar el proceso de regionalización que el país había emprendido en 1982 con la creación de 22 regiones y que, tras la reforma de 2015, quedó finalmente fijado en trece. Una de las cuestiones esenciales de la reforma consistía en identificar las ciudades que habrían de desempeñar en cada región el papel de capital administrativa. Adoptada por el gobierno central, la decisión fue, en principio, objeto de fuertes controversias, suscitadas en un ambiente multidisciplinar en el que los diferentes enfoques aparecían complementados a la búsqueda de argumentos justificativos que, a la postre, condujesen a pensar que la elección podía ser la más idónea, convincente y eficaz de cara al futuro. Las reflexiones, sólidamente apuntaladas por las explicaciones de los servicios técnicos del Gobierno francés en colaboración con los Consejos Regionales, se centraron en una idea primordial,  basada en la importancia de la escala y de la centralidad geográfica como criterios justificativos de una posición destacada en la jerarquía urbana, que no hacía sino ratificar una realidad incuestionable.  Se pretendía asumir operativamente, y con la mirada puesta en lo que pudiera ser más favorable para el conjunto de la región, las ventajas potenciales que en un contexto de movilidad creciente, favorece la situación geográficamente más lógica, lo que no debe implicar una pérdida de vitalidad o la minoración de las posibilidades de desarrollo del conjunto de la trama urbana que vertebra el espacio regional.


            A partir de esta experiencia, enriquecida con la que al tiempo aportan los Lander alemanes, opino que los recelos a la aceptación de Valladolid como capital de la Comunidad Autónoma pertenecen a una etapa y a unos debates definitivamente superados, que han de poner término a las sorprendentes simplificaciones con que a menudo se interpreta. Después de casi cuatro décadas de singladura autonómica, el sentido común aconseja asumir los hechos consolidados y orientar las preocupaciones y la gestión en la dirección que en mayor medida permita cohesionar los afanes y los objetivos del conjunto de la sociedad. En mi opinión, las reflexiones deberían dar respuesta en estos momentos a dos cuestiones fundamentales, relacionadas entre sí.  En primer lugar, y como expresión de un proyecto regionalmente compartido, conviene aclarar, entender y profundizar en el reconocimiento del papel que Castilla y León ha de desempeñar en la España actual y en el contexto de las transformaciones que se vislumbran en la reconfiguracion de la Unión Europea. En este proceso, todos los elementos que integran las estructuras territoriales de la Comunidad Autónoma tienen mucho que decir a la hora de contribuir al fortalecimiento de su capacidad comparativa y competitiva en ambos contextos.  


            Y, por otro lado, pertinente y aconsejable resulta recuperar y dar cumplimiento a los objetivos que han orientado, hasta ahora limitados a su mera formulación teórica, la política de ordenación del territorio. El tema reviste una notable trascendencia. Por su dimensión superficial, por su relevante situación estratégica en el suroeste de Europa, por la particular configuración de su poblamiento, y por sus rasgos ecológicos, histórico-artísticos, económicos y sociodemográficos, Castilla y León es una región singular en el conjunto de la Unión Europa. Son numerosas las ocasiones en las que estos rasgos estructurales han sido considerados como un tema de interés científico al tratarse de un escenario repleto de desafíos para la experimentación de políticas públicas efectivas, debidamente adaptadas a las particularidades del espacio geográfico. Sorprende, sin embargo, que, aunque elaborada mediante dos leyes (1998 y 2013), merecedoras, a mi juicio, de una valoración positiva, la plataforma jurídica en la que han de apoyarse se encuentre aún inédita o, peor aún, políticamente postergada sin horizonte de cumplimiento claramente definido. Los instrumentos y las figuras en ellas contemplados – en especial las que inciden en las posibilidades asociadas al buen funcionamiento de la cooperación intermunicipal - merecen ser tenidos en cuenta y ser aplicados sobre la base de un compromiso político en el que todas las opciones representativas se vean involucradas y decididamente resueltas a satisfacer los objetivos que las propias leyes destacan de acuerdo con los niveles de prioridad que las estrategias de desarrollo y el tratamiento de los problemas requieren. No en vano una buena política de ordenación del territorio, que implica también su modernización, permite abordar los temas desde una perspectiva integrada, equitativa y reequilibradora a la par que neutraliza esa tendencia a la fragmentación con la que es imposible dar salida a las aspiraciones comunes y hacer frente a los cruciales retos que se avecinan.


            Defiendo la idea de  que afrontar este compromiso acabará diluyendo las discrepancias durante tanto tiempo mantenidas en torno al tema tensionado que nos ocupa. De ahí que resolver en este escenario el reconocimiento explícito de la ciudad de Valladolid como sede de la capital regional significa no solo dar cumplimiento a lo previsto en el art. 3.1 del Estatuto de Autonomía, poniendo fin a una omisión insólita en España, sino también, y lo que es más importante, normalizar en el ánimo de la sociedad castellana y leonesa una realidad “de iure” plenamente compatible con el despliegue de las capacidades de desarrollo inherentes al conjunto de las unidades territoriales que, en el mundo urbano y rural, integran la Comunidad autónoma, y que habrán de fortalecer, con visión de futuro y acreditando la complementariedad de sus diversidades, esa apropiación perceptiva y práctica del hecho regional que tanto se echa de menos.

16 de septiembre de 2019

El turismo cultural: posibilidades y prevenciones





El Norte de Castilla. 14 septiembre 2019


En el panorama de intensas transformaciones experimentadas por el fenómeno turístico contemporáneo, las más sorprendentes son las que tienen que ver con el llamado turismo cultural. La experiencia adquirida pone al descubierto hasta qué punto estamos  asistiendo desde mediados de los años noventa  a un proceso de renovación que afecta tanto al propio concepto como a los planteamientos que en torno a él se suscitan desde la perspectiva de su relevancia como factor de desarrollo económico, de modificación de los comportamientos sociales y de reequilibrio  territorial. Si la capacidad de atracción de los bienes de reconocida dimensión cultural está enraizada  en el tiempo - como quedó recogido en la Carta de Venecia (1965) y posteriormente en la Carta del Turismo Cultural, elaborada por ICOMOS en 1976 y actualizada en 1999 -  es evidente que ha presentado tradicionalmente un carácter selectivo, circunscrito a elementos singulares, de gran significado histórico, identificados con edificios arquitectónicamente singulares o  emblemáticos espacios museísticos, cuya excepcionalidad aporta un poderoso valor simbólico a los lugares donde se ubican.


            Aunque siguen conservando una posición preeminente en el amplio inventario de bienes susceptibles de ser apetecidos culturalmente, el complejo en el que se apoya el afán de consumo cultural se ha diversificado sobremanera al compás de las circunstancias que han modificado el entendimiento del espacio en función de los cambios ocurridos en los comportamientos del expansivo mercado del ocio. A ello ha contribuido la toma en consideración de nuevos valores, asociados al incremento de las sensibilidades y a los alicientes creados por la curiosidad, lo que ha supuesto un cambio de actitud, coherente con las expectativas abiertas por las disponibilidades de tiempo libre, por la mejora de las formas de conocimiento propiciadas por los soportes tecnológicos de  información, comunicación y gestión ligados al complejo GAFA (Google, Amazon, Facebook, Apple), por la intensificación de la movilidad y por la amplitud de las apetencias culturales y ambientales intelectualmente asumidas.


            Se ha abierto así un escenario de opciones recreativas para el despliegue de un turismo activo favorecidas por ese interesante juego de estimulación recíproca creado entre la oferta y la demanda, cuya diversificación abre paso a la formación de una amplia gama de productos turísticos, que hacen posible la superación progresiva de los estereotipos en los que se fundamentan los esquemas de funcionamiento convencionales para sentar las bases que hacen del turismo cultural una enriquecedora experiencia de descubrimientos y de estimable potencialidad económica. De ello participan tanto los espacios urbanos como significativamente también los rurales, que tratan de encontrar en esta estrategia expectativas de desarrollo y de reconocimiento de su propia existencia. De ahí emana el amplio abanico de formas de relación de que son susceptibles los vínculos entre la sociedad y los elementos que configuran una realidad repleta de referencias potencialmente valiosas que inducen a la indagación, a la interacción con el entorno y al encuentro de las explicaciones que permitan entenderlas.


            Mas este amplio margen de posibilidades no está exento de cautelas dignas de tener en cuenta. No es difícil observar cómo la heterogeneidad encubre situaciones muy diferenciadas en cuanto a la calidad del recurso ofrecido, ya que las tradiciones inventadas, las mixtificaciones históricas o las situaciones de deterioro no son infrecuentes, del mismo modo que las infraestructuras creadas adolecen a vez de clamorosas insuficiencias cualitativas. A la postre, la  evolución del aprovechamiento de que unos y otros bienes pueden ser objeto acaba por discriminar lo fundamental de lo circunstancial, lo consistente de lo efímero, lo destacable de lo banal, hasta determinar la diferenciación entre lo que merece la consideración de Patrimonio de aquello que no lo es. Bajo estas premisas lo que entendemos como turismo cultural afianza su propia fortaleza cuando, dentro del mismo concepto, se logra una imbricación entre los bienes que forman parte del acervo creativo con los valores inherentes a la belleza de los paisajes construidos a partir de los procesos naturales. Cultura y paisaje – englobados bajo la denominación de Cultural Heritage Tourism– construyen una estructura integrada que brinda a quien se interesa por conocerla e interpretarla tantas enseñanzas como satisfacciones.


            No hay que olvidar, en fin, que el turismo cultural es una actividad generadora de impactos, que ofrece manifestaciones múltiples, en ámbitos muy dispares y con  diferentes niveles de intensidad. Si en determinados espacios la presión turística llega a ser preocupante, al rebasar la “capacidad de carga “del ámbito que la acoge, la tendencia dominante por parte de los agentes con capacidad de iniciativa se manifiesta proclive al reconocimiento de la incitación turística como estrategia principal de desarrollo o como opción alternativa cuando el modelo productivo histórico declina o se transforma con reducción sensible del empleo. En cualquier caso, y dada su implantación generalizada, no hay que hacer caso omiso de las voces que insisten en la necesidad de concebirlo con una visión prospectiva, a largo plazo, acorde con un tratamiento sostenible de los recursos y no como un factor de desarrollo basado en el mero voluntarismo cortoplacista. Y, como la experiencia resulta muy aleccionadora, no está de más recordar los principios defendidos en la Conferencia Internacional de Lanzarote (1995) en la Carta del Turismo Sostenible, en la que expresamente se abogaba por un “desarrollo turístico basado en criterios de sostenibilidad, es decir, soportable a largo plazo desde el punto de vista ecológico, viable económicamente y equitativo en el plano ético y social para las poblaciones locales”.

15 de julio de 2019

Aproximación a las causas de la desafección política





El Norte de Castilla, 15 de julio de 2019




Por más que le incomode, el ciudadano no puede permanecer ajeno al contexto político en el que se desenvuelve. Hay que  partir de esta obviedad para justificar la responsabilidad que le compete a la hora de enjuiciar cuanto sucede a su alrededor como manifestación expresa de las actuaciones y las decisiones adoptadas por quienes le representan. No es necesario dedicarse a la política para hacer política, toda vez  que la política nos pertenece y compromete aunque no nos demos cuenta. Cuando, por fortuna, y como es nuestro caso, vivimos en una democracia consolidada, los cauces que, particular o colectivamente, orientan las opiniones de la ciudadanía cobran una especial trascendencia cuando centran su atención en la valoración de los comportamientos protagonizados por los que desempeñan tareas de poder libremente asumidas como demostración de la confianza que la sociedad  les presta con la estricta finalidad de atender sus necesidades y afrontar los problemas que le afectan. Se trata de una especie de contrato en el que, en aras de la deseable calidad de la democracia, ambas partes ostentan sus respectivas cuotas de responsabilidad durante un tiempo a cuyo término se somete de nuevo a la voluntad popular el mantenimiento o no de dicha confianza.            


Aceptada como una realidad que a todos concierne, parece razonable suscitar la reflexión en torno a las causas que justifican esa tendencia, reiteradamente reflejada por las encuestas de opinión, a la desafección o a la pérdida de confianza hacia cuantos forman parte de ese conjunto identificado, con cierta connotación peyorativa, como la “clase política”. No deja de llamar la atención el hecho de que esas reacciones se planteen cuando son tantas las advertencias y enseñanzas con sentido corrector legadas por la historia reciente de nuestro país. Con la perspectiva acumulada desde la época de la transición, la memoria abunda en testimonios contundentes sobre la diferencia que separa las buenas prácticas de las que, por el contrario, resultan repudiables. Lo que sorprende es que, pese a las actuaciones penalizadas por la justicia, a las lecciones extraídas de la crisis, a las descalificaciones recibidas de forma explícita desde la opinión pública o al rechazo de que hayan podido ser objeto desde el punto de vista electoral, muchas de estas modalidades negativas de comportamiento siguen persistiendo, hasta el punto de que muestran un nivel de arraigo en el panorama político que está muy lejos de haberse desvanecido. Aunque conviene evitar el riesgo de generalización, pues en un conjunto tan dispar es justo reconocer la existencia de políticos con admirables trayectorias e inequívoca honestidad, la observación del panorama global pone  al descubierto el efecto demoledor asociado fundamentalmente a tres pautas habituales de comportamiento con reconocido impacto en esa visión descalificadora de la política, entendida, lo que es muy grave y preocupante, en un sentido global.
         
   En primer lugar, cabe aludir a la infrecuencia, cuando no excepcionalidad, que ofrecen las posiciones que hacen de la autocrítica, sincera y abierta, una herramienta correctora de los errores cometidos. Si sabemos que el error, la equivocación, el desacierto son hechos consustanciales a la acción humana, no se comprende la resistencia a asumirlos como algo susceptible de reconocimiento con vistas a su rectificación. Decidir no es tarea sencilla, máxime cuando se plantea como resultado de un análisis previo a partir de opciones múltiples, con frecuencia incluso contradictorias, que llevan a la toma de decisiones no siempre coherentes con los objetivos programáticos en los que se basa el apoyo recibido. Cuando eso ocurre, al ciudadano le cuesta entender los motivos que inducen a la contradicción, lo que contribuye a agravar el recelo provocado si además el rumbo emprendido no se explica con la transparencia debida. Es entonces cuando el planteamiento autocrítico ennoblece a quien lo realiza, en la medida en que pone al descubierto la calidad del personaje y la dimensión humanizada de su forma de actuar en un ámbito socialmente tan sensible.


            Por otro lado, son insistentes y justificadas las voces que abundan a favor de que la política sea ejercida como una tarea cimentada en la ejemplaridad pública. Las consideraciones realizadas en torno a este concepto por Javier Gomá precisan bien la importancia de su aplicación en el terreno de las prácticas relacionadas tanto con la utilización de los recursos públicos, concebidos como un bien colectivo que debe ser preservado y gestionado al servicio de la sociedad, como en función de los propios hábitos de conducta, obligadamente referenciales para una sociedad que debe contemplar a sus políticos ajustados a los cánones de dignidad inherentes a la labor que desempeñan y para la que se les elige.

            Y, finalmente, también contribuye a este desapego la tendencia a adoptar decisiones cruciales con un enfoque en el que se entremezclan el oportunismo con el corto plazo, al margen de una estimación rigurosamente evaluada de sus costes y de sus efectos en el tiempo. El hecho de que la prospectiva brille a menudo por su ausencia como criterio determinante de la medida llevada a cabo justifica el panorama de dislates y corrupciones cometidos en nuestro suelo desde el punto de vista territorial. No deja de ser la fiel expresión del arraigo que aún posee ese horizonte de pragmatismo personalista que con demasiada asiduidad  ha derivado en el despilfarro y en la desatención a ese conjunto de problemas todavía irresueltos, que Roberto Velasco ha identificado acertadamente en el libro que dedica  a las numerosas “fisuras del bienestar en España” (Catarata, 2019), y que marcan el sentido de las prioridades realmente beneficiosas para nuestra sociedad.  


19 de junio de 2019

El mundo del libro: entre la profusión y la crisis



El Norte de Castilla, 18 junio 2019




La Librería del Espolón cumple 111 años en Burgos


Si las Ferias dedicadas a la promoción y a la venta del libro son acontecimientos que anual y felizmente marcan un momento destacado a la par que concurrido en la vida cultural de una ciudad, también constituyen, ya cerradas las casetas y recuperada la normalidad en el espacio donde se han ubicado, un buen momento para reflexionar sobre los cambios experimentados en torno a ese producto que tanto ha significado en la historia de la humanidad. Quienes aman los libros, se deleitan con ellos y encuentran en sus páginas el instrumento básico de su preparación ante los retos que la vida presenta, no pueden permanecer indiferentes a las implicaciones que desde hace una década aproximadamente está trayendo consigo la modificación del significado del libro y de cuanto lo rodea en los comportamientos culturales de la sociedad y en la propia transformación del espacio a él destinado.    
       A la vista de las tendencias observadas cabe decir que cuanto sucede en nuestros días en torno al libro ofrece un panorama contradictorio. Nunca se ha publicado tanto (87.262 libros en España, incluidas las reimpresiones, en 2017), nunca ha sido tan elevada la cifra de editoriales (en torno a las 3.000), nunca la oferta tan abundante ni las posibilidades lectoras tan extensas y variadas. Y, sin embargo, el complejo formado por las obras editadas se enfrenta en el mercado a un panorama acusadamente crítico. Basta con analizar los datos ofrecidos por los organismos oficiales o las entidades de carácter privado relacionadas con el sector para percibir con claridad el sentido de una tendencia que, esencialmente, viene marcada por tres rasgos significativos: el descenso de la facturación en las librerías, netamente observada a partir de 2017,  la concentración de la estructura editorial coincidente con la proliferación de pequeñas empresas artífices de un catálogo reducido y el incremento de la piratería, responsable de un lucro cesante estimado en 200 millones de euros. A ello cabría sumar el hecho de que la tercera parte de los ejemplares editados no fueron vendidos y, lo que no es menos significativo, la constatación de que la importancia económica del libro digital mantiene una tendencia progresiva, que eleva hasta el 6% su peso en el volumen de facturación. 
  Los datos son elocuentes y, como es obvio, hay que apoyarse en ellos cuando se trata de reflexionar sobre el significado y el alcance que se deriva de la transformación de cuanto se relaciona con el libro como producto al servicio de la formación y del entretenimiento de una sociedad.  Asistimos, en efecto, a una reestructuración integral derivada de los cambios que están teniendo lugar en los hábitos de lectura y en el funcionamiento de las formas de relación y de los espacios vertebrados en torno a este poderoso instrumento de transmisión cultural.


            Aunque el alcance de tales transformaciones - entre las que la tecnológica (libro electrónico) presenta también un alto nivel de impacto, pese a que no ha contrarrestado las formas convencionales de edición -  ha llevado incluso a hablar del “fin de la civilización del libro”, creo que esta interpretación resulta aún exagerada. Todo parece indicar que lo que realmente se ha producido no es una crisis de la lectura como modalidad de aprehensión del conocimiento sino del modo de llevarla a cabo y, lo que no es menos importante, de las formas de comunicación que el libro ha favorecido históricamente como producto material y a la vez como instrumento creador de relaciones socioculturales, sobre las que es posible construir vínculos permanentes de carácter afectivo.
          Y es que, al tiempo que en las estructuras dominantes de organización empresarial, sujetas a un proceso intensivo de concentración,  dominan los criterios comercialmente selectivos, relegando la posición de las pequeñas editoriales a una función tan encomiable como testimonial,  no es difícil comprobar hasta qué punto tienden a primar los criterios de una demanda en las que la información prevalece sobre el conocimiento ( o, lo que es lo mismo, “el flujo frente a lo patrimonial”·, en acertada expresión de Christian Godin).  Tanto es así que no son infrecuentes las opiniones – como se ha reflejado en uno de las debates de la Feria del Libro de Madrid – que apuntan a que quizá convendría replantearse el peso que el libro puede desempeñar dentro de los paradigmas que rigen la llamada “nueva economía de la cultura”.

            En este contexto no es ocioso ni banal reivindicar con fuerza la necesidad de pervivencia del libro mismo admitiendo de antemano que la competencia entre los dos grandes formatos (electrónico y papel) resulta inexorable y debe ser asumida, al tiempo que aprovechada pues no resulta incompatible merced a las múltiples posibilidades de realización que la lectura permite. Con todo, y en cualquier caso, esta postura reivindicativa obliga a seguir defendiendo las pautas que en el tiempo han afianzado al libro como herramienta de importancia capital en la evolución intelectual de las sociedades y, en función de él, la importancia de las librerías como referencias positivas en la configuración de los espacios de relación y de formación de una sociedad culta y avanzada. No en vano representan ámbitos de comunicación y sociabilidad esenciales en la configuración del espacio urbano, al que enriquecen con su presencia en la medida en que ejercen una positiva capacidad de ensamblaje entre información, comunicación y asesoramiento en un entorno de maravillosa complicidad entre el librero y el cliente. Es una cualidad que debe ser preservada.   





5 de junio de 2019

La Universidad de Burgos: el punto de partida




Diario de Burgos, 5 junio 2019




 
Las efemérides relevantes son siempre una oportuna ocasión para que la memoria reverdezca. Y digo toda la memoria, sin omisiones intencionadas e incomprensibles. Por esa razón, cuando se conmemora felizmente el cuarto de siglo del nacimiento de la Universidad de Burgos, parece lógico, a la par que la congratulación por el hecho, que la mirada se vuelva sinceramente retrospectiva para que lo vivido y lo mucho logrado a lo largo de ese tiempo cobren, asumidos con orgullo y frente al olvido, la fuerza y el reconocimiento que merecen. Tal es el sentido que pretendo dar a esta nota tras comprobar las referencias sesgadas con las que por parte de algunos se ha tratado de abordar la génesis de la Universidad burgalesa, haciendo un tratamiento selectivo de los hechos mediante la sobreconsideración de unos y el olvido deliberado de otros.


Impresionante es sin duda el balance alcanzado por una institución de enseñanza e investigación de rango superior que, conviene recordarlo para que no quede relegado a la desmemoria, hunde sus raíces en el proceso de adaptación a los parámetros de la Universidad pública a partir de un proceso iniciado a comienzos de los años ochenta del siglo XX. Desde esa perspectiva, la trayectoria que culminaría en su creación como Universidad específica hace de la experiencia burgalesa un caso singular en España. Es la primera, y la única, que, partiendo de un Colegio Universitario Adscrito – como estructura aglutinante del núcleo esencial de las enseñanzas universitarias impartidas en Burgos - , acomete una etapa de transición mediante la integración en la Universidad cabecera del distrito al que pertenecía con el fin de incorporar gradualmente los instrumentos, reglas y procedimientos de gestión inherentes a la Universidad pública. Se hizo así porque con este propósito se formalizó el convenio suscrito por el Rectorado de la Universidad de Valladolid con los responsables del Ayuntamiento y la Diputación de Burgos en 1981. Fue, insisto, un caso excepcional  en España.


Todo hubiera transcurrido con normalidad de no ser por la demora en la aplicación del convenio y por la hostilidad que  las autoridades locales del momento mostraron a la hora de cumplir los compromisos de todo orden contraídos con la Universidad vallisoletana, una vez el acuerdo comenzó a ponerse en marcha  por parte del Rectorado de Justino Duque, en el que tuve el honor de asumir dicha tarea -como Director del Colegio Universitario burgalés - a partir del mes de febrero de 1982. Una tarea concebida además como un reto que personalmente entendí beneficioso para mi ciudad natal.


            No dispongo aquí de espacio suficiente para evocar el cúmulo de tensiones, zozobras y anécdotas vividas durante aquellos dos años decisivos. Pero las tengo bien registradas y jamás las olvidaré. Así consta en la hemeroteca del Diario de Burgos y en diversos artículos publicados al respecto. Las decepciones se entremezclaron con los descubrimientos de personas memorables, los avances ilusionados con los bloqueos oficiales inconcebibles. A la postre, arropado por el Rectorado y por los miembros del profesorado y del personal de servicios que siempre encontré a mi lado, acabó prevaleciendo el sentido común y el cumplimiento del compromiso contraído. El apoyo recibido de quienes me acompañaron en aquella responsabilidad –José Luis Cabezas, Carlos Matrán y José María Leal por parte del profesorado del CUI, Gerardo Llana y Miguel Gobernado desde la Gerencia de la UVa y José Luis Puras en las tareas administrativas en  Burgos– me lleva a mantener con ellos, más allá del tiempo transcurrido, una deuda de gratitud que nunca quedará saldada. Relevantes personalidades de la vida burgalesa como Ángel Olivares, Fernando Ortega, Esteban y Octavio Granado, Tino Barriuso o Pablo del Barco sumaron también su apoyo y sus consejos en esos momentos tan difíciles como cruciales. Nadie más con dimensión política y ciudadana movió un dedo entonces a favor de aquella singladura. Su apoyo se echó de menos. A la superación de las trabas institucionales contribuyó, sin embargo, y de forma sustancial,  la reunión mantenida en el Ministerio de Educación el 19 de mayo de 1982 con el propio Ministro, Federico Mayor Zaragoza, y con el Secretario de Estado de Universidades, Saturnino de la Plaza, a quienes agradecí su pertinente y provechosa mediación. En medio de aquellas contrariedades, los cimientos se fueron afianzando irreversiblemente. Se logró que las enseñanzas de Físicas y Matemáticas no desaparecieran, como el convenio establecía, se implantó el segundo ciclo de la Licenciatura de Derecho, germen de la futura Facultad, se incrementaron las dotaciones para Bibliotecas y Laboratorios, se proveyeron las primeras plazas de funcionario del Cuerpo de Profesores Adjuntos, se iniciaron obras de acondicionamiento del edificio de San Amaro, se duplicó el presupuesto a lo largo del bienio, todo el personal, docente y de servicios, fue incorporado a la plantilla normalizada de la Universidad de Valladolid, consolidándola y favoreciendo así su transferencia ulterior, se promovieron iniciativas culturales de gran resonancia dentro y fuera de la ciudad…se sentaron, en fin, los puntales de una estructura que poco a poco adquirió consistencia en un contexto de gran precariedad de medios que quedaba subsanada por la generosidad de un esfuerzo del que convendría dar cuenta precisa alguna vez.

             A la postre, cuando finalicé voluntariamente el ejercicio de aquella responsabilidad en la primavera de 1984, y arropado por quienes me lo reconocieron en un encuentro memorable en el restaurante El Peregrino, tuve la sensación de que el objetivo había quedado satisfecho. Misión cumplida, me dije. Es cierto que quedaba camino por recorrer, toda una década,  si bien iba a serlo con la mirada puesta en un horizonte más propicio y, por tanto, mucho más fácil y menos incómodo, pues la plataforma ya estaba construida. Y es que, tras una etapa que he denominado de la “Universidad sin ley”, se abrían con el desarrollo reglamentario de la Ley Orgánica de Reforma Universitaria (1983) posibilidades inimaginables hasta entonces, que algunos supieron aprovechar casi de manera automática. El nacimiento de nuevas Universidades públicas en todo el país – diecinueve fueron creadas entre 1987 y 1998 - , la normalización de unas reglas de funcionamiento bien definidas, el amplio escenario de expectativas favorecidas por la internacionalización del conocimiento y la previsible integración en las Comunidades Europeas configuraron un panorama de total ruptura con las insuficiencias de la fase precedente. Quedó definitivamente superada esa fase de desafíos que nos tocó vivir y gestionar a cuantos, en un entorno de soledad, incomprensiones e incertidumbres, tuvimos también algo que ver con la historia de la Universidad de Burgos, a la que felicito por su veinticinco aniversario y a la que deseo la mayor de las fortunas. Su actual Rector, a quien conocí cuando era un jovencísimo y brillante profesor de Biología, bien lo sabe y sin duda recuerda.