20 de noviembre de 2019

Por una sociedad de identidades imbricadas



El Norte de Castilla, 19 noviembre 2019

La concesión del Premio Nacional de las Letras a Bernardo Atxaga y del Cervantes a Joan Margarit es una buena noticia, que trasciende la dimensión estrictamente literaria de ambos merecidos reconocimientos. Se van a otorgar a escritores cuya obra ha sido realizada en parte muy significativa en euskera y en catalán, lenguas que configuran y dan prestigio a la variedad lingüística de España. Entiendo que es una buena ocasión para reflexionar sobre lo que significa la noción de identidad y, a partir de ella, sobre el valor y la pertinencia de construir una sociedad enriquecida por la pluralidad de identidades que en ella confluyen. Abordar esta cuestión no es tarea fácil teniendo en cuenta el alto grado de sensibilidad que el tema suscita y las fuertes controversias provocadas en torno al papel que las identidades poseen en los comportamientos políticos, sociales y culturales contemporáneos.

          En principio, resulta incuestionable su importancia como factor de motivación intelectual de la persona y de la sociedad, pues el conocimiento de ambas no es entendible sin tener en cuenta de qué manera la identidad incide sobre su forma de entender el mundo que las  rodea, sus hábitos de conducta y las relaciones desarrolladas en el seno de una comunidad fraguada sobre patrones identitarios asentados en el tiempo. Partamos de  la idea de que la identidad se apoya sobre realidades objetivas que ejercen una función motivadora de la sensibilidad individual y colectiva. Son realidades claramente definidas: de un lado, destaca la importancia del territorio, como soporte de la actividad y del mundo de relaciones sociales que en torno a él, y a partir del aprovechamiento de sus recursos y paisajes, se organizan y evolucionan; y, de otro, es evidente el efecto aglutinante desempeñado por la cultura, cimentada en la historia y en sus valores simbólicos (la lengua, el patrimonio y las tradiciones) y como estructura integrada por elementos diversos que se interrelacionan de manera permanente hasta cristalizar en un complejo de referencias simbólicas de gran valor formativo y cohesionador. Sobre ambos elementos se genera un sentimiento de pertenencia territorial y cultural que permite entender y valorar los rasgos esenciales que definen la dimensión de dicha identidad en el contexto en el que, a gran escala, se inserta.

          Entendido de esta manera, los fenómenos identitarios poseen, en sí mismos y, a priori, una dimensión social, cultural y políticamente enriquecedora. Sin embargo, las bases objetivas sobre las que asientan propenden, cuando se manipulan de forma intencionada o se ven afectados por hipotéticos o reales factores de amenaza externa (crisis, desigualdad, incertidumbres, insolidaridades), a la subjetivizacion de sus efectos sobre el comportamiento, dando origen a repliegues identitarios de variado alcance y magnitud. Valorando en positivo los que tienen que ver con la defensa de minorías sojuzgadas, no es esa, en cambio, la estimación que merecen los efectos reactivos expresados a través de movimientos políticos excluyentes de corte nacionalista – la “peor peste de Europa”, en palabras de Stefan Zweig - que hacen uso de la identidad como herramienta proclive a la defensa de actitudes que, al tiempo que  sobredimensionan las especificidades y los riesgos a que se enfrenta la salvaguarda de lo propio, tratan de justificar el rechazo al diferente, al otro, al que se concibe no como colaborador potencial sino como adversario a batir. La identidad se convierte así en un factor justificativo de la rigidez aplicada a los comportamientos, susceptibles de manifestarse de formas muy diversas, todas ellas unificadas por la defensa de lo propio como mecanismo de salvaguarda y autoprotección a ultranza. Y hasta tal punto esa tendencia ha arraigado, que los conflictos asociados a las relaciones de producción, y conocidos como conflictos de clase en los que la diferencia entre izquierda y derecha aparecía nítida, se han visto sustituidos por conflictos específicamente identitarios como pilar esencial de su fundamentación ideológica. Francis Fukuyama las ha calificado (en Identidad, 2019) como “políticas de resentimiento”, que, a su juicio, “proliferan exponencialmente, degradando la posibilidad de puntos de vista y de sentimientos que se pueden compartir más allá de los límites del grupo”.

          Conviene traer a colación este planteamiento o las interesantes experiencias reflejadas por Jonathan Coe en El corazón de Inglaterra, por mencionar dos obras recientes,  al comprobar que la historia está repleta de rupturas y tensiones, a veces no exentas de violencia, ligadas a la defensa ultramontana de la identidad o a la lucha entre identidades irreconciliables, lo que revela hasta qué punto las identidades rígidas son las más regresivas al tiempo que queda en evidencia el hecho de que lo identitario con connotaciones excluyentes encierra un alto grado de vulnerabilidad frente al impacto de la catástrofe. A veces da la impresión de que las lecciones y las advertencias de la historia no son tenidas en cuenta. De ahí que el reconocimiento y respaldo de los hechos identitarios sólo tengan sentido si se interpretan en consonancia con la defensa de los derechos humanos y la aplicación efectiva de las posibilidades inherentes al de ciudadanía como gran concepto integrador de nuestro tiempo. Y es que, lejos de valorarse como realidades contrapuestas han de ser vistas bajo la perspectiva de los vínculos de complementariedad que entre ellas se establecen para enriquecerse mutuamente o, lo que es lo mismo, como la expresión de un complejo social estructuralmente heterogéneo fraguado sobre la base de lo que yo denominaría identidades imbricadas. Estoy seguro de que Atxaga y Margarit estarían de acuerdo.




         

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