El Norte de Castilla, 19 noviembre 2019
La concesión del Premio Nacional de las Letras a Bernardo Atxaga y del Cervantes a Joan Margarit es una buena noticia, que trasciende la dimensión estrictamente literaria de ambos merecidos reconocimientos. Se van a otorgar a escritores cuya obra ha sido realizada en parte muy significativa en euskera y en catalán, lenguas que configuran y dan prestigio a la variedad lingüística de España. Entiendo que es una buena ocasión para reflexionar sobre lo que significa la noción de identidad y, a partir de ella, sobre el valor y la pertinencia de construir una sociedad enriquecida por la pluralidad de identidades que en ella confluyen. Abordar esta cuestión no es tarea fácil teniendo en cuenta el alto grado de sensibilidad que el tema suscita y las fuertes controversias provocadas en torno al papel que las identidades poseen en los comportamientos políticos, sociales y culturales contemporáneos.
En
principio, resulta incuestionable su importancia como factor de motivación
intelectual de la persona y de la sociedad, pues el conocimiento de ambas no es entendible sin tener
en cuenta de qué manera la identidad incide sobre su forma de entender el mundo
que las rodea, sus hábitos de conducta y
las relaciones desarrolladas en el seno de una comunidad fraguada sobre
patrones identitarios asentados en el tiempo. Partamos de la idea de que la
identidad se apoya sobre realidades objetivas que ejercen una función
motivadora de la sensibilidad individual y colectiva. Son realidades claramente
definidas: de un lado, destaca la importancia del territorio, como soporte de
la actividad y del mundo de relaciones sociales que en torno a él, y a partir
del aprovechamiento de sus recursos y paisajes, se organizan y evolucionan; y,
de otro, es evidente el efecto aglutinante desempeñado por la cultura,
cimentada en la historia y en sus valores simbólicos (la lengua, el patrimonio
y las tradiciones) y como estructura integrada por elementos diversos que se
interrelacionan de manera permanente hasta cristalizar en un complejo de
referencias simbólicas de gran valor formativo y cohesionador. Sobre ambos
elementos se genera un sentimiento de pertenencia territorial y cultural que
permite entender y valorar los rasgos esenciales que definen la dimensión de
dicha identidad en el contexto en el que, a gran escala, se inserta.
Entendido de esta manera, los
fenómenos identitarios poseen, en sí mismos y, a priori, una dimensión social, cultural
y políticamente enriquecedora. Sin embargo, las bases objetivas sobre las que
asientan propenden, cuando se manipulan de forma intencionada o se ven afectados
por hipotéticos o reales factores de amenaza externa (crisis, desigualdad,
incertidumbres, insolidaridades), a la subjetivizacion de sus efectos sobre el
comportamiento, dando origen a repliegues identitarios de variado alcance y
magnitud. Valorando en positivo los que tienen que ver con la defensa de
minorías sojuzgadas, no es esa, en cambio, la estimación que merecen los
efectos reactivos expresados a través de movimientos políticos excluyentes de
corte nacionalista – la “peor peste de Europa”, en palabras de Stefan Zweig - que
hacen uso de la identidad como herramienta proclive a la defensa de actitudes
que, al tiempo que sobredimensionan las
especificidades y los riesgos a que se enfrenta la salvaguarda de lo propio,
tratan de justificar el rechazo al diferente, al otro, al que se concibe no
como colaborador potencial sino como adversario a batir. La identidad se
convierte así en un factor justificativo de la rigidez aplicada a los
comportamientos, susceptibles de manifestarse de formas muy diversas, todas
ellas unificadas por la defensa de lo propio como mecanismo de salvaguarda y autoprotección
a ultranza. Y hasta tal punto esa tendencia ha arraigado, que los conflictos
asociados a las relaciones de producción, y conocidos como conflictos de clase
en los que la diferencia entre izquierda y derecha aparecía nítida, se han
visto sustituidos por conflictos específicamente identitarios como pilar
esencial de su fundamentación ideológica. Francis Fukuyama las ha calificado (en Identidad, 2019) como “políticas
de resentimiento”, que, a su juicio, “proliferan exponencialmente, degradando
la posibilidad de puntos de vista y de sentimientos que se pueden compartir más
allá de los límites del grupo”.
Conviene traer a colación este
planteamiento o las interesantes experiencias reflejadas por Jonathan Coe en
El corazón de Inglaterra, por mencionar dos obras recientes, al comprobar que la historia está repleta de rupturas
y tensiones, a veces no exentas de violencia, ligadas a la defensa ultramontana
de la identidad o a la lucha entre identidades irreconciliables, lo que revela
hasta qué punto las identidades rígidas son las más regresivas al tiempo que
queda en evidencia el hecho de que lo identitario con connotaciones excluyentes
encierra un alto grado de vulnerabilidad frente al impacto de la catástrofe. A
veces da la impresión de que las lecciones y las advertencias de la historia no
son tenidas en cuenta. De ahí que el reconocimiento y respaldo de los hechos
identitarios sólo tengan sentido si se interpretan en consonancia con la
defensa de los derechos humanos y la aplicación efectiva de las posibilidades
inherentes al de ciudadanía como gran concepto integrador de nuestro tiempo. Y
es que, lejos de valorarse como realidades contrapuestas han de ser vistas bajo
la perspectiva de los vínculos de complementariedad que entre ellas se
establecen para enriquecerse mutuamente o, lo que es lo mismo, como la
expresión de un complejo social estructuralmente heterogéneo fraguado sobre la
base de lo que yo denominaría identidades imbricadas. Estoy seguro de que
Atxaga y Margarit estarían de acuerdo.
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