El Norte de Castilla, 20 diciembre 2019
Espacio
y tiempo son dos conceptos que engloban a la vez pervivencia y mutabilidad. Ambos
permiten, relacionados entre sí, comprender el significado de los continuos cambios
que se producen en la sociedad, en la economía y en el territorio dentro de la
perspectiva que los interpreta en función de las tensiones que los afectan. Hay episodios en la vida que, por más tiempo que
transcurra desde que tuvieron lugar, nunca debilitan la voluntad de no
desprenderse de ellos, precisamente por la fuerte carga emocional y
aleccionadora que encierran. Si,
asumiendo ese compromiso como un reto, la experiencia personal y profesional
sirve de algo desearía traer a colación la evocación construida en estos
momentos en torno a hechos que simbolizan aspectos esenciales de la realidad
vasca, y que siempre fueron para quien esto escribe un tema de atracción
intelectual y profesional más allá de las sensibilidades mostradas por la
Castilla natal. Ello se debe a su carácter estimulante y proactivo, a esa motivación que va más allá de lo contingente y que hace
posible llamar la atención sobre fenómenos susceptibles de servir como marco ejemplificador
en una etapa en la que el panorama de incertidumbres socio-económicas al que se
enfrentan muchos espacios obliga a considerar aquellas certezas o advertencias que,
derivadas de las enseñanzas que aportan, permitan contrarrestarlo a partir de
las consideraciones que es posible deducir de la siempre valiosa experiencia
comparada.
Particularmente
deseo llamar la atención sobre lo que representa una cultura empresarial capaz
de asumir los desafíos que provoca el proceso de industrialización
contemporáneo, entendido como el baluarte del desarrollo y de la articulación
social, económica y territorial. Si ese fue el motivo que en los años setenta
me llevó a profundizar en su conocimiento a partir de la investigación sobre
las iniciativas empresariales desplegadas en el valle guipuzcoano del río Deva
– elegido “ex profeso” por su interés en ese sentido - , nunca he permanecido
ajeno a sus dinamismos, crisis y reestructuraciones, interpretados en el
contexto político en el que se producían. Los he analizado en las frecuentes visitas
realizadas a la zona. Tan largo sería exponer aquí la variedad de las
conclusiones extraídas, que, como reflejo de lo sucedido, me limitaré a
destacar las observaciones que dan buena idea de lo que supone el empeño a
favor de que la industria siga siendo, merced a las capacidades innovadoras que
ofrece, un factor de dinamización económica y de movilización social,
cimentadas en una ética emprendedora que ha tratado de sobrevivir con singular
tesón a los impactos de las crisis como una de las constantes más emblemáticas de
su personalidad patrimonial a lo largo del tiempo.
Las
comprobaciones efectuadas “in situ” han permitido valorar el alcance de estas capacidades,
que parten de la importancia asignada a la tradición manufacturera como un
soporte transmisible a las generaciones actuales y futuras, a fin de no
interrumpir la continuidad en la que se han cimentado su fortaleza económica y
sus transformaciones sociales y culturales. Sobre la base del conocimiento
adquirido hace ya más de cuatro décadas, recientemente he centrado la atención,
a modo de ejemplo expresivo, en tres iniciativas, suficientemente
esclarecedoras de lo que significa, de cara al futuro, la disponibilidad de una
tradición productiva firmemente enraizada en el tejido social a la par que espacialmente
planteada como una opción a preservar pese a las incógnitas que se ciernen
sobre una actividad tan fundamentada en la lógica competitiva como es la
industria.
De ahí el
interés que ofrece, por el diseño y los mensajes con que ha sido concebido y
orientado, el Museo de la Máquina-Herramienta ubicado en Elgóibar, puesto en
funcionamiento a partir de 1998 con la finalidad de dar testimonio de la
relevancia que esta villa guipuzcoana ha tenido en un sector clave de la
metalurgia de transformación y que, junto a la vecina localidad de Eibar, brinda
un panorama fehaciente de la versatilidad aplicada a la fabricación como
respuesta, mediante el desarrollo de nuevos sectores, a las tensiones
provocadas por la crisis y ante la necesidad de apertura a nuevas oportunidades
de demanda. En esta misma línea, sorprende, por otro lado, el análisis de las
vicisitudes vividas por el complejo empresarial de naturaleza cooperativa
configurado en Mondragón del que forman parte cerca de dos centenares de firmas
y que, basado en una estructura de funcionamiento plurisectorial muy bien
integrada, se ha afianzado como uno de los principales complejos empresariales
europeos, demostrando unas capacidades reconocidas para afrontar las
situaciones críticas surgidas en el panorama de la globalización y los desafíos
impuestos desde el punto de vista tecnológico y comercial. Y, como complemento
de todo ello, la dimensión simbólica y operativa de la industria aparece bien reforzada
en la interesante exposición que, sobre la base del papel que esta actividad
desempeña como “motor del cambio”, se ofrece como una parte esencial de las
manifestaciones culturales recogidas en el Museo de San Telmo de San Sebastián.
La voluntad de
implicación de la ciudadanía que anima la difusión hacia el exterior de este
tipo de experiencias por el alcance formativo que presentan revela, a mi
juicio, dos consideraciones dignas de ser destacadas: de un lado, la necesidad
de involucrar a la sociedad endógena en un modelo de desarrollo que otorga a la
industria un papel primordial como soporte de la formación y de la proyección
económica a gran escala; y, de otro, la
importancia asignada, dentro de la jerarquía de valores distintivos, a la
formación y defensa de estructuras empresariales innovadoras, con capacidad
para lograr una adecuada inserción en los mercados, plenamente compatible con
la salvaguarda del trabajo y con los objetivos de sostenibilidad ambiental emanados
de los grandes compromisos internacionales.
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