El Norte de Castilla, 26 enero 2020
Nunca se pensó que gestionar la Comunidad de Castilla y León
fuese tarea sencilla. Si alguien lo hizo, pecó de ignorante. Desde la configuración del mapa autonómico español a
comienzos de los años ochenta, y en el panorama de incertidumbres que entonces
se cernía sobre la realidad política española, cualquier observador mínimamente
perspicaz podía darse cuenta de los desafíos a que habría de enfrentarse la
gobernación de un territorio extenso y complejo, cuya delimitación como
Comunidad Autónoma era objeto de fuertes controversias, que ponían en tela de
juicio la pertinencia de su dimensión espacial tal y como fue definitivamente
configurada.
Los debates suscitados centraban la atención en dos argumentos
fundamentalmente: la falta de conciencia regional y la improcedencia de
fusionar territorialmente dos realidades históricas diferenciadas (León y
Castilla, por más que se unieran en el siglo XIII), que además reafirmaban sus respectivas
particularidades a partir de los sentimientos de pertenencia provincial
enraizados en cada una de ellas. La pretensión de amalgamar un complejo tan
renuente a la articulación emocional y práctica ha sido un objetivo
omnipresente en la trayectoria de la Comunidad y, desde luego, mucho más
complicado de satisfacer que en cualquier otra región o nacionalidad
pluriprovincial en España.
El hecho de que
no se haya logrado aún la cohesión pretendida no justifica la invocación
reactiva que de cuando en cuando se hace de los hechos históricos como
fundamento de la voluntad de segregación. A decir verdad, la razón que explica
este propósito divisivo no tiene tanto que ver con el valor determinante que se
asigna al pasado como con motivaciones, políticas, sociales o económicas, proclives
de entrada a una visión fragmentaria que impide reflexionar con el debido
sosiego sobre las pautas que han de encauzar las decisiones con la mayor
coherencia y efectividad posibles, adecuándolas a las exigencias y los desafíos
ineludibles del momento actual sobre la base de los recursos y las ventajas
comparativas comprobados.
Esta idea quedó
ya bien perfilada cuando, a raíz de la conmemoración de los veinte años de la
aprobación del Estatuto de Autonomía, se suscitó una reflexión que, pese al
tiempo transcurrido, mantiene plena actualidad. El empeño, basado en una
aportación de carácter interdisciplinar y multitemática, cristalizó en una obra
colectiva, con la que se trataba de dar cuenta de los esfuerzos encaminados a
fortalecer el conocimiento y la interpretación del territorio autonómico, de
los que dependía esa conciencia regional
ausente en el imaginario colectivo cuando comenzó la singladura autonómica.
El
título de la obra – “La Entidad Recuperada” (Ámbito, 2003) – precisaba la
orientación con la que había de concebirse el proyecto político en marcha, no exento de preocupaciones y carencias aún por resolver. Se
trataba, en suma, de destacar el significado de la “entidad”, entendida como consistencia y estructura castellana y
leonesa, esto es, como espacio integrado e integrador y como conjunto de valores complementarios, sin incurrir
en la defensa de un espíritu identitario, repleto de connotaciones cuestionables, que tal vez pudiera ser simplificador. Plantear las
estrategias en torno a este enfoque aglutinante de la complejidad enriquecedora
del conjunto tiene pleno sentido cuando se verifica que es el más idóneo para
clarificar la personalidad objetiva de Castilla y León y la dimensión real de
sus posibilidades en función de la magnitud y de la calidad que ofrecen.
Abordar el tema en estos términos representa además
una opción sobre la que convendría insistir. Es la que permitiría hacer
efectivo el engarce entre los sentimientos de pertenencia - local, provincial, regional – sobre los que
descansa esa complementariedad de perspectivas que hacen a una sociedad
consciente de la diversidad de referencias espaciales en que se desenvuelven tanto su percepción del
territorio como para la defensa de sus intereses. En este entramado de
sensibilidades creativas es evidente que, pese a su operatividad, el nivel
regional se muestra como el más endeble, por lo que se identifica como el gran
reto al que nos seguimos enfrentando casi cuatro décadas después de la puesta
en marcha del proceso autonómico.
Condicionada
por los desequilibrios internos dentro de la región, por la crisis que afecta a
escenarios con fuerte personalidad económica, por el debilitamiento demográfico
global y por la sensación de que existen agravios comparativos todavía
irresueltos, esta tarea no resulta fácil pero tampoco imposible. Admitiendo que
la llamada a la Historia no debe enmascarar la atención otorgada a los problemas que afectan al conjunto de la
Comunidad, y que no pueden acometerse sin un tratamiento integrador de un
conjunto espacialmente vertebrado por numerosas interdependencias, no estaría
de más llamar la atención sobre las dos directrices que, como provechosas estrategias
de futuro, pudieran posibilitar la aceptación del complejo formado por Castilla
y León como realidad generadora de la necesaria confianza más allá de los
límites provinciales:
- de un lado, cabe destacar la importancia de profundizar en
el conocimiento riguroso de los aspectos geográficos, sociales, económicos y
culturales que estructuran una región de encrucijada estratégica en Europa, con
todo lo que ello implica de prestigio y reconocimiento como espacio de
oportunidad a gran escala;
- y, de otro, y como corolario del anterior, defender la
constatación de que solo a través de un compromiso solidario. cimentado en la justicia socio-espacial, es posible
afianzar sus perspectivas como ámbito capaz de garantizar a todos los
ciudadanos, allá donde residan, una adecuada oferta de servicios y de afrontar,
como espacio de desarrollo, el que, a mi juicio, constituye en estos momentos el
verdadero problema poblacional de la región, el creado por sus dificultades
para retener a la juventud cualificada, a fin de contrarrestar la gravedad
cuantitativa y cualitativa de su situación demográfica.
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