Norte de Castilla, 21 marzo 2018
Dedico este artículo a la Facultad de Filosofía y Letras de
la Universidad de Valladolid, que acaba de conmemorar su primer centenario (1917-2017)
Los debates sobre la educación siempre estarán presentes en el panorama político. Por más que la voluntad de acuerdo parezca pertinente y necesaria en torno a un tema de tanta trascendencia, e incluso llegue a cristalizar en grandes compromisos asumidos desde la diversidad ideológica, las posiciones que en torno a él puedan suscitarse tienden a la controversia, al contraste de perspectivas, a la apertura de ese amplio abanico de opciones que tratan de orientar los métodos en función de los objetivos, como corresponde a las exigencias derivadas de la estrategia de adaptación permanente a los cambios del entorno en el que se desenvuelven las sociedades contemporáneas. De ahí que, cuando se analizan las potencialidades de un determinado espacio y de quienes en él residen para afrontar los retos que ese entorno cambiante impone, los valores relacionados con su capacidad formativa desempeñan necesariamente un papel esencial.
Ahora bien, a la hora de estimar el
alcance y la dimensión de dichos valores conviene discernir claramente cuáles
son las causas que explican los procesos de transformación económica, social y
territorial a fin de analizar con el necesario rigor y mirada prospectiva los
rumbos más adecuados de modo que las directrices formativas, asociadas al
desarrollo de las habilidades y a la mejora del conocimiento, ofrezcan a sus
destinatarios las garantías adecuadas de adaptabilidad, eficiencia y equidad.
Tales objetivos, cuya satisfacción redunda satisfactoriamente en la cualificación
del trabajo y en el desarrollo de la sociedad y del territorio donde se
alcanzan, no son ajenos a los desafíos impuestos por los grandes factores que,
en función de las premisas impuestas por la globalización y los impactos de la
crisis, han contribuido a modelar las organizaciones contemporáneas, tanto en
el campo de la industria como de los servicios. Y es que en los últimos veinte
años, el panorama mundial ha trastocado completamente las lógicas de
funcionamiento del sistema, con el consiguiente impacto en las exigencias
formativas.
Los análisis empíricos realizados
sobre la base de la perspectiva temporal de que actualmente se dispone son
insistentes a la hora de resaltar la importancia adquirida por las pautas de
comportamiento que tienen que ver con los espectaculares avances de la
movilidad, entendida en su dimensión más amplia y en todas sus manifestaciones.
La movilidad, esto es, la ausencia de rigidez en las pautas de actuación, se
percibe como el factor principal de transformación global, ya que repercute
sobre los flujos laborales, sobre la localización de las empresas, sobre las relaciones
intersectoriales, sobre los niveles de satisfacción de la ciudadanía, sobre la
calidad de los servicios, sobre la competitividad de las actividades y, lo que
no es menos importante, sobre las capacidades del espacio para rentabilizarla
en un contexto geográfico fuertemente concurrencial. Al amparo de la falta de
restricciones a la movilidad y, por tanto, de la relevancia asignada a los
procedimientos de evaluación y prospectiva, nuevas competencias se imponen como forma de asumir el complejo abanico de
responsabilidades a que obliga la magnitud de dicha metamorfosis.
Si es evidente que todo ello se
corresponde con la consolidación de un escenario en el que las tecnologías de
la información y la comunicación cobran
un predicamento tan vigoroso y generalizado como irreversible, la cuestión se
plantea a partir de la orientación que ello imprime en términos formativos,
particularmente de acuerdo con la importancia asignada a un principio básico
que redefine los conocimientos teóricos adquiridos y su dimensión aplicada. Me
refiero concretamente al significado que como principio de cualificación profesional
adquieren la formación polivalente, la adaptabilidad y el desarrollo de las
competencias cognitivas no rutinarias. Si ambas tendencias han de ser
interpretadas como la manifestación explícita de los cambios inducidos por las
innovaciones tecnológicas y las que derivan del tratamiento masivo de la
información, no es menos cierto que su proyección práctica cobra una dimensión
mucho más efectiva cuando se robustece con el caudal de conocimientos que
emanan de la correcta interpretación de la realidad mediante la incorporación
del enfoque humanístico, frente a la visión injustamente simplificadora con que
a veces se interpreta.
Es así como aparece plenamente justificada,
máxime cuando sus beneficios con claramente perceptibles en numerosas
experiencias, la necesidad de una formación integral en la que los saberes
identificados con la categoría genérica de Humanidades ocupen el papel
relevante que ha de corresponderles en un mundo sensible a las exigencias
propias de una sociedad compleja y pluridimensional. Una sociedad en la que los
mecanismos de preparación polivalente en los diferentes niveles educativos no permanezcan
al margen de la adquisición de competencias básicas, como son las relacionadas
con el fortalecimiento del espíritu crítico, con la valoración del significado
de la dimensión espacio-temporal de los fenómenos, con la sensibilidad que
implica el reconocimiento de las diferencias, con la toma de conciencia de las dinámicas
sociales y de los derechos humanos, con el acercamiento a las múltiples
opciones de enriquecimiento personal que ofrecen la cultura, el patrimonio, la
correcta utilización del lenguaje o la evolución del pensamiento, por citar las
más significativas. Vistas de esta manera, no son planteamientos desfasados
sino la expresión de un propósito fecundo de sintonía con el signo de los
tiempos, que enriquece la formación al tiempo que la hace más competitiva y
hasta rentable. Y además es lo que permite afrontar “los peligros del populismo tecnológico”, que denuncia Franklin Foer en “Un
mundo sin ideas” (Paidos, 2017).