11 de agosto de 2017

En las cumbres y al pie de la Peña Amaya




El Norte de Castilla, 11 de agosto de 2017






Siempre nos asombró aquel espacio natural por su belleza, por su espectacularidad y por su incuestionable interés científico. Perspicaz y tesonero como era, Jesús García Fernández, Catedrático de Geografía de la Universidad de Valladolid, y al que considero mi maestro, tuvo muy claro desde los años sesenta que había que descubrir, conocer e interpretar a fondo ese impresionante muestrario de relieves complejos, labrados por el plegamiento, la fractura y la  erosión en las calizas de la Era Secundaria que configuran el sector meridional de la Montaña Cantábrica en las comarcas septentrionales de Burgos y Palencia. A partir de 1966 puso en marcha un innovador programa de cursos de trabajos de campo encaminados a ese fin. Lo hizo sin otra  ayuda que la proporcionada por su esfuerzo, y contando con su capacidad de iniciativa y con la cooperación del equipo que le acompañó en las laboriosas tareas preparatorias y en la realización del curso celebrado siempre durante la primera decena de julio. La organización de estos cursos, con agotadores recorridos desde diferentes lugares de partida - Villarcayo, Aguilar de Campoo, Villadiego, que posteriormente, y hasta su final en 1998, se ampliaron a la villa soriana de San Leonardo para el estudio de formas similares en el tramo burgalés de la Cordillera Ibérica– supuso un notable avance, admitido y destacado científicamente a gran escala, en las investigaciones aplicadas al estudio de la geomorfología estructural en la Península Ibérica. Varias generaciones de geógrafos, procedentes de todo el país, se dieron  cita en unas convocatorias consideradas esenciales para la formación en el conocimiento del paisaje. De aquella experiencia se obtuvieron valiosas aportaciones, plasmadas en las Memorias que anualmente se realizaban, enriquecidas por la gran profusión de gráficos, croquis y textos con que eran presentadas. Merced a ese trabajo fue posible descubrir, analizar y dar a conocer, con el fundamento necesario,  dos espacios naturales de notable relevancia ecológica: las Montañas de Burgos y Las Loras. Numerosos testimonios, bien publicados o inéditos, así lo corroboran.






            Sin embargo, durante mucho tiempo aquellos resultados no obtuvieron el eco y la atención que merecían. A modo de ejemplo, bastaría recordar la anécdota ocurrida en octubre de 2000, cuando García Fernández y yo asistimos en Burgos a una conferencia impartida por el prestigioso economista palentino Enrique  Fuentes Quintana. Al terminar la intervención Fuentes presentó a García Fernández al entonces presidente del gobierno regional, Juan José Lucas Jiménez, que asistió al acto. Puesto que no le conocía, éste le pregunto a qué se dedicaba. Le faltó tiempo al estudioso del territorio para explayarse con cierto detenimiento sobre  el significado de sus trabajos en las montañas que suscitaban su interés. Sin mediar deseo de aclaración alguna por parte de Lucas, sólo planteó una cuestión tan lacónica como sorprendente: “¿y todo eso para qué sirve?” La respuesta de García fue inmediata: “pues para conocer mejor nuestra región; para interpretar y destacar la importancia de sus valores naturales”. No hubo reacción por parte del político regional. Como en el soneto de Cervantes, “miró al soslayo, fuese y no hubo nada”.


            El tiempo transcurrido desde entonces no ha hecho sino ratificar el significado de un espacio singular en el conjunto de los paisajes españoles. Numerosos y convincentes han sido los argumentos utilizados para justificar el marchamo de calidad finalmente concedido en mayo de 2017, cuando la UNESCO otorga al espacio configurado por los relieves que responden a la tipología de  las “loras” (grandes sinclinales colgados, que quedan en realce por desmantelamiento de los anticlinales como consecuencia de la erosión) la condición de Geoparque Mundial, una categoría específica y de excelencia, que se apoya en el reconocimiento de la singularidad paisajística como algo excepcional y digno de ser preservado. Es el primer Geoparque asignado a Castilla y León y el undécimo de los que integran este rango en España. García Fernández no ha llegado a conocerlo (falleció en 2006), pero sí los discípulos que le acompañamos en aquellas aventuras, tan lejanas en el tiempo como presentes en la memoria.






            Por lo que he podido observar, la ilusión y las esperanzas suscitadas por el Geoparque están a la altura de la sociedad encargada de preservarlo y de aprovechar al tiempo sus posibilidades. Se trata de un ámbito conocido, bien estudiado, rigurosamente interpretado en sus componentes esenciales, procesos y transformaciones. Un ámbito geográficamente adscrito a las tendencias características de los espacios de montaña media en un entorno territorial afectado por la despoblación y en el contexto de una economía eminentemente agraria. No se puede calificar de rural profundo, aunque sí presenta los rasgos propios de la ruralidad necesitada de estrategias que faciliten la correcta, efectiva y sostenible utilización de sus recursos. Al amparo de las posibilidades permitidas por una sociedad activa, generadora de ideas y capaz de prefigurar los ejes que han de orientar las decisiones hacia el futuro, no puede pasarse por alto la encomiable iniciativa impulsada por Alberto Saiz Arnaiz, cuando el 15 de julio de 2017 actuó de anfitrión de un encuentro multidisciplinar al que tuve el placer de asistir. Científicos y técnicos de diferentes especialidades, empresarios, responsables públicos con experiencia dilatada, agricultores, estudiosos del patrimonio local y regional se dieron cita para debatir durante una jornada muy intensa sobre la realidad del contexto espacial en el que se inserta el complejo del Geoparque. La reunión tuvo lugar en Villadiego. Previamente al debate, que ocupó la mayor parte de la jornada, se efectuó una visita a la Peña Amaya, lugar emblemático y representativo del espacio natural que motivó el encuentro. Desde la cumbre se divisa un panorama espectacular, una síntesis espléndida del paisaje de las “loras”. Hacía más de treinta años que no lo había visitado. Sentí cercana la presencia del maestro, a sabiendas de lo satisfecho que se hubiera sentido en aquella compañía y entusiasmado ante los desafíos a que se enfrenta ese espacio al fin reconocido como se merece.