23 de diciembre de 2012

Exposición Etiopía Kes be Kes, de Borja Santos Porras

Presentación de la Exposición de fotografías sobre Etiopía, realizadas por Borja Santos Porras en el Espacio Joven (Ayuntamiento de Valladolid)  



Si siempre es un placer asistir a una exposición en la que se descubren nuevos mensajes, nuevas perspectivas y nuevas sensaciones, tomar contacto con las que ponen al descubierto la obra fotográfica de Borja Santos Porras constituye sin duda, además de un placer, una experiencia tan gratificante como inolvidable, máxime si al tiempo se comparte con el propio autor, con buenos amigos como Diego Fernández Magdaleno y en un ambiente tan gratificante como éste. Ya tuvimos ocasión de comprobar no hace mucho lo que todo ello representa cuando trajo a este mismo escenario una parte de las percepciones visuales obtenidas en Ecuador, el territorio que Alexander Von Humboldt calificó como el más sorprendente del mundo. Las imágenes de Ecuador permanecen aún indelebles en la memoria, precisamente porque la fotografía de Borja está concebida no como un testimonio fugaz o efímero sino como la demostración de un empeño por ilustrar con fuerza y contundencia sobre  lo que no se conoce para que quien lo perciba sea capaz de entenderlo como algo digno de ser preservado y disfrutado en la memoria.
Todas las fotografías son irrepetibles. Cada una de ellas representa la imagen obtenida en un instante que nunca volverá a manifestarse de la misma manera. Son documentos específicos que evidencian un momento seleccionado con la finalidad de que perdure en la memoria y reproduzca para quien los realiza y para quienes los contemplan las sensaciones que motivaron su registro para siempre. Ahí reside precisamente el valor de esas representaciones que nos llevan a acudir a ellas cuando deseamos dar consistencia al recuerdo y descubrir los matices que, sin disponer de la prueba gráfica,  han quedado difuminados en la mera evocación.
La fotografía es una construcción cultural, concebida con el fin de descifrar, desde la perspectiva de quien la realiza, los matices de una escena que, una vez fijada en la imagen, se abre a toda suerte de interpretaciones. De ahí la capacidad que posee la buena fotografía para vencer su estatismo formal, su rigidez aparente,  y ofrecerse como un panorama de referencias visuales susceptibles de cobrar dinamismo, vida y expresividad cambiante en función de las reacciones adoptadas por cuantos las miran, analizan o simplemente se deleitan con su contemplación. Walter Benjamín en su magnífica “Pequeña historia de la fotografía” nos advierte de la capacidad que esa forma de expresión para revelar o transmitir sensaciones invisibles al ojo corriente.
Cuando la persona comprometida con su sociedad y con su tiempo emprende la tarea de captar con su cámara cuanto sucede a su alrededor consigue en ocasiones brindar muestras formidables de talento que el paso del tiempo no hace sino corroborar. Desde esta perspectiva es de todo punto recomendable apreciar la sensibilidad desplegada por Borja  a través de las fotografías que revelan no solo una destreza excepcional para captar el momento, el lugar, el paisaje o la escena humana  desconocida y que ahora es dada a conocer en una exposición clarificadora de hacia dónde se encauza y dirige  la sensibilidad estética e intelectual de su autor. No es solamente labor de un mero curioso o la de un artista simplemente empeñado en averiguar los matices y colores que un determinado entorno encierra sino, ante todo, la manifestación de la tarea emprendida por un observador, consciente y culto, que en todo momento se ha esforzado por interpretar  la realidad de su época y del espacio en que ha desenvuelto su actividad y asumir los desafíos de todo orden a que se enfrentaba tuvo la coherencia de hacer suyas las posibilidades de una herramienta de expresión, que le ha permitido, a través de la fotografía, asumir para sí mismo las características de un escenario tan difícil como lleno de complejidades con el fin de transmitirlas, sin edulcoraciones ni ambigüedades, a quien desee conocerlas para saber que existen y los valores que encierran, más allá del estereotipo o de la mirada convencional.
Y es que además no es fácil ni frecuente asistir a exposiciones sobre Africa. No es que sea el continente olvidado que algunos afirman, sino el continente desconocido o, lo que es peor, interpretado a base de tópicos, imágenes preconcebidas o valoraciones sesgadas en función de esos tópicos. Es un territorio de contrastes inmensos, repleto de situaciones críticas, de episodios históricos dolorosos, de sociedades que luchan por la supervivencia en un entorno difícil y lleno de posibilidades y recursos al mismo tiempo. Pocos autores han sabido interpretar la realidad africana, más allá de los libros de viajes o de las crónicas sobre acontecimientos históricos determinados, que luego abren paso al silencio como si nada hubiera sucedido. Hay que vivir en Africa para saber lo que és. Conocer el día a día para tener conciencia de una realidad que es cualquier cosa menos simple y elemental. Una realidad que se mastica, como me reconocía un día Borja en una de las conversaciones virtuales que de vez en cuando mantenemos.
Esta muestra, excepcional en nuestra ciudad y digna de ser conocida sin fronteras, es fielmente representativa de lo que da de sí el despliegue de esta sensibilidad. Basta con ser testigo, sincero y objetivo, de lo que significa lo inmediato, lo que se tiene cerca, lo que cambia en el entorno, lo que se renueva y permanece, para dejar constancia de una realidad que acaba trascendiendo al autor para convertirse en una obra de arte imperecedera. Como es el caso que nos convoca aqui. Felicidades a Borja y gratitud por lo que hace y cómo lo hace. Con esa naturalidad tan característica de su persona, con la sonrisa de quien sabe afrontar los problemas sabiendo que puede hacerlo y con la seriedad también de quien no elude el compromiso con el tiempo y con el espacio que le ha tocado vivir, lo que le convierte en un testigo profesionalmente solvente en cuantas tareas ha emprendido hasta ahora y puede llevar a cabo en el futuro, ya que tiene ante sí un larguísimo recorrido vital para el que, como él bien sabe, siempre le he deseado muchísima suerte.



27 de abril de 2012

Tiempos críticos para la Cooperación al Desarrollo




El Norte de Castilla, 26 de abril de 2012



Comienzo a escribir estas líneas motivado por el recuerdo de personas amigas que han dedicado lo mejor de sus vidas al empeño de mejorar la situación de los pueblos empobrecidos de la Tierra. Me vienen a la memoria el nombre de Catalina Montes, cuyo legado en El Salvador nunca será suficientemente valorado; el de Nicolás Castellanos, que en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) ha dejado una huella que rebasa lo inimaginable; el de Borja Santos, colaborador de este diario, y que, antes en Ecuador y ahora en Etiopía, no ha hecho sino contribuir a la mejora de las condiciones de vida de personas que viven en circunstancias imposibles; y me acuerdo, en fin, de mis compañeros de la Fundación para el Desarrollo del Municipio Centroamericano, en San José (Costa Rica), estudiosos infatigables de los problemas a que se enfrenta el municipio en Estados sumidos en la disgregación y la impotencia. Mundo difícil este de la ayuda al desarrollo, abierto al sinfín de dificultades y contradicciones a que conducen la desigualdad, la pobreza, la miseria, el hambre, la corrupción y la explotación del ser humano. Mundo henchido de problemas. Nuestro mundo, sin embargo.
Optimista y prometedor, impregnado por un discurso que enfatizaba sobre el “fin de la Historia” y sobre “el fin de los territorios”, al entender que ya no habría fricciones determinadas por el tiempo y el espacio, el siglo XXI abrió sus calendarios con un llamamiento a la esperanza, que se prometía venturosa.  Representantes de 189 países, entre ellos 147 jefes de Estado – todo el planeta, en fin – la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la archiconocida como Declaración de los Objetivos del Milenio. Integraba ocho grandes propósitos, concebidos con el fin de afrontar sin más dilación los principales problemas que aquejaban a la humanidad (salud, alimentación, enseñanza, situación de la mujer, etc.), asumidos como un gran compromiso mundial, como una vigorosa demostración de solidaridad en la que debieran verse implicados cuantos pudieran ayudar en esa dirección, conscientes además de que, en el escenario de confianza propiciado por la globalización, no parecía aventurado marcar el horizonte de 2015 como el momento en el que los retos existentes estuvieran definitivamente afrontados e incluso corregidos.
A la vista de lo sucedido, todo parece indicar que los primeros diez años del siglo XXI han sido en el tema que nos ocupa, como en otros muchos, una década frustrada. Los avances experimentados no cuestionan la magnitud creciente de los problemas irresueltos, que se perpetúan  a través de manifestaciones elocuentes de que hasta qué punto el desarrollo constituye una meta inalcanzable para una gran mayoría de los seres humanos. Sin duda en todo este tiempo el mundo se ha hecho más complejo, a medida que la mundialización de la economía ha traído consigo una modificación significativa en la estructuración espacial de los modelos de crecimiento, a medida que el fortalecimiento de países en otro tiempo considerados “periféricos” (China y Brasil, fundamentalmente) contribuye a redefinir los límites que marcan la concentración de la riqueza, acelerada por la extraordinaria intensidad de los movimientos financieros de carácter especulativo, en un proceso simultáneo a la acentuación y agravamiento de las desigualdades. Dicho de otro modo, si la globalización  ha modificado  las fronteras, antaño estrictas, del desarrollo es evidente que al tiempo agudiza la dimensión de los contrastes en el seno de las sociedades y resalta aún más la entidad espacial y demográfica de la pobreza,  generalizada en todo tipo de escenarios.
En este contexto, el panorama de la solidaridad internacional se enfrenta a una situación crítica, en la que confluyen dos factores, casi coincidentes en el tiempo. De un lado, se asiste a una corriente revisionista que pone en entredicho la utilidad, al considerarla inefectiva, de la ayuda oficial al desarrollo o, más matizadamente, cuestiona los procedimientos utilizados en la gestión y evaluación de determinados proyectos. Y, de otro, no hay que ignorar el incuestionable impacto que de inmediato ha de tener la drástica disminución aplicada a los fondos solidarios. Mientras observamos cómo se aleja, en los países que pretendían aproximarse a él, el objetivo de situar en el 0’7% del PIB el volumen de las ayudas orientadas a este fin,  los ajustes provocados por la crisis financiera en el mundo desarrollado hacen mella profunda en uno de los capítulos que se consideran más prescindibles del presupuesto. Pocos han levantado la voz contra el fortísimo recorte sufrido en España por las transferencias a la AECID y por las cantidades asignadas al Fondo para la Promoción del  Desarrollo, víctimas de la impresionante reducción aplicada al Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación que, con un 54,4% menos, se singulariza por el hecho de ser el más afectado por el desmoche presupuestario.
Todo parece indicar que estamos asistiendo a una nueva etapa en la trayectoria de la solidaridad internacional, que pocos creen que pueda limitarse a un mero paréntesis, a expensas de una recuperación que aún no se atisba en el horizonte. De ahí que prevalezca esa visión restrictiva que, inducida por los mayores controles aplicados a la selección y gestión de los proyectos y sobre todo por la retracción que la crisis ocasiona, aboca a un escenario en el que, por paradójico que parezca, la globalización de la economía que, a comienzos de siglo, presagiaba un clima de confianza a favor de una mayor justicia en la distribución de la riqueza se ha saldado, a la postre, con el afianzamiento de las posiciones defensoras del “sálvese quien pueda”. Entonces ¿quién hablará ya de los Objetivos del Milenio? 

9 de marzo de 2012

La Unión Europea: de la seguridad a la incertidumbre


El Norte de Castilla, 9 de marzo de 2012

Cuando a finales de 2007 se firmó en Lisboa el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, no era fácil encontrar en el ambiente mediático y político de la época declaraciones que empañaran lo que se concebía como la culminación de un ambicioso proyecto. Abundaban los comentarios a favor de lo que el acuerdo suponía como empeño conseguido en la consolidación de un sistema institucional adaptado a los nuevos tiempos, sensible a las exigencias de un entorno cambiante bajo las premisas ineludibles de la globalización y, sobre todo, destinado a “reforzar la democracia en la Unión Europea y mejorar su capacidad de defender día a día los intereses de los ciudadanos”. Más allá de la grandilocuencia de las palabras que habitualmente acompañan a este tipo de eventos, lo cierto es que, visto con la perspectiva actual, no deja de llamar la atención el ambiente de complacencia dominante en ese momento cuando ya se atisbaban en el horizonte los nubarrones de la crisis financiera, que pronto llevaría a relegar en el fondo de la memoria las satisfacciones momentáneas provocadas por la firma de aquel acuerdo, del que hoy ya casi nadie habla.
Mucho han cambiado las cosas desde entonces, y lo han hecho al compás de las constataciones que han puesto en evidencia la fragilidad del modelo para hacer frente a la crisis financiera que se ceba en la eurozona con niveles de gravedad insólitos y, lo que es más grave, con la sensación de situarnos en una especie de callejón sin salida, que amenaza con poner en entredicho la supervivencia del proyecto comunitario o, cuando menos, el nivel de aceptación y reconocimiento que hasta ahora ha merecido por un sector mayoritario de la ciudadanía. Lo más preocupante, a mi juicio, es la incredulidad que provoca la percepción desasosegada de las numerosas incertidumbres que ennegrecen el futuro.
No es posible sentirse reconfortado cuando se intenta prever por dónde han de transcurrir en este contexto las políticas estructurales que han marcado la trayectoria de la Unión particularmente desde mediados de los ochenta, cuando tuvo lugar el gran avance a favor de la integración y la convergencia entre regiones y territorios, lo que hizo del espacio europeo una referencia única en el mundo, difícil de emular pero de gran atractivo como proyecto integrador supraestatal. Sin embargo, aproximarse siquiera al escenario de posibilidades que hace apenas tres años se percibían con tintes de seguridad y que, merced a ellas, habían logrado aglutinar voluntades, programas y expectativas, lleva a incurrir no tanto en el pesimismo, que conduce a bien poco, como en la impresión de que en estos momentos ninguno de los órganos que estructuran y dan contenido a la toma de decisiones en el ámbito comunitario europeo tiene claro, de seguir así las cosas, el horizonte que nos espera ni goza de la credibilidad necesaria para inspirar la debida confianza.
En este panorama cabe plantearse críticamente la idoneidad de la estrategia adoptada para afrontar la crisis, una vez comprobado que el procedimiento seguido mediante la disciplina impuesta por la responsable del gobierno alemán, secundada con convicción variable por el presidente francés, corre el riesgo, como se ha señalado en muchos foros internacionales, de arrumbar con el proceso de construcción europea. La reiteración periódica de las advertencias, sumisamente atendidas por los gobernantes periféricos y promulgadas como soluciones taumatúrgicas, no proporciona los resultados perseguidos, obligando a reformularlas de nuevo tras haber quedado las anteriores desmentidas por los testimonios de una realidad incontrolada. Todo parece resolverse en una especie de cadena sin fin que al tiempo que nos hunde en una permanente zozobra lleva necesariamente a plantearse si la Unión Europea será capaz de resolver sus problemas económicos mientras queda afectada por una tendencia declinante del crecimiento, con manifestaciones cada vez más generalizadas de recesión, determinante de un atroz sacrificio social que corre el riesgo, si no ha incurrido ya en él, de anular a la generación que cronológicamente ha coincidido con ella.
Si los argumentos son redundantes a la hora de comprobar, con el suficiente conocimiento de causa, el altísimo coste a que conduce en todos los sentidos el modo de gestión de la crisis, en virtud de las numerosas incertidumbres creadas, de la indefensión ante los movimientos especulativos y del riesgo de desestructuración del espacio único, parece obvia la necesidad de someter a reflexión la consistencia del proyecto acometido así como la capacidad de los instrumentos disponibles para poner fin al modelo de gestión unidireccionalmente impuesto hasta ahora, impulsar un verdadero gobierno económico, regular eficazmente los mercados financieros europeos e internacionales, neutralizar la dictadura de las agencias de calificación y asegurar que la recuperación sea viable a un plazo que permita recuperar las confianzas deterioradas.
¿Cómo entender la lógica de funcionamiento del Banco Central Europeo, incapaz de subvenir a las necesidades de los Estados miembros para controlar la dinámica especulativa que condiciona permanentemente su capacidad de reacción? ¿Porqué no plantearse, como ha hecho Japón, la renacionalización de los créditos y aprovechar la ocasión para crear en los Estados una banca pública al servicio de los intereses generales? Y, por supuesto, ¿no parece ya llegado el momento de hacer uso de la tasa sobre las transacciones financieras, que haría posible, amén de contribuir a la solidaridad internacional, reducir los déficits y ayudar a la financiación de la deuda, para que esta deje de ser ese dogal asfixiante que impide impulsar la creación de riqueza y salir de esa depauperación del mercado laboral en que irremisiblemente los gestores de la crisis han relegado a un sector creciente de la sociedad?