El Norte de Castilla, 26 de abril de 2012
Comienzo a escribir
estas líneas motivado por el recuerdo de personas amigas que han dedicado lo
mejor de sus vidas al empeño de mejorar la situación de los pueblos
empobrecidos de la Tierra. Me vienen a la memoria el nombre de Catalina Montes,
cuyo legado en El Salvador nunca será suficientemente valorado; el de Nicolás
Castellanos, que en Santa Cruz de la Sierra (Bolivia) ha dejado una huella que
rebasa lo inimaginable; el de Borja Santos, colaborador de este diario, y que,
antes en Ecuador y ahora en Etiopía, no ha hecho sino contribuir a la mejora de
las condiciones de vida de personas que viven en circunstancias imposibles; y
me acuerdo, en fin, de mis compañeros de la Fundación para el Desarrollo del
Municipio Centroamericano, en San José (Costa Rica), estudiosos infatigables de
los problemas a que se enfrenta el municipio en Estados sumidos en la
disgregación y la impotencia. Mundo difícil este de la ayuda al desarrollo,
abierto al sinfín de dificultades y contradicciones a que conducen la
desigualdad, la pobreza, la miseria, el hambre, la corrupción y la explotación
del ser humano. Mundo henchido de problemas. Nuestro mundo, sin embargo.
Optimista y prometedor, impregnado por un discurso
que enfatizaba sobre el “fin de la Historia” y sobre “el fin de los
territorios”, al entender que ya no habría fricciones determinadas por el
tiempo y el espacio, el siglo XXI abrió sus calendarios con un llamamiento a la
esperanza, que se prometía venturosa.
Representantes de 189 países, entre ellos 147 jefes de Estado – todo el
planeta, en fin – la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la
archiconocida como Declaración de los Objetivos del Milenio. Integraba ocho
grandes propósitos, concebidos con el fin de afrontar sin más dilación los
principales problemas que aquejaban a la humanidad (salud, alimentación,
enseñanza, situación de la mujer, etc.), asumidos como un gran compromiso
mundial, como una vigorosa demostración de solidaridad en la que debieran verse
implicados cuantos pudieran ayudar en esa dirección, conscientes además de que,
en el escenario de confianza propiciado por la globalización, no parecía
aventurado marcar el horizonte de 2015 como el momento en el que los retos
existentes estuvieran definitivamente afrontados e incluso corregidos.
A la vista de lo sucedido, todo parece indicar que
los primeros diez años del siglo XXI han sido en el tema que nos ocupa, como en
otros muchos, una década frustrada. Los avances experimentados no cuestionan la
magnitud creciente de los problemas irresueltos, que se perpetúan a través de manifestaciones elocuentes de
que hasta qué punto el desarrollo constituye una meta inalcanzable para una
gran mayoría de los seres humanos. Sin duda en todo este tiempo el mundo se ha
hecho más complejo, a medida que la mundialización de la economía ha traído
consigo una modificación significativa en la estructuración espacial de los
modelos de crecimiento, a medida que el fortalecimiento de países en otro
tiempo considerados “periféricos” (China y Brasil, fundamentalmente) contribuye
a redefinir los límites que marcan la concentración de la riqueza, acelerada
por la extraordinaria intensidad de los movimientos financieros de carácter
especulativo, en un proceso simultáneo a la acentuación y agravamiento de las
desigualdades. Dicho de otro modo, si la globalización ha modificado las fronteras, antaño estrictas, del desarrollo es evidente que
al tiempo agudiza la dimensión de los contrastes en el seno de las sociedades y
resalta aún más la entidad espacial y demográfica de la pobreza, generalizada en todo tipo de escenarios.
En este contexto, el panorama de la solidaridad
internacional se enfrenta a una situación crítica, en la que confluyen dos
factores, casi coincidentes en el tiempo. De un lado, se asiste a una corriente
revisionista que pone en entredicho la utilidad, al considerarla inefectiva, de
la ayuda oficial al desarrollo o, más matizadamente, cuestiona los procedimientos
utilizados en la gestión y evaluación de determinados proyectos. Y, de otro, no
hay que ignorar el incuestionable impacto que de inmediato ha de tener la
drástica disminución aplicada a los fondos solidarios. Mientras observamos cómo
se aleja, en los países que pretendían aproximarse a él, el objetivo de situar
en el 0’7% del PIB el volumen de las ayudas orientadas a este fin, los ajustes provocados por la crisis
financiera en el mundo desarrollado hacen mella profunda en uno de los
capítulos que se consideran más prescindibles del presupuesto. Pocos han
levantado la voz contra el fortísimo recorte sufrido en España por las
transferencias a la AECID y por las cantidades asignadas al Fondo para la
Promoción del Desarrollo, víctimas de
la impresionante reducción aplicada al Ministerio de Asuntos Exteriores y
Cooperación que, con un 54,4% menos, se singulariza por el hecho de ser el más
afectado por el desmoche presupuestario.
Todo parece indicar que estamos asistiendo a una
nueva etapa en la trayectoria de la solidaridad internacional, que pocos creen
que pueda limitarse a un mero paréntesis, a expensas de una recuperación que
aún no se atisba en el horizonte. De ahí que prevalezca esa visión restrictiva
que, inducida por los mayores controles aplicados a la selección y gestión de
los proyectos y sobre todo por la retracción que la crisis ocasiona, aboca a un
escenario en el que, por paradójico que parezca, la globalización de la
economía que, a comienzos de siglo, presagiaba un clima de confianza a favor de
una mayor justicia en la distribución de la riqueza se ha saldado, a la postre,
con el afianzamiento de las posiciones defensoras del “sálvese quien pueda”.
Entonces ¿quién hablará ya de los Objetivos del Milenio?