El Norte de Castilla, 9 de marzo de 2012
Cuando a finales de 2007 se firmó en Lisboa el Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea, no era fácil encontrar en el ambiente mediático y político de la época declaraciones que empañaran lo que se concebía como la culminación de un ambicioso proyecto. Abundaban los comentarios a favor de lo que el acuerdo suponía como empeño conseguido en la consolidación de un sistema institucional adaptado a los nuevos tiempos, sensible a las exigencias de un entorno cambiante bajo las premisas ineludibles de la globalización y, sobre todo, destinado a “reforzar la democracia en la Unión Europea y mejorar su capacidad de defender día a día los intereses de los ciudadanos”. Más allá de la grandilocuencia de las palabras que habitualmente acompañan a este tipo de eventos, lo cierto es que, visto con la perspectiva actual, no deja de llamar la atención el ambiente de complacencia dominante en ese momento cuando ya se atisbaban en el horizonte los nubarrones de la crisis financiera, que pronto llevaría a relegar en el fondo de la memoria las satisfacciones momentáneas provocadas por la firma de aquel acuerdo, del que hoy ya casi nadie habla.
Mucho han cambiado las cosas desde entonces, y lo han hecho al compás de las constataciones que han puesto en evidencia la fragilidad del modelo para hacer frente a la crisis financiera que se ceba en la eurozona con niveles de gravedad insólitos y, lo que es más grave, con la sensación de situarnos en una especie de callejón sin salida, que amenaza con poner en entredicho la supervivencia del proyecto comunitario o, cuando menos, el nivel de aceptación y reconocimiento que hasta ahora ha merecido por un sector mayoritario de la ciudadanía. Lo más preocupante, a mi juicio, es la incredulidad que provoca la percepción desasosegada de las numerosas incertidumbres que ennegrecen el futuro.
No es posible sentirse reconfortado cuando se intenta prever por dónde han de transcurrir en este contexto las políticas estructurales que han marcado la trayectoria de la Unión particularmente desde mediados de los ochenta, cuando tuvo lugar el gran avance a favor de la integración y la convergencia entre regiones y territorios, lo que hizo del espacio europeo una referencia única en el mundo, difícil de emular pero de gran atractivo como proyecto integrador supraestatal. Sin embargo, aproximarse siquiera al escenario de posibilidades que hace apenas tres años se percibían con tintes de seguridad y que, merced a ellas, habían logrado aglutinar voluntades, programas y expectativas, lleva a incurrir no tanto en el pesimismo, que conduce a bien poco, como en la impresión de que en estos momentos ninguno de los órganos que estructuran y dan contenido a la toma de decisiones en el ámbito comunitario europeo tiene claro, de seguir así las cosas, el horizonte que nos espera ni goza de la credibilidad necesaria para inspirar la debida confianza.
En este panorama cabe plantearse críticamente la idoneidad de la estrategia adoptada para afrontar la crisis, una vez comprobado que el procedimiento seguido mediante la disciplina impuesta por la responsable del gobierno alemán, secundada con convicción variable por el presidente francés, corre el riesgo, como se ha señalado en muchos foros internacionales, de arrumbar con el proceso de construcción europea. La reiteración periódica de las advertencias, sumisamente atendidas por los gobernantes periféricos y promulgadas como soluciones taumatúrgicas, no proporciona los resultados perseguidos, obligando a reformularlas de nuevo tras haber quedado las anteriores desmentidas por los testimonios de una realidad incontrolada. Todo parece resolverse en una especie de cadena sin fin que al tiempo que nos hunde en una permanente zozobra lleva necesariamente a plantearse si la Unión Europea será capaz de resolver sus problemas económicos mientras queda afectada por una tendencia declinante del crecimiento, con manifestaciones cada vez más generalizadas de recesión, determinante de un atroz sacrificio social que corre el riesgo, si no ha incurrido ya en él, de anular a la generación que cronológicamente ha coincidido con ella.
Si los argumentos son redundantes a la hora de comprobar, con el suficiente conocimiento de causa, el altísimo coste a que conduce en todos los sentidos el modo de gestión de la crisis, en virtud de las numerosas incertidumbres creadas, de la indefensión ante los movimientos especulativos y del riesgo de desestructuración del espacio único, parece obvia la necesidad de someter a reflexión la consistencia del proyecto acometido así como la capacidad de los instrumentos disponibles para poner fin al modelo de gestión unidireccionalmente impuesto hasta ahora, impulsar un verdadero gobierno económico, regular eficazmente los mercados financieros europeos e internacionales, neutralizar la dictadura de las agencias de calificación y asegurar que la recuperación sea viable a un plazo que permita recuperar las confianzas deterioradas.
¿Cómo entender la lógica de funcionamiento del Banco Central Europeo, incapaz de subvenir a las necesidades de los Estados miembros para controlar la dinámica especulativa que condiciona permanentemente su capacidad de reacción? ¿Porqué no plantearse, como ha hecho Japón, la renacionalización de los créditos y aprovechar la ocasión para crear en los Estados una banca pública al servicio de los intereses generales? Y, por supuesto, ¿no parece ya llegado el momento de hacer uso de la tasa sobre las transacciones financieras, que haría posible, amén de contribuir a la solidaridad internacional, reducir los déficits y ayudar a la financiación de la deuda, para que esta deje de ser ese dogal asfixiante que impide impulsar la creación de riqueza y salir de esa depauperación del mercado laboral en que irremisiblemente los gestores de la crisis han relegado a un sector creciente de la sociedad?