19 de septiembre de 2019

En torno a la capitalidad regional



El Mundo-Diario de Valladolid, 19 septiembre 2019





En 2016 asistí en la ciudad de Toulouse, designada capital de la región de Languedoc-Rousillon-Midi Pyrenées en lugar de Montpellier, a un interesante debate sobre la reforma regional que entonces se estaba llevando a cabo en Francia. Se trataba de reestructurar el proceso de regionalización que el país había emprendido en 1982 con la creación de 22 regiones y que, tras la reforma de 2015, quedó finalmente fijado en trece. Una de las cuestiones esenciales de la reforma consistía en identificar las ciudades que habrían de desempeñar en cada región el papel de capital administrativa. Adoptada por el gobierno central, la decisión fue, en principio, objeto de fuertes controversias, suscitadas en un ambiente multidisciplinar en el que los diferentes enfoques aparecían complementados a la búsqueda de argumentos justificativos que, a la postre, condujesen a pensar que la elección podía ser la más idónea, convincente y eficaz de cara al futuro. Las reflexiones, sólidamente apuntaladas por las explicaciones de los servicios técnicos del Gobierno francés en colaboración con los Consejos Regionales, se centraron en una idea primordial,  basada en la importancia de la escala y de la centralidad geográfica como criterios justificativos de una posición destacada en la jerarquía urbana, que no hacía sino ratificar una realidad incuestionable.  Se pretendía asumir operativamente, y con la mirada puesta en lo que pudiera ser más favorable para el conjunto de la región, las ventajas potenciales que en un contexto de movilidad creciente, favorece la situación geográficamente más lógica, lo que no debe implicar una pérdida de vitalidad o la minoración de las posibilidades de desarrollo del conjunto de la trama urbana que vertebra el espacio regional.


            A partir de esta experiencia, enriquecida con la que al tiempo aportan los Lander alemanes, opino que los recelos a la aceptación de Valladolid como capital de la Comunidad Autónoma pertenecen a una etapa y a unos debates definitivamente superados, que han de poner término a las sorprendentes simplificaciones con que a menudo se interpreta. Después de casi cuatro décadas de singladura autonómica, el sentido común aconseja asumir los hechos consolidados y orientar las preocupaciones y la gestión en la dirección que en mayor medida permita cohesionar los afanes y los objetivos del conjunto de la sociedad. En mi opinión, las reflexiones deberían dar respuesta en estos momentos a dos cuestiones fundamentales, relacionadas entre sí.  En primer lugar, y como expresión de un proyecto regionalmente compartido, conviene aclarar, entender y profundizar en el reconocimiento del papel que Castilla y León ha de desempeñar en la España actual y en el contexto de las transformaciones que se vislumbran en la reconfiguracion de la Unión Europea. En este proceso, todos los elementos que integran las estructuras territoriales de la Comunidad Autónoma tienen mucho que decir a la hora de contribuir al fortalecimiento de su capacidad comparativa y competitiva en ambos contextos.  


            Y, por otro lado, pertinente y aconsejable resulta recuperar y dar cumplimiento a los objetivos que han orientado, hasta ahora limitados a su mera formulación teórica, la política de ordenación del territorio. El tema reviste una notable trascendencia. Por su dimensión superficial, por su relevante situación estratégica en el suroeste de Europa, por la particular configuración de su poblamiento, y por sus rasgos ecológicos, histórico-artísticos, económicos y sociodemográficos, Castilla y León es una región singular en el conjunto de la Unión Europa. Son numerosas las ocasiones en las que estos rasgos estructurales han sido considerados como un tema de interés científico al tratarse de un escenario repleto de desafíos para la experimentación de políticas públicas efectivas, debidamente adaptadas a las particularidades del espacio geográfico. Sorprende, sin embargo, que, aunque elaborada mediante dos leyes (1998 y 2013), merecedoras, a mi juicio, de una valoración positiva, la plataforma jurídica en la que han de apoyarse se encuentre aún inédita o, peor aún, políticamente postergada sin horizonte de cumplimiento claramente definido. Los instrumentos y las figuras en ellas contemplados – en especial las que inciden en las posibilidades asociadas al buen funcionamiento de la cooperación intermunicipal - merecen ser tenidos en cuenta y ser aplicados sobre la base de un compromiso político en el que todas las opciones representativas se vean involucradas y decididamente resueltas a satisfacer los objetivos que las propias leyes destacan de acuerdo con los niveles de prioridad que las estrategias de desarrollo y el tratamiento de los problemas requieren. No en vano una buena política de ordenación del territorio, que implica también su modernización, permite abordar los temas desde una perspectiva integrada, equitativa y reequilibradora a la par que neutraliza esa tendencia a la fragmentación con la que es imposible dar salida a las aspiraciones comunes y hacer frente a los cruciales retos que se avecinan.


            Defiendo la idea de  que afrontar este compromiso acabará diluyendo las discrepancias durante tanto tiempo mantenidas en torno al tema tensionado que nos ocupa. De ahí que resolver en este escenario el reconocimiento explícito de la ciudad de Valladolid como sede de la capital regional significa no solo dar cumplimiento a lo previsto en el art. 3.1 del Estatuto de Autonomía, poniendo fin a una omisión insólita en España, sino también, y lo que es más importante, normalizar en el ánimo de la sociedad castellana y leonesa una realidad “de iure” plenamente compatible con el despliegue de las capacidades de desarrollo inherentes al conjunto de las unidades territoriales que, en el mundo urbano y rural, integran la Comunidad autónoma, y que habrán de fortalecer, con visión de futuro y acreditando la complementariedad de sus diversidades, esa apropiación perceptiva y práctica del hecho regional que tanto se echa de menos.

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