El Norte de Castilla, 15 de julio de 2019
Por más que le incomode, el ciudadano no puede permanecer ajeno
al contexto político en el que se desenvuelve. Hay que partir de esta obviedad para justificar la
responsabilidad que le compete a la hora de enjuiciar cuanto sucede a su
alrededor como manifestación expresa de las actuaciones y las decisiones
adoptadas por quienes le representan. No es necesario dedicarse a la política
para hacer política, toda vez que la
política nos pertenece y compromete aunque no nos demos cuenta. Cuando, por
fortuna, y como es nuestro caso, vivimos en una democracia consolidada, los
cauces que, particular o colectivamente, orientan las opiniones de la
ciudadanía cobran una especial trascendencia cuando centran su atención en la
valoración de los comportamientos protagonizados por los que desempeñan tareas
de poder libremente asumidas como demostración de la confianza que la sociedad les presta con la estricta finalidad de
atender sus necesidades y afrontar los problemas que le afectan. Se trata de
una especie de contrato en el que, en aras de la deseable calidad de la
democracia, ambas partes ostentan sus respectivas cuotas de responsabilidad
durante un tiempo a cuyo término se somete de nuevo a la voluntad popular el
mantenimiento o no de dicha confianza.
Aceptada como
una realidad que a todos concierne, parece razonable suscitar la reflexión en
torno a las causas que justifican esa tendencia, reiteradamente reflejada por
las encuestas de opinión, a la desafección o a la pérdida de confianza hacia cuantos
forman parte de ese conjunto identificado, con cierta connotación peyorativa,
como la “clase política”. No deja de llamar la atención el hecho de que esas reacciones
se planteen cuando son tantas las advertencias y enseñanzas con sentido
corrector legadas por la historia reciente de nuestro país. Con la perspectiva acumulada
desde la época de la transición, la memoria abunda en testimonios contundentes
sobre la diferencia que separa las buenas prácticas de las que, por el
contrario, resultan repudiables. Lo que sorprende es que, pese a las
actuaciones penalizadas por la justicia, a las lecciones extraídas de la
crisis, a las descalificaciones recibidas de forma explícita desde la opinión
pública o al rechazo de que hayan podido ser objeto desde el punto de vista
electoral, muchas de estas modalidades negativas de comportamiento siguen
persistiendo, hasta el punto de que muestran un nivel de arraigo en el panorama
político que está muy lejos de haberse desvanecido. Aunque conviene
evitar el riesgo de generalización, pues en un conjunto tan dispar es justo
reconocer la existencia de políticos con admirables trayectorias e inequívoca
honestidad, la observación del panorama global pone al descubierto el efecto demoledor asociado
fundamentalmente a tres pautas habituales de comportamiento con reconocido
impacto en esa visión descalificadora de la política, entendida, lo que es muy
grave y preocupante, en un sentido global.
En primer lugar, cabe aludir a la infrecuencia, cuando no excepcionalidad, que ofrecen las posiciones que hacen de la autocrítica, sincera y abierta, una herramienta correctora de los errores cometidos. Si sabemos que el error, la equivocación, el desacierto son hechos consustanciales a la acción humana, no se comprende la resistencia a asumirlos como algo susceptible de reconocimiento con vistas a su rectificación. Decidir no es tarea sencilla, máxime cuando se plantea como resultado de un análisis previo a partir de opciones múltiples, con frecuencia incluso contradictorias, que llevan a la toma de decisiones no siempre coherentes con los objetivos programáticos en los que se basa el apoyo recibido. Cuando eso ocurre, al ciudadano le cuesta entender los motivos que inducen a la contradicción, lo que contribuye a agravar el recelo provocado si además el rumbo emprendido no se explica con la transparencia debida. Es entonces cuando el planteamiento autocrítico ennoblece a quien lo realiza, en la medida en que pone al descubierto la calidad del personaje y la dimensión humanizada de su forma de actuar en un ámbito socialmente tan sensible.
En primer lugar, cabe aludir a la infrecuencia, cuando no excepcionalidad, que ofrecen las posiciones que hacen de la autocrítica, sincera y abierta, una herramienta correctora de los errores cometidos. Si sabemos que el error, la equivocación, el desacierto son hechos consustanciales a la acción humana, no se comprende la resistencia a asumirlos como algo susceptible de reconocimiento con vistas a su rectificación. Decidir no es tarea sencilla, máxime cuando se plantea como resultado de un análisis previo a partir de opciones múltiples, con frecuencia incluso contradictorias, que llevan a la toma de decisiones no siempre coherentes con los objetivos programáticos en los que se basa el apoyo recibido. Cuando eso ocurre, al ciudadano le cuesta entender los motivos que inducen a la contradicción, lo que contribuye a agravar el recelo provocado si además el rumbo emprendido no se explica con la transparencia debida. Es entonces cuando el planteamiento autocrítico ennoblece a quien lo realiza, en la medida en que pone al descubierto la calidad del personaje y la dimensión humanizada de su forma de actuar en un ámbito socialmente tan sensible.
Por otro lado, son
insistentes y justificadas las voces que abundan a favor de que la política sea
ejercida como una tarea cimentada en la ejemplaridad pública. Las consideraciones
realizadas en torno a este concepto por Javier Gomá precisan bien la
importancia de su aplicación en el terreno de las prácticas relacionadas tanto
con la utilización de los recursos públicos, concebidos como un bien colectivo
que debe ser preservado y gestionado al servicio de la sociedad, como en
función de los propios hábitos de conducta, obligadamente referenciales para
una sociedad que debe contemplar a sus políticos ajustados a los cánones de
dignidad inherentes a la labor que desempeñan y para la que se les elige.
Y, finalmente, también
contribuye a este desapego la tendencia a adoptar decisiones cruciales con un enfoque
en el que se entremezclan el oportunismo con el corto plazo, al margen de una
estimación rigurosamente evaluada de sus costes y de sus efectos en el tiempo.
El hecho de que la prospectiva brille a menudo por su ausencia como criterio
determinante de la medida llevada a cabo justifica el panorama de dislates y
corrupciones cometidos en nuestro suelo desde el punto de vista territorial. No
deja de ser la fiel expresión del arraigo que aún posee ese horizonte de
pragmatismo personalista que con demasiada asiduidad ha derivado en el despilfarro y en la
desatención a ese conjunto de problemas todavía irresueltos, que Roberto
Velasco ha identificado acertadamente en el libro que dedica a las numerosas “fisuras del bienestar en
España” (Catarata, 2019), y que marcan el sentido de las prioridades realmente
beneficiosas para nuestra sociedad.
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