13 de diciembre de 2020

Miguel Delibes:De la sensibilidad por el mundo rural a la defensa del paisaje y la protección de la Naturaleza

 

Cuando se profundiza en el conocimiento de la obra literaria de Miguel Delibes, el observador se percata de que cuanto ha escrito constituye una réplica sabia y contundente a la visión estereotipada del concepto de la llamada “España vacía” – entendida como acepción aplicada a un espacio desertizado, cuando en puridad no lo está - en la que parecen haberse sumergido quienes de pronto han descubierto una realidad territorial y demográfica en la que solo unos pocos habían reparado mucho antes con el suficiente y acreditado conocimiento de causa y de las numerosas particularidades que encierra.  

El escritor vallisoletano siempre estuvo entre éstos, consciente de que la realidad es mucho más compleja de lo que a simple vista parece. Como tal se mostró coherente con una sensibilidad asentada en el espacio castellano, sobre el que labró y al que dedicó la mayor parte de su acervo creativo. Adentrarse en él ayuda a comprender hasta qué punto el conocimiento del mundo rural – ámbito prevalente de su obra, por más que se extienda también a otros temas y escenarios -  rehúye, desde el sólido estudio empírico de la realidad que le interesa describir, las simplificaciones y los argumentos basados en las intuiciones construidas meramente desde la lejanía urbana o la oportunidad del momento.

            De ahí emana esa capacidad para desentrañar los hechos y las circunstancias más relevantes de las realidades espaciales seleccionadas cuando, desde la humildad y el propósito de aceptarlas como son, el autor toma contacto con ellas sin prejuicio alguno y consciente de lo mucho que, merced a esta actitud abierta, puede aprender con el fin de darlas a conocer literariamente. Revela de ese modo un afán constante por observar, aprender y proyectar cuanto percibe o intuye, pues no otros son los objetivos perseguidos, debidamente coadunados. En el fondo, late en su ánimo no sólo la intención de plasmarlo por escrito sino, ante todo, de transmitirlo de la manera más fidedigna posible con destino a una sociedad que tal vez haya perdido, según él, la conciencia de lo que sucede en un mundo hacia el que detecta una preocupación cada vez más debilitada, cuando no se carece de ella.  Si en torno a esta idea básica gravita la parte sustancial de las experiencias analizadas y descritas por el autor, pretendo plantear en estas líneas una somera reflexión centrada en los tres aspectos que, a modo de muestra representativa y desde la óptica del geógrafo que me corresponde ejercer, avalan algunas de las más relevantes aportaciones extraídas, en mi opinión, de su obra.

            - Sorprende, en primer lugar, la profundidad, repleta de matices, con la que aborda las relaciones entre el ser humano y el entorno en el que su vida se organiza y desenvuelve. La simbiosis entre ambos elementos marca interesantes pautas interpretativas que ayudan a comprender la complejidad de los vínculos que se establecen entre la sociedad y el espacio, y que no pueden ser captadas al margen de una experiencia vital regida por pautas de relación armoniosa y equilibrada con la Naturaleza. Para Delibes el ámbito en el que esta situación se alcanza esencialmente es el espacio de la ruralidad, donde transcurren algunas de sus narraciones más celebradas. No en vano, la figura del campesino, sujeto fundamental de su obra, se identifica – tal y como destaca en Castilla, lo castellano y los castellanos (1979), con el que hecho de que “su vida y su razón de ser es la tierra, trabajar la tierra, sudar la tierra, morir sobre la tierra y, al final, ser cubierto amorosamente por ella”, pues, “la tierra forma parte de sí mismo”, insiste con reiteración.  Abundan los textos en los que conjuga un buen conocimiento del medio, de las actividades de que es objeto y de la psicología de los personajes. Y es que el ser humano, ratificado en su individualidad y sin perder la perspectiva del contexto social e histórico en que se inscribe, ocupa el centro de la escena que desea ofrecer o, lo que es lo mismo, el núcleo primordial de su universo paisajístico. 

Basta detenerse con detenimiento, y a modo de ejemplo, en las descripciones que traban Diario de un cazador (1955) para deleitarse con el sinfín de detalles característicos de la actividad más enraizada en las formas de aprovechamiento de los recursos naturales como es la caza. Bien es verdad que esta consideración del soporte físico como elemento indisociable de la vida humana, y que suele ser objeto de un tratamiento pormenorizado, no parte de una visión idílica, sino impregnada de una gran dosis de realismo y sinceridad, que generalmente conduce a su presentación literaria como un mundo hostil, marcado por las dificultades y las privaciones que hacen mella en las condiciones de vida y en las formas en que son experimentadas. Las palabras utilizadas por el Nini en Las ratas (1962) son de una expresividad impresionante, propias de quien es consciente de la dureza de cuanto le rodea a la vez que se siente fascinado por los rasgos y las estrecheces de esa misma realidad. Es algo que no debe sorprender cuando, como resalta en Castilla, lo castellano…, el carácter del castellano, que sorprendentemente atribuye a unadesconfianza apuntalada por razones climáticas” y “antes de serlo, antes de existir Castilla como tal Castilla, sea, desde su origen, austero, laborioso y tenaz” o, lo que es peor, “un hombre insatisfecho, receloso, que vive en perpetua zozobra”.

            - Por otro lado, y en estrecha simbiosis intelectual con lo señalado, cabría subrayar la valiosa contribución realizada por Delibes al conocimiento de los paisajes y de algunos de los componentes esenciales del legado cultural que lo avalan. En su obra aparecen, en efecto, bien captadas y tratadas las particularidades de la realidad paisajística que sirve de encuadre preciso a las experiencias noveladas. Por lo que respecta a la forma de diseccionar el ámbito de la vida campesina, son memorables las descripciones que realiza del ámbito de la llanura, matizando sobremanera la visión tópica tan reiterada por los autores del noventayocho. No en vano, el propio Delibes insistió en alguna ocasión en la necesidad de “desnoventayochizar” el campo castellano. Frente a la simplificación de que por autores conspicuos ha sido objeto ese tipo de espacio, se impone la descripción sin paliativos ni edulcoramientos. No tiene reparo en poner al descubierto un medio natural poco complaciente cuando se detiene en el paisaje de las llanuras. Si, como hace en Viejas historias de Castilla la Vieja (1964), habla de “la agónica, amarillez del desierto”, tampoco tiene reparos en identificar las superficies de páramo “como una inmensidad desolada”, de modo que “el día que en el cielo hay nubes, la tierra parece el cielo y el cielo la tierra, tan desamueblado e inhóspito es “. 

Es una percepción que mantiene arraigada en la memoria, pues “cuando yo era un chaval, el páramo no tenía principio ni fin, ni había hitos en él ni jalones de referencia. Era una cosa tan ardua y abierta que solo de mirarle se fatigaban los ojos”. A veces lo trata además como un escenario climáticamente hostil: “el valle en rigor no daba sino dos estaciones: invierno y verano, y ambas eran extremosas, agrias, casi despiadadas” (Siestas con viento sur, 1957).  Sin embargo, la dureza de la visión que le inspiran las llanuras, asociadas a la disposición de los valles, las campiñas y los páramos de la cuenca sedimentaria, y en las que no pierde la curiosidad que le suscitan cambios puntuales de la geología (“las piedras negras”) o la topografía (“la Mesa de los Muertos”), contrasta con la más gratificante y admirativa que la montaña le aporta. “Soy un gran amante del paisaje de la Montaña”, confiesa a César Alonso de los Ríos en una de las conversaciones recogidas en Soy un hombre de fidelidades (2010). Sin escatimar la crítica aplicada a los espacios montanos, que tanto valor le ofrecen como experiencia vital, diríase que Delibes siente fascinación por ellos: “A lo lejos por todas partes – apunta en El camino (1950) - las montañas, que según la estación y el clima alternaban su contextura pasando de una extraña ingravidez vegetal a una solidez densa, mineral y plomiza en los días oscuros. Las inmensas montañas con sus recias crestas recortadas sobre el horizonte imbuían a Moñigo una irritante impresión de insignificancia”. Asume así Delibes la dualidad característica del relieve de la región, tal vez matizada por la trascendencia que en todos los sentidos asigna a su borde montañoso más apetecido: el tramo castellano de la Cordillera Cantábrica, en el sector de las Montañas de Burgos que tanto nos han atraído a los geógrafos y que así las hemos definido y estudiado. Conviene subrayar que la gran atención prestada a los paisajes tiene el mérito de incorporar un valor adicional para su mejor comprensión y más atinada descripción. 

Sobresale con fuerza la importancia otorgada del lenguaje, el rescate de la palabra perdida o en desuso: he ahí otra de las grandes contribuciones a la dignificación cultural de los espacios que tantas motivaciones le procuraron.   Y lo hizo al dejar bien claro que “el camino es mi camino y lo que tengo que hacer es escribir como hablo, con pocos adornos”. De ahí su empeño, felizmente logrado, de crear un estilo propio, en el que ocupan un lugar destacado las palabras insertas en la descripción del territorio, las expresiones vernáculas, el argot ancestral, las denominaciones, los términos desaparecidos o cercanos al olvido que formaban parte del habla empleada en el universo apegado al aprovechamiento de la tierra. Y es que considero que el buen conocimiento del paisaje lleva al descubrimiento del lenguaje que le pertenece. La insistencia en evitar que ese patrimonio léxico quedase desvaído ha cristalizado en una tarea minuciosa, de la que Jorge Urdiales ha dejado constancia bien patente y sistematizada en las 326 palabras incluidas en su Diccionario del castellano rural en la narrativa de Miguel Delibes (2006), y en su posterior Castilla sigue hablando, que ha visto la luz el año conmemorativo del centenario del escritor. Por su parte, Ramón Buckley lo ha aseverado con rotundidad: “rescatar el castellano como lengua – o, si se prefiere, como la variedad dialectal del español que se habla en Castilla – ha sido la gran tarea de Delibes”.  

- No puede entenderse, por último, la congruencia de la obra delibesiana desde la perspectiva que he intentado desarrollar sin hacer alusión a las reflexiones centradas en el cuidado y el respeto que, a su juicio, la Naturaleza merece y necesita. De ello se hará eco en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, cuyo título, S.O.S. El sentido del progreso desde mi obra (1976), resume fielmente en el título las señales de alarma por las preocupantes expectativas que se ciernen sobre un medio físico que tiende a ser “envilecido”, a medida que “el hombre paso a paso ha hecho su paisaje amoldándolo a sus exigencias. Con esto el campo ha seguido siendo campo, pero ha dejado de ser naturaleza.” 

Es la expresión de una convicción no ajena a las advertencias que le suscitaron las reflexiones planteadas en 1968 por el Club de Roma sobre “los límites del crecimiento” así como las conclusiones obtenidas cuatro años después en la Conferencia de Naciones Unidas celebrada en Estocolmo, en la que, como el propio Delibes señala, “por primera vez se acepta que las posibilidades de regeneración del aire, la tierra y el agua no son ilimitadas; por primera vez se acepta la posibilidad de que nuestro mundo se vuelva inhabitable por obra del hombre”. Entendidas en el contexto de su obra, nada tienen de oportunismo ni de interesada adscripción a una corriente de moda. Reflejan, por el contrario, la manifestación inequívoca de una postura sincera, fiel a los retos del momento que le tocó vivir y sólidamente basada en la observación y en el conocimiento de cómo se comportan los procesos naturales, lo que le permitió entender la gravedad de los impactos a que pueden verse sometidos para pronunciarse, frente a ellos, por la defensa del “necesario equilibrio entre el hombre y la naturaleza en el futuro”. 

Son sensibilidades, en fin, que le acompañaron durante toda la vida y de las que, ante la “angustia” que le provoca el porvenir del planeta, dejará valioso testimonio en La tierra herida (2006), una obra curiosa en la que se reafirman sus principios conservacionistas a través de las interesantes conversaciones mantenidas con su hijo Miguel, y que precisamente comienzan con las reflexiones alusivas al cambio climático, que el escritor sustenta con atinado criterio en las llamativas percepciones y sensaciones físicas que obtiene de su propia experiencia personal al observar las contrastadas temperaturas de los veranos vividos en la villa burgalesa de Sedano. Otra manifestación más de las grandes aportaciones de Miguel Delibes a través del valor asignado a la omnipresencia de la Naturaleza.

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