17 de junio de 2009

¿Nos hace la globalización más vulnerables?

El Norte de Castilla, 17 de Junio de 2009

El mundo se ha hecho más pequeño y nosotros hemos agrandado nuestra perspectiva respecto a él. Conseguimos entender la distancia como una variable superada, que en poco condiciona la movilidad a gran escala mientras se afianza en nuestra mente la sensación de que nada de lo que ocurre más allá de nuestras fronteras nos es ajeno. Viajamos a largas distancias y, en apenas unas horas de viaje, lugares geográficamente remotos nos pueden ser tan familiares como las referencias espaciales que habitualmente nos resultan más afines. A medida que esto sucede aumenta en nosotros la sensación de que, controlando la percepción del espacio, los problemas que le aquejan, dada la simultaneidad del tiempo, nos pueden llegar a afectar de una u otra manera sin que podamos evitarlo. Nos hemos hecho inmunes a la distancia. La vecindad en el reconocimiento de los problemas se ha acabado imponiendo sobre la lejanía con que puedan tener lugar. Mc Luhan lo denominó la “aldea global”. Más propiamente cabría entenderlos como expresión del universo de lo inmediato.

Ahora bien, si las posturas ideológicas de cada cual relativizan la sensibilidad mostrada hacia la gravedad de la situación en que se encuentran los más desfavorecidos, generando solidaridades o indiferencias en quienes las sienten como parte o no de su percepción del mundo que les rodea, apenas hay matices entre unos y otros cuando nos damos cuenta de que situaciones críticas distantes en el espacio, que no distintas en la realidad, nos pueden hacer mella en un tiempo que somos incapaces de controlar de antemano. Lo mismo en Nueva York que en Madrid o en Yakarta las reacciones convergen ante un panorama de tragedias, amenazas o incertidumbres.

El impresionante caudal de información de que se dispone ayuda a que eso ocurra. La información es instantánea y, cuando transmite problemas y riesgos globales, lo hace con toda contundencia y con un efecto in crescendo, que no cesa de aumentar la magnitud del hecho hasta hacerlo tan agobiante como insoslayable. La propia noción de catástrofe se ha ido modificando al compás no tanto de sus manifestaciones más traumáticas como de la toma de conciencia de que los factores que las pueden provocar se escapan a los mecanismos habituales de control, lo que lleva a tener la sensación de que, aun no existiendo objetivamente los factores naturales que pudieran ocasionarlas, no se descarta la posibilidad de que ello pudiera ocurrir, al amparo de la visión de proximidad que aporta el conocimiento del hecho con independencia de donde suceda. ç

Hace unos meses la prensa estadounidense se ha hecho eco, algo sorprendente hasta ahora, de la conmoción provocada en la sociedad norteamericana por el terremoto que afectó al centro de Italia, con imágenes sobrecogedoras que han contribuido a la idea de que en Europa también puede suceder tragedias de efectos devastadores. Tragedias de las que tampoco se han visto liberados los Estados Unidos, donde las imágenes de la Nueva Orleáns asolada por el huracán siguen presentes en una sociedad en la que curiosamente son los riesgos los que promueven actitudes de solidaridad con el resto del mundo por encima de las que cupiera atribuir a las sensibilidades con los pobres de la Tierra. Ciertamente vivimos, en suma, en una época en la que la catástrofe, o la idea de poder sufrirla, no deja a casi nadie indiferente.

Y, dentro de las catástrofes, hay tres que con especial acuidad pueden llegar a desestabilizar, ya lo están haciendo, objetiva y subjetivamente, nuestras vidas. Ocurre con las manifestaciones asociadas, directa o indirectamente, a los siniestros de carácter climático en la idea de que pudieran deriva del calentamiento de la Tierra y de sus consecuencias a escala planetaria; está ocurriendo con la crisis económica, que ha convulsionado y puesto totalmente en entredicho la estructura de un modelo de internacionalización del capital apoyado en la especulación y en el descontrol, con gravísimas repercusiones para los trabajadores y las empresas; y ocurre ante todo con el accidente o la enfermedad, sin duda los riesgos que más nos inquietan y aterran. Conmocionados ante los accidentes aéreos, el temor por la pérdida de la salud explica el pánico surgido con la proliferación sorprendente del Ebola, permanentemente aflora cuando se habla del Sida que no cesa, hizo acto de presencia en nuestras pantallas cuando se descubrió el síndrome de Creufeldt-Jakob, el llamado mal de las vacas locas, o nos alarma sobremanera cuando se nos habla de la difusión incontrolada de los virus gripales que, pasando de los animales a las personas, o viceversa, y propensos a mutaciones imprevisibles, nos sitúan en un escenario de indefensión e incertidumbre, que la propia psicosis de alarma se encarga de alentar, incluso irracionalmente, sin dejarnos apenas otra capacidad de respuesta que la de la espera, la resignación o la confianza en que, al fin y con mucha suerte, no llegue a afectarnos.

La globalización y sus secuelas nos han aportado muchas cosas, contradictorias entre sí pero ineludibles en un contexto de mundialización económica e informativa imposible de neutralizar. Mas de lo que no cabe duda es que, en cuanto a la percepción que tenemos del peligro, nos coloca en una posición de gran fragilidad, posiblemente exagerada y no tanto porque a veces podamos desconfiar de los medios capaces de neutralizarlo como por el hecho de que nuestra capacidad psicológica de resistencia se ha ido debilitando a medida que se afianza el convencimiento de que lo que pasa lejos puede ocurrir también cerca, en nuestro entorno más próximo, en cualquier momento y sin que podamos evitarlo.

No hay comentarios: