El Norte de Castilla, 30 de Abril de 2009
A penas una lacónica nota de prensa ha dado cuenta del informe recientemente aprobado por el Parlamento Europeo sobre «el impacto de la urbanización extensiva en España en los derechos individuales de los ciudadanos europeos, el medio ambiente y la aplicación del Derecho comunitario». La referencia ha sido fugaz y, como suele suceder con las noticias incómodas o que no se consideran sustanciales, pronto anulada por la vorágine informativa que obliga a mirar en otras direcciones.
Y, sin embargo, el tema reviste una enorme importancia por razones que no conviene descuidar: es, de un lado, la primera vez que un país de la Unión Europea es descalificado con tanta contundencia sobre la forma de ordenar, mediante el urbanismo, su propio territorio; y supone, de otro, un aldabonazo en la conciencia de los poderes públicos y de la ciudadanía en general, destinatarios de las críticas alusivas a un modelo de crecimiento urbano que lesiona principios y derechos que tienen precisamente en la calidad de vida asociada a la calidad de territorio su punto de referencia fundamental.
No es una denuncia que haya surgido por vez primera. Ya en dos ocasiones anteriores (2005 y 2007) el mismo órgano criticó severamente los abusos de esta naturaleza cometidos en nuestro país con argumentos de los que también se haría eco a finales del 2006 el Relator Especial de Naciones Unidas «sobre Vivienda Adecuada». Destacó datos sorprendentes, al señalar que «la compra de una vivienda residencial sobre plano y su posterior venta antes de la firma de la escritura de propiedad puede generar, en algunos casos, plusvalías de más del 846% en menos de un año», o que «el 26% de los ingresos de los ayuntamientos procede de la especulación urbanística, la cual aporta a las autoridades locales más ingresos que el Gobierno central». «España - concluía el Relator de la ONU - debería reflexionar sobre sus políticas económicas y sociales, de modo que las políticas y leyes que emanen de esta reflexión adopten un enfoque de la vivienda y el suelo basado en los derechos humanos». Este informe pasó desapercibido e ignoro si alguna referencia mereció en los órganos de comunicación social.
Pero la realidad es tozuda y, por más que se intente enmascarar o eludir, acaba aflorando con mensajes aún más aleccionadores, que dicen bien poco de la capacidad de reacción de aquéllos a quienes se dirigen cuando persisten en la misma actitud de indiferencia denunciada. El Parlamento europeo, con observaciones y conclusiones muy duras, aprobadas por la mayoría, ha vuelto a llamar la atención sobre un problema que ha puesto a España en el punto de mira de quienes se preocupan por la defensa de un entorno saludable, sostenible y respetuoso con sus valores ambientales. Incluso llega a hablar de que «en España se ha generado una forma endémica de corrupción», advirtiendo del riesgo de congelación de los fondos comunitarios hasta que no se ponga fin a este tipo de actuaciones. No obstante, los eurodiputados españoles se han mostrado disconformes con el acuerdo de la Eurocámara, mientras el Gobierno lo ha ninguneado. El voto negativo de los pertenecientes al Partido Popular tuvo su correlato en la abstención de los socialistas. Un tema incómodo para ambos, en la medida en que ponía de relieve las vergüenzas domésticas a la par que sacaba a relucir responsabilidades implícitas en las que de forma directa se han visto envueltos representantes de todas las formaciones.
¿Qué está pasando en España cuando se trata de algo tan relevante como la calidad de su patrimonio territorial?. Cabe pensar que la batalla por la defensa de los valores ambientales y de la calidad del territorio está seriamente amenazada. A nadie con responsabilidad en el ámbito de la decisión pública parece importarle gran cosa el tema. Un pacto de silencio domina la escena sobre el particular. El principio del 'todo vale' se ha impuesto como principio al amparo de una justicia que en la mayoría de los casos actúa tarde y con sorprendente tibieza.
Tanto en momentos de expansión económica como de crisis la sensibilidad ambiental brilla por su ausencia. Los desastres cometidos por la urbanización abusiva de que ha sido objeto durante los últimos diez años todo el espacio susceptible de ofrecer pingües beneficios a quienes pudieran beneficiarse de ello no van a la zaga de las tolerancia concedida a cuantos en un contexto recesivo puedan encontrar en el pillaje de los valores ambientales el pretexto para justificar demagógicamente que ante todo priman el empleo y la riqueza que con ello se genera. Invocan un argumento que, en verdad, no resiste la mínima crítica: el empleo logrado siempre es precario y fugaz y, por lo que respecta a la riqueza, sólo su magnitud es perceptible en quienes a la postre engrosan sus patrimonios sin escrúpulo alguno.
Tal es la lógica que ha regido para la mayoría de los ciudadanos el crecimiento urbanístico en España ante la permisividad de quienes tenían el deber de controlarlo. Algún día habrá que inventariar los casos de corrupción que en nuestro país se han fraguado en torno a la construcción inmobiliaria. Mucho me temo que no se haga, pues, si se hace, el escándalo superaría las previsiones más pesimistas. Hay que ser beligerante con este tema porque creo que, más allá de la corrupción que pueda emponzoñar la imagen de los implicados en las malas prácticas urbanísticas, en el fondo acaba minando los cimientos morales de la sociedad, adultera su jerarquía de valores, enaltece la primacía del desaprensivo y supone una perversión de la democracia cuando se respaldan electoralmente comportamientos delictivos, que lo entienden como una demostración de su impunidad ante la ley.
Tal es la lógica que ha regido para la mayoría de los ciudadanos el crecimiento urbanístico en España ante la permisividad de quienes tenían el deber de controlarlo. Algún día habrá que inventariar los casos de corrupción que en nuestro país se han fraguado en torno a la construcción inmobiliaria. Mucho me temo que no se haga, pues, si se hace, el escándalo superaría las previsiones más pesimistas. Hay que ser beligerante con este tema porque creo que, más allá de la corrupción que pueda emponzoñar la imagen de los implicados en las malas prácticas urbanísticas, en el fondo acaba minando los cimientos morales de la sociedad, adultera su jerarquía de valores, enaltece la primacía del desaprensivo y supone una perversión de la democracia cuando se respaldan electoralmente comportamientos delictivos, que lo entienden como una demostración de su impunidad ante la ley.
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