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El Norte de Castilla, 21 de Febrero de 1998
Confío en que Buero Vallejo no habría puesto objeciones a la utilización del título de una de sus obras más celebradas para encabezar la reflexión sobre el reciente homenaje que la Universidad de Valladolid acaba de ofrecer a Millán Santos Ballesteros, una de las figuras más relevantes del Valladolid contemporáneo, aunque su impronta haya rebasado con creces el horizonte de nuestra ciudad. Con el acto celebrado en su marco más emblemático, la institución universitaria ha sabido poner de manifiesto la sinceridad de sus vínculos con la realidad social que la rodea. Ha reconocido también hasta qué punto las iniciativas que tienen que ver con la formación y la cultura no se limitan sólo a las celebradas dentro de los límites de su propio recinto sino que a la par cobran en él dimensión y fuerza las que de forma aislada o en grupo surgen de la sociedad y se proyectan en el entorno, lo vivifican, lo enriquecen y lo dan ese valor añadido que sólo puede provenir de una labor hecha a conciencia, con la sensibilidad y con el tesón de quienes, con la mirada puesta en unas metas tenazmente defendidas, saben sobreponerse a los sinsabores y desalientos que una labor así realizada, a menudo en la soledad del corredor de fondo, suele llevar consigo.
Millán Santos personifica todas esas cualidades y sin lugar a dudas simboliza como pocos lo que toda una vida de dedicación puede dar de sí cuando se es consciente del mundo en el que se vive y de la alta dosis de entrega que es preciso aportar para la consecución de un proyecto o un ideal en el que se cree por encima de todas las cosas. De ahí que haya sido muy acertada esta coincidencia, y no casualidad, que los organizadores del acto, profesores de la Facultad de Educación, han querido establecer entre la evocación científica de la obra de Paulo Freire y el reconocimiento a la trayectoria de un hombre que ha sabido aplicar, con frecuencia en solitario y luchando denodadamente contra el tiempo o en medio de la indiferencia, muchos de los valores que, fieles a la enseñanzas del ilustre pedagogo brasileño, acreditan la transcendencia de esa mezcla de arte, sacrificio y honestidad intelectual que, en palabras de Francisco Ayala, confluyen en el admirable ejercicio de la enseñanza. Pero cuando se trata de enjuiciar lo que realmente supone hoy el balance aportado por Millán, la valoración desborda con amplitud el marco de un acto meramente académico, para abrirse a los tres horizontes hacia los que, a mi juicio, se ha encaminado una tarea de tantos y tantos años.
- En primer lugar, los perfiles de su obra se identifican con la defensa permanente, casi obsesiva, de algo tan en crisis en hoy, pero tan encomiable siempre, como es la dedicación a la enseñanza, al esfuerzo que implica la educación concebida al servicio del desarrollo integral del conocimiento y de la dignidad del ser humano. Luchando contra la corriente que prima la inmediatez, o los resultados a corto plazo y a toda costa, el mérito de Millán ha consistido en demostrar que pocos cometidos son tan meritorios como los que se relacionan con el afán de efectuar honestamente la transmisión organizada y coherente del saber, con ese interés que enaltece al buen profesional de la docencia y le aproxima al alumno a través de un proceso de comunicación mutua del que, a la postre, derivan tantas complacencias y satisfacciones. Pero, lejos de ser una tarea mecanicista, sujeta a estereotipos o a meras fraseologías banales que tratan de enmascarar la inconsistencia del fondo mediante la estéril simplificación del método, la tarea del educador, sea del nivel que sea, desde la Escuela hasta la Universidad, se fundamenta en dos pilares que deben estar sólidamente asentados: de un lado en la propia solidez formativa de quien desempeña esta responsabilidad, apoyada en la reflexión serena y rigurosa de cuanto le concierne para saberlo transmitir con claridad y eficacia; y, de otro, en la firme convicción de que, educando, se fortalece el espíritu crítico del individuo, se le capacita para enfrentarse a la realidad, se le involucra en una sociedad con todas sus posibilidades, virtudes y contradicciones, se le prepara, en fin, para hacer de él un ciudadano testigo de la época que le ha tocado vivir y sensible al entorno social y cultural en que se inserta.
- en segundo lugar, y en perfecto encaje con este planteamiento, la obra de Millán sintoniza con la de quienes atribuyen a la educación la capacidad para hacer frente a los riesgos de la exclusión y la marginalidad. Son muchas, en efecto, las voces que tanto en el mundo de la opulencia como en el del subdesarrollo se alzan a favor de estas posturas, convencidos de que, parafraseando a Celaya, la formación “es un arma cargada de futuro”. Un futuro contrario a la mayor miseria de todas, que es la de la ignorancia, la de la alienación, la del embrutecimiento, la de la ineptitud para la crítica consciente, la de la imposibilidad de acceder a algo tan gratificante como son las fuentes, plurales y siempre enriquecedoras, del conocimiento. Cuestionar las diferencias que el camino hacia el disfrute del saber impone a nuestras sociedades desde la cuna se convierte así en el testimonio más lúcido de las demandas a favor de la igualdad, pues es imposible que las sociedades evolucionen si no lo hacen en un contexto de educación para todos, y sobre todo de una buena educación para todos sin excepciones de ningún tipo. En un mundo lleno de conquistas y de avances científico-técnicos de toda naturaleza ésta sigue siendo todavía una reivindicación insatisfecha, una ilusión que algunas califican de utópica, otros de imposible, los más de costosa o ajena a los paradigmas de la rentabilidad. ¿Qué hacer en estas circunstancias?, ¿cómo oponerse a lo inexorable?. Millán, teniendo muy claro desde el principio lo que hacía, supo dar hace muchos años la respuesta correcta. Si, citando de nuevo a Machado, sólo se labra el camino cuando se anda o el ojo existe porque nos ve, la opción asumida no podía ser otra que la que le llevó con, decisión y firmeza, a afrontar el desafío, ligero de equipaje como el poeta pero, eso sí, con la mochila henchida de proyectos, de ideas, de ilusión y de entusiasmo, a sabiendas de la incomprensión y menosprecio al que se enfrentaba, pero también previsor de que, atento a la empresa o atraído hacia ella, no tardaría en contar con el respaldo de un pueblo que comenzaba a percibir la esencia de su realidad y las contradicciones en que podía quedar sumido su destino.
- ese era el pueblo que habitaba en el barrio de Delicias, en el profundo sureste de la ciudad de Valladolid, de la tremenda ciudad de Valladolid, de los años sesenta. Y aquí llegamos, para terminar, al tercero de los aspectos que otorgan significado a la obra de Millán. ¿Cómo entenderla al margen del tiempo en que se produjo y del espacio hacia el que se proyectó?. Nada hay de vago, de evanescente o de artificial en la labor comentada. Hijo de una época, será también vigía permanente y sin fisuras de su territorio. Tareas, desde luego, nada fáciles ni en la una ni en el otro. Valladolid sigue siendo hoy una ciudad compleja, bastante heteróclita en su estructura, no exenta de insuficiencias en la organización de algunos de sus elementos constitutivos.Mas nadie ignora la intensidad de su metamorfosis y el esfuerzo gigantesco de quienes desde 1979 la han gobernado y la gobiernan para hacer de ella un ámbito de convivencia, de calidad y de bienestar en provecho de una sociedad integrada y consciente de vivir en un espacio donde nadie deba sentirse forastero. Casi ninguno de estos rasgos definían a Valladolid cuando Millán decidió acometer la regeneración cultural en un barrio con raiz histórica pero inequívocamente marginal, como lo eran sin excepción todas las piezas urbanas que emergen por entonces en los bordes de la ciudad tradicional, marcando con ella una ruptura prácticamente absoluta. Tanto es así que la única posibilidad de integración pasaba necesariamente por la búsqueda de alternativas endógenas, sustentadas en la propia creatividad, capaces de sortear el abismo existente entre la ciudad y sus barrios, y sembrando la semilla que habría de germinar en una de las experiencias de educación de adultos más acreditadas de España. Lo sucedido me recuerda la frase de aquella estrofa de Zitarrosa cuando dice “el valor todo lo puede, hay que tener confianza, y lo que el valor no puede lo ha de poder la esperanza”. Pero lo cierto es que tampoco resultaba sencillo semejante empeño, pues la realidad social que comenzaba a emerger adolecería de falta de cohesión y de sentimiento de pertenencia a un espacio compartido.Era una sociedad atomizada, fragmentaria, atraída laboralmente por el señuelo de la gran ciudad y afanada en la búsqueda prioritaria de la vivienda.
Con estos mimbres y en un contexto así, Millán, y con él quienes secundaron su iniciativa, emprendieron con tanta voluntad como falta de medios el proceso de dignificación del barrio de las Delicias, que no tardando mucho se convertiría en la iniciativa experimental que emularon otros espacios periféricos, hasta liderar un proceso de recuperación que en buena medida ha contribuido a cimentar las bases del Valladolid moderno, propiciado ya por el margen de expectativas que abre a finales de los setenta la democratización del Ayuntamiento y la serie de ventajas y sensibilidades que ello traerá consigo. Sería largo analizar todo el proceso y seguramente muchos detalles quedarían en el olvido o tal vez minimizados. Pero de lo que no cabe duda alguna es de que la historia de Delicias, que es como decir la historia del Valladolid contemporáneo, no puede escribirse sin conceder un epígrafe destacado a la figura de Millán Santos y a cuantos como él supieron vencer las tinieblas y ayudar a muchas gentes, de todas las procedencias, edades y condición, a descubrir la luz de la cultura y las satisfacciones que depara el sentirse auténtico ciudadano. La sociedad debe estar agradecida por la labor realizada y la consistencia de sus cimientos. En cuanto a mí, sólo se me ocurre hacer mío el verso de una canción que en cierta ocasión oí entonar en una espléndida calle habanera y que decía aquello de que “cuando sientas tu herida sangrar, cuando sientas tu voz sollozar, cuenta conmigo”.
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