En uno los sondeos de opinión efectuados por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) a mediados de este año destacaba la observación de que la Universidad era, en ese momento, la institución más valorada por la sociedad española. Aunque la referencia apenas suscitó comentarios en la prensa o en los foros académicos, no faltaron quienes en el mundo universitario mostraron ante la noticia una actitud de cierta perplejidad: ¿cómo es posible – se preguntaban – que con todos los problemas que la aquejan, sus carencias, sus contradicciones y defectos, con todas esas imputaciones que a menudo se la hacen, unas injustas y otras más fundamentadas, sea la institución universitaria merecedora de tan alto reconocimiento, por encima de la administración de justicia, del empresariado o, a distancia notable, de quienes se dedican al ejercicio de la política?.
Sin otra pretensión que la de apuntar ideas en torno a una cuestión necesitada de un debate más a fondo, me permito señalar que la valoración de la Universidad, recogida en la encuesta del CIS, puede deberse al hecho de que la sociedad hace caso omiso de aquellos aspectos de funcionamiento críticos que, por complicados o ajenos a la preocupación ciudadana, pueden pasar desapercibidos o minimizados. En su lugar, reconoce, en cambio, y con toda la carga meritoria que posee, lo que verdadera revalida el alcance social de las actividades universitarias en aquello que realmente la distingue, esto es, la labor realizada en el desarrollo del conocimiento y en la transmisión de los saberes y destrezas que cualifican para el ejercicio profesional o, en todo caso, contribuyen al enriquecimiento intelectual de quienes de una u otra manera acceden a sus enseñanzas y aportaciones científicas.
Ahora bien, aunque estos atributos sean consustanciales a la Universidad, y, por lo que se ve, sigan influyendo positivamente en su imagen, nadie puede ignorar que el prestigio socialmente adquirido no constituye un valor en sí mismo más que en la medida en que logre estar preservado de las disfunciones que pueden llegar a cuestionarlo en unos momentos en los que las perspectivas universitarias se hallan expuestas a transformaciones decisivas, capaces de poner a prueba la solidez de sus aparentes o reales fortalezas. Se avecinan, en efecto, tiempos de cambio trascendental, cuya incidencia se ha de mostrar inevitable tanto en el diseño de las titulaciones o enla configuración de las plantillas como en los mecanismos de gestión responsables de sus estrategias básicas de funcionamiento. A la vista de cómo se están planteando los hechos no es aventurado afirmar que en estos momentos la Universidad es, en el sistema institucional europeo, la organizaciónabocada a mayores transformaciones, que en esencia se apoyan en una premisa que conviene asumir: la necesidad de hacer compatible su condición de servicio público con la inevitable asimilación de las lógicas inherentes a la eficacia y la competitividad del sistema. Lejos de suponer una contradicción, este planteamiento permite entender hasta qué punto del modo en que cada Universidad, al amparo de la autonomía reconocida, ejerza sus funciones va a depender algo tan fundamental como la consolidación de su prestigio y la posición que puedan alcanzar las respectivas capacidades de cara a un sistema de relaciones cada vez más abierto y exigente.
La eficacia ha de ir indefectiblemente asociada a la calidad de los servicios prestados. Una exigencia tan ineludible como necesaria, pues ya no basta con que las Universidades ejerzan de manera convencional las actividades que les son propias sino que es indispensable dar a conocer cómo lo hacen, para qué lo hacen y con qué resultados, entre otras razones porque la sociedad, los organismos responsables de su financiación,los procesos de competencia, la dinámica de la diferenciación y las metas de calidad y excelencia incorporan una perspectiva evaluadora y de verificación de resultados que en modo alguno es posible cuestionar.
El compromiso a favor de la calidad integral de las responsabilidades universitarias, garantizado por las medidas e instrumentos – de ahí la importancia de la evaluación y sus efectos incentivadores – que permitan lograr avances irreversibles en esa dirección representa el más sólido soporte para el robustecimiento de su competitividad. A quienes cuestionan este concepto aplicado al complejo y diverso ámbito que nos ocupa, convendría advertirles de que una Universidad pública competitiva ni es en principio excluyente ni ha de primar unas vertientes de su actividad científico-docente frente a otras ni representa tampoco una amenaza para el aprovechamiento de todos los recursos, opciones y enfoques que en ella se cultivan y confluyen. Se trata, por el contrario, de entenderla, y de acuerdo con Vicente Guallart, como la capacidad que han de tener las organizaciones “para crear estructuras que respondan a las oportunidades y los retos del entorno en el que operan y a la velocidad adecuada”.
Es, en suma, sobre la base de esta simbiosis que en el nuevo horizonte se impone entre eficacia cualitativa y competitividad como la Universidad debe asegurar y fortalecer a la vez su condición de servicio público y de espacio crítico y libre, sin descuidar las ventajas que derivan de poner el mercado al servicio del bien público. De ese modo, no sólo se evitaría que la reputación aún mantenida pueda verse deteriorada, sino que al tiempo se podría aprovechar el amplio margen de posibilidades que, en un mundo globalizado, existe cuando son bien gestionadas sobre la base un modelo de Universidad en el que el saber y la innovación aparezcan debidamente imbricados y al tiempo acreditados por el paradigma de la calidad integral del sistema.
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