El Norte de Castilla, 3 de Diciembre de 2007
Aunque las experiencias vividas en el conjunto de la región hayan sido en ocasiones terribles, no hay en todo el continente que se identifica con el Nuevo Mundo un espacio tan castigado y convulso como el istmo centroamericano. Si exceptuamos la singularidad política de Costa Rica, no cabe duda de que el tortuoso brazo de tierra que enlaza México con el ámbito andino ha acusado de manera crónica las huellas de la violencia y la desestabilización, casi tan patentes como las que revela una naturaleza que de cuando en cuando transmuta su espectacular magnificencia por las manifestaciones de la catástrofe más demoledora.
Pese a sus fuertes vínculos históricos y culturales con España, poca atención mediática suele prestarse, sin embargo, a este espacio, al que sólo se alude cuando algún hecho dramático lo afecta o su consideración parece episódicamente justificada en función de los intereses que desde fuera se concitan sobre la zona. Y pese a que las diferentes formas de cooperación al desarrollo dejan notar en nuestros días un legado nada desdeñable, lo cierto es que ante los grandes problemas que le aquejan prima el silencio cuando no la indiferencia, frecuentemente entendida por sus sociedades como la expresión de un inmerecido desamparo.
Reflexionar en estos momentos sobre lo que sucede en Centroamérica no carece de interés por dos motivos que conviene resaltar. De un lado, porque por primera vez en mucho tiempo todos los países de la zona gozan de una situación de estabilidad política, consecuente con el cumplimiento de los acuerdos de paz allí donde se ha logrado poner fin a larguísimas guerras civiles o, en cualquier caso, con la normalización del proceso democrático, finalmente resuelto en un ambiente político donde las alternancias no posibilitan sorpresas significativas, ya que las fuerzas en liza se autolimitan a márgenes de maniobra plenamente asumidos por los distintos contendientes. Y, de otro, porque lo que antaño era un rasgo distintivo, asociado a los enfrentamientos armados o a la feroz represión, hoy ha cedido paso al agravamiento de los problemas internos, reflejados en un panorama donde son patentes las tensiones motivadas por la pobreza, la extrema desigualdad, la violencia, la inseguridad, el narcotráfico y la corrupción, síntomas de un profundo deterioro en el que todos estos aspectos guardan entre sí íntimas correlaciones, en cuya génesis no son irrelevantes la crisis del Estado y la debilidad de los instrumentos institucionales.
Es en este contexto donde cobra importancia y suscita curiosidad el horizonte abierto con la reciente elección presidencial en Guatemala. Las particulares características del país (su magnitud física, su contigüidad con México, su fuerte componente indígena y una trayectoria histórica demasiado marcada por la violencia: (“uno de los países más desgraciados de América Central, de toda América Latina”, diría Ryszard Kapucinski) justifican la atención que merece la preferencia mostrada a favor de un candidato, Álvaro Colom, ingeniero industrial decantado hacia objetivos que tienen más que ver con la voluntad de justicia e integración social que con la defensa de la seguridad a ultranza que preconizaba su adversario, Otto Pérez, militar retirado y artífice de una campaña repleta de descalificaciones que con frecuencia alcanzaban niveles inaceptables en una sociedad democrática.
Es cierto que la figura de Colom no responde a priori a los perfiles que en Europa o en Sudamérica se adscriben al modelo de político socialdemócrata con el que él mismo se ha tratado de revestir durante la contienda electoral. No es un reproche que deba hacérsele, pues quien conozca la historia guatemalteca convendrá en que difícilmente es posible construir trayectorias políticas coherentes en un entorno tan inestable e inseguro. Colom ejemplifica la capacidad de resistencia del político que en la esfera civil ha tratado de mantenerse fiel a sus principios y objetivos incurriendo en contradicciones y altibajos que, más que por su personalidad, han venido impuestos por una realidad que en ese país ha ido modelando las trayectorias de sus mejores cuadros al compás de las exigencias a que ha obligado el elemental deseo de supervivencia.
Lograda la victoria con un margen muy ajustado, habría que remontarse a lo que fue la figura de Jacobo Arbenz a mediados del siglo pasado para encontrar un precedente asimilable, aunque las circunstancias históricas condicionantes de las perspectivas de ambos no tengan ya nada que ver. En este escenario la sociedad guatemalteca más sensible a los problemas de su sociedad y de su tiempo, la que abomina de una etapa política que se encuentra entre las más funestas de Latinoamérica (no es fácil olvidar una guerra civil de 36 años), la que busca con esfuerzo su lugar en el mundo y pugna por una mayor transparencia y sentido de la justicia en la acción de gobierno, mira con cierta esperanza la nueva etapa que se ha abierto tras las elecciones. No hay que esperar a la toma de posesión del nuevo Presidente para adquirir conciencia de la gran expectación suscitada a través del particular debate que está teniendo lugar como expresión de una inquietud centrada en la composición del nuevo gobierno, en la relación que ha de mantener con los municipios (una realidad muy activa y de gran resonancia ciudadana), en la orientación de la política social y en las que hayan de ser las primeras medidas en sintonía con el programa defendido, ante el convencimiento de los grandes obstáculos que sin duda van a entorpecer su labor.
Demasiadas incógnitas a la vez para incurrir en el optimismo, de momento reemplazado por una actitud repleta de incertidumbres sobre lo que habrá de ser el gobierno de
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