A finales de 2013, Marcelo Sili, del Departamento de Geografía de la Universidad Nacional del Sur (Bahía Blanca), me solicitó un texto alusivo a los recuerdos que me ligaban a la figura de Roberto Bustos Cara, geógrafo prestigioso de esa Universidad y con el que he mantenido, desde que nos conocimos en 2004, una buena amistad. Estas son las líneas que le envié. Forman parte de una obra colectiva - Itinerarios geográficos. Experiencias y recuerdos con Roberto Bustos Cara - editada por la Universidad Nacional del Sur:
Siempre me pareció un hombre sencillo y cordial, amigo leal de sus amigos, compañero sincero con sus compañeros y una persona dotada de una sensibilidad excepcional hacia los problemas de su país y de su tiempo. Predominaba en su rostro más la sonrisa que el gesto adusto, más la mirada atenta que la expresión evasiva, más la palabra sosegada que las alocuciones ruidosas. Por lo que yo recuerdo y he vivido en su compañía, la conversación con Roberto Bustos Cara siempre transcurre calmosa, impregnada de ese acento argentino inconfundible pero, lo que es más importante, he observado que lo que expone, dice y plantea jamás adolece de banalidad o de reflexión superficial. En las diferentes ocasiones en que he tenido oportunidad de hablar con él he percibido una actitud respetuosa con las opiniones ajenas, propia de una persona que sabe escuchar y que, mientras escucha los argumentos de su interlocutor, va preparando cuidadosamente la respuesta pertinente y atinada. Por esa razón las conversaciones con él nunca son cortas ni resultan irrelevantes. Transcurren en un ambiente relajado en el que la ausencia de tensión facilita el empleo riguroso de las argumentaciones, el análisis pormenorizado de los hechos, el pertinente tratamiento dialéctico de las cuestiones planteadas. Se trata, en suma, de una relación enriquecedora que progresivamente abre camino a la amistad, cimentada en el trato personal y en las complicidades intelectuales amparadas en el apego común hacia la Geografía.
Mucho antes de
que tuviera la oportunidad de conocerle y tratarle personalmente, el nombre de
Roberto Bustos me resultaba próximo. Había oído hablar de él a colegas
diversos de España, Argentina, México y Francia con los que había comentado
cuestiones diversas relacionadas con la realidad geográfica latinoamericana,
cuya interpretación es indisociable de las aportaciones efectuadas por los
estudiosos más relevantes de ese territorio que tanto me ha interesado y
fascinado siempre. Supe con más detalle
de su personalidad intelectual a raíz de la celebración en Valladolid del VI
Congreso de Geografía de América Latina, que tuvo lugar a finales de septiembre
de 2011 y que contó con una significada representación de geógrafos y
arquitectos argentinos, algunos de los cuales me comentaron la labor realizada
desde las Universidades de aquel país, entre las que mención especial merecía
la Nacional del Sur, en Bahía Blanca, donde trabajaba un plantel relevante de
compañeros a los que valía la pena descubrir. Años después, en mayo de 2004, oí
de nuevo su nombre en Mendoza, coincidiendo con los días que pasé en esa
ciudad, que tan bien le conoce, pues nació en ella, como profesor de una
Maestría en Ordenamiento territorial amablemente invitado por Ana Alvarez y
Berta Fernández, y posteriormente por Marilyn Gudiño, de la Universidad Nacional de Cuyo.
Por ese motivo
me llamó la atención oír casualmente el nombre de Roberto en un lugar y en un
momento que para mí resultan insólitos. Fue a comienzos de junio de 2004 en el
barco que transportaba a un nutrido grupo de profesionales ocupados en el
estudio de las transformaciones económicas del territorio con destino a la Isla
de Marajó, tras haberse producido el agrupamiento de los expedicionarios en la ciudad de Belem, en el estado brasileño de Pará. Yo había llegado días antes, tras un
complicado y azaroso viaje desde Madrid, repleto de incomodidades que pronto
quedaron subsanadas gracias a los interesantísmos viajes organizados en los
días previos a la reunión de Marajó con el fin de conocer aspectos
significativos de las economías agrarias en la baja cuenca del río Amazonas.
Con ese bagaje previo, la utilidad del viaje a Marajó estaba garantizada, por más que la casi totalidad de los
participantes me fueran desconocidos. Mientras, apoyado en la barandilla del
ferry, comentaba la espectacularidad de la travesía en un grupo de compañeros
bolivianos, alguien cercano mencionó en alto el nombre de Roberto Bustos.
Presté atención a esa voz y al punto hacia el que se dirigía, justo en el otro
extremo donde yo me encontraba, para localizar a la persona que entonces me
apetecía saludar y conocer personalmente. Me dirigí a él y le saludé con las
palabras que formalmente se utilizan en ese tipo de situaciones. Era casi
mediodía y el ambiente acusaba el calor propio de la época, aunque dulcificado
por la brisa del enorme cauce en el que el barco que nos transportaba avanzaba
solitario hacia un destino que jamás pensé que podría llegar a conocer. La
conversación con Bustos fue entonces breve, apenas unos comentarios sobre el
interés compartido por conocernos, la belleza del entorno, el interés de la
iniciativa que nos había llevado hasta allí como partícipes en una Red
científica de cerca de cincuenta personas de Universidades y Centros de
Investigación de América Latina y la Unión
Europea. La curiosidad que suscitaba la travesía, las conversaciones
iniciadas con personas a las que se veía por vez primera y las expectativas por
el horizonte de relación y comunicación programado para los días del encuentro
impidieron un contacto más prolongado en ese momento.
Sin embargo,
los días transcurridos en Marajó, en el magnífico entorno creado en el espacio
de ocio de la Posada dos Guarás, ofrecieron durante la semana allí vivida una
excelente oportunidad para el descubrimiento de unos y otros, integrados en un
ambiente de comunicación para el debate sobre cuestiones de interés común,
plasmadas en las presentaciones sobre resultados de los trabajos científicos
llevados a cabo por miembros de la red acerca de las transformaciones del
espacio provocadas por los frentes pioneros en la cuenca del Amazonas. En ese
ambiente la participación era muy activa e intensa, aunque el peso de las
intervenciones recaía sobre todo en los colegas latinoamericanos; de entonces tengo
anotadas las palabras de Bustos en varias ocasiones, esencialmente sobre
aspectos metodológicos y de enfoque de los temas abordados. Las ideas allí
vertidas no se limitaban al estricto marco de las sesiones. Como corresponde a
una reunión circunscrita a un espacio permanentemente compartido las
conversaciones ligadas al oficio adobaban también las mantenidas en las veladas
que seguían al almuerzo o a la cena. Fueron momentos gratos y de los que saqué
grandes lecciones de calidad humana y personal,
como en concreto sucedió en la visita al Museo de Marajó en un día lluvioso,
que nos permitió descubrir la misteriosa belleza de del Norte de la isla o cuando,
ya de regreso en Belém, un grupo de compañeros, entre los que se encontraba
Roberto, dimos un paseo por la ciudad histórica y el impresionante mercado de
Ver-o-Peso. Me llamó la atención un hecho puntual: cuando todo el mundo
confiaba en sus máquinas de foto digitales, que por entonces comenzaban a hacer
furor, Bustos andaba preocupado por comprar un carrete convencional, a
sabiendas de que la calidad de la resolución de la imagen perduraba mucho en
ese formato, algo que finalmente consiguió. Recuerdo haberle felicitado por
ello.
Los encuentros
en la desembocadura del Amazonas sentaron las bases de una relación profesional
muy satisfactoria para mí que se prolongó en años sucesivos al participar ambos
en las reuniones organizadas en el marco del Programa Alfa y del Proyecto
SMART, en las que tanto empeño como excelente organización pusieron Jean
François Tourrand, Doris Sayago y sus colaboradores. La confianza adquirida con
Roberto cobró mayor entidad en las convocatorias de la Red de Brasilia (2005) y
de Puyo (Ecuador) (2006), que mantuvieron viva la llama de los contactos ya
consolidados, abiertos al tratamiento de nuevos temas que no hicieron sino
profundizar en el conocimiento de las investigaciones realizadas en el seno del
grupo. Interesantes fueron sin duda las sesiones que tuvieron lugar en el
Centro Cultural de Brasilia en marzo de 2005. Tuvieron un carácter
fundamentalmente técnico, a base de largas jornadas de presentaciones y debates,
con intervenciones numerosas centradas en la metodología de los modelos
multiagentes, en cuya explicación Tourrand ponía un énfasis contagioso del que
era imposible evadirse. Recuerdo que en aquella ocasión Roberto y yo mantuvimos
conversaciones más habituales, que, entre otros aspectos, me permitieron
conocer de manera más detallada sus esfuerzos por impulsar la carrera de
Turismo en la Universidad Nacional del Sur, lo que tuve oportunidad de
comprobar ese mismo año cuando en el mes de septiembre conocí en Mendoza a
Silvia Marenco, su esposa, con motivo de la reunión del CIFOT, en la que
presentó los resultados de algunas de las investigaciones que sobre el
significado económico-espacial del turismo estaba llevando a cabo con Roberto
en Bahia Blanca. Afianzada la relación en Brasilia, el contacto de nuevo en
Ecuador, en mayo de 2006, permitió dar un paso más en el conocimiento mutuo,
aprovechando el sinfín de sugerencias, comentarios y reflexiones a que se
prestaban tanto los debates colectivamente mantenidos como el conocimiento in situ de una realidad
muy interesante que, entre otros episodios memorables, con visitas a un amplio
muestrario de formas de explotación agraria, ejemplificaría en la realizada a
la cooperativa de aprovechamiento del cacao en Puyo o el encuentro con los
responsables locales del gobierno municipal de Baeza.
Al despedirnos
en Ecuador, Roberto y yo quedamos en vernos, pues todo parecía indicar que las
convocatorias de la Red, tal y como se habían hecho hasta entonces, tocaban ya a
su fin. Y la verdad es que la propuesta surtió efectos casi inmediatos. Para mi
esposa y para mí fue muy agradable saber de su intención de visitarnos en
Valladolid aprovechando la ciudad como punto de tránsito en uno de los viajes
que habitualmente ha hecho a Francia. Fue una visita fugaz, que lamento no se
prolongase más, ya que muchos eran los hechos que deseaba mostrarle en la Vieja
Castilla y los temas que podían aflorar a poco que no afanáramos en ello.
Aunque no acompañó el tiempo en aquel ya otoñal mes de octubre de 2006, no
desaprovechamos la oportunidad de efectuar
una visita fugaz a una de las áreas más emblemáticas de la economía
vitivinícola europea. El viaje a Peñafiel no dio de sí todo lo que yo hubiera
deseado, pero tengo la satisfacción de haberle descubierto, siquiera por un día, los lugares donde
adquieren personalidad y prestigio los vinos de la Ribera del Duero, la
relevancia histórica de la ciudad medieval de Peñafiel o el poblado de
colonización de Valbuena. No dispongo de
imágenes de aquel viaje pero seguro que lo recordará. También esta carencia es
un buen pretexto para volver algún día, acompañado de Silvia, a estas tierras
donde tanto se les aprecia.
En algunas de
las conversaciones mantenidas durante este tiempo me comentó la posibilidad de
invitarme a impartir un curso intensivo en la Universidad de Bahía Blanca.
Obviamente, me atrajo la idea y acepté de antemano, aunque confieso que no
pensaba que iba a ser tan pronto. A mediados de septiembre de 2007, se puso en
contacto conmigo para formalizar el compromiso y concertar las fechas. Al
coincidir con el inicio de la actividad académica en Valladolid, tuve que
modificar rápidamente mi agenda docente, acoplándola a mis días de trabajo en
Argentina, pues de ninguna manera quería desaprovechar esa oportunidad. Llegué
a Bahía Blanca el 15 de octubre de 2007, tras una escala breve en Buenos Aires.
Me esperaban en el aeropuerto Silvia y Roberto. En el camino hacia la ciudad no
paramos de hablar, como si faltara el tiempo para abordar todo lo que podía
interesarnos en aquel encuentro, para mí inolvidable. Tengo muy presente en la
memoria aquel viaje, que anoté con el detalle que la experiencia merecía. El
trato recibido fue exquisito y en el recuerdo conservo las atenciones recibidas
por los compañeros de aquella Universidad, entre ellos a Ilda Ferrera y
Patricia Ercolani, que me dedicaron parte de su tiempo y me enseñaron espacios
representativos de la ciudad y su entorno. Al concluir el curso, del que
aprendí más de lo que enseñé, Silvia y Roberto me dedicaron todo un fin de semana para ampliar mis conocimientos y
vivencias sobre Argentina y la provincia de Buenos Aires. Es uno de los viajes
que más he agradecido en todos los sentidos. Ignoro si lo habían preparado de antemano, pero lo cierto
es que todo salió a la perfección. El recorrido me permitió descubrir los
espacios pampeanos, las grandes estancias, los paisajes infinitos de las
llanuras donde la vista lo abarca casi todo, y al tiempo apreciar con
detenimiento los espacios del turismo de costa de los que sólo tenía noticias
vagas y que entonces concreté. El conocimiento de cerca del Complejo Turístico
de las Dunas y de la ciudad de Miramar, ilustrada con las explicaciones de
un compañero de Roberto tan solícito
como bien informado, culminó con la llegada a Mar del Plata, ciudad que, al
fin, tuve la oportunidad de visitar. Desde casi la azotea del hotel Luz y
Fuerza, donde nos alojamos, divisé uno de los amaneceres más espectaculares que
recuerdo en mi vida. El recorrido a la mañana siguiente a lo largo del
impresionante paseo marítimo y la visión a unos pasos del edificio del Casino,
que tantas veces había visto en imágenes, para culminar en la última parada en
la ciudad de Necochea, tras cruzar su curioso puente colgante, justificaron con
creces un viaje que nunca agradeceré suficientemente a los anfitriones que lo
hicieron posible.
Desde mi
partida de Bahia Blanca el 22 de octubre
de 2007 no he vuelto a ver personalmente a Roberto Bustos Cara. Le he seguido
en sus actividades científicas y me complace que se cuente conmigo como
evaluador de la Revista de Geografía que edita su Departamento. Hablé de él con
Silvia Marenco en Buenos Aires, cuando nos vimos en el Congreso de Geocrítica
celebrado en la capital argentina a comienzos de mayo de 2010. Se lo dije
entonces y no dejaré de recordárselo: siempre tendrán unos buenos amigos y
compañeros en Valladolid. Ellos lo saben bien y espero que no lo olviden cuando
en algunos de sus viajes por España o rumbo a Francia, y tras haberse detenido
en Burgos, mi ciudad natal y cuyo frío tanto les impresionó, decidan hacer un
alto en el camino y ser agasajados como se merecen en la ciudad donde falleció
Cristóbal Colón, y que también es la suya.