El Norte de Castilla, 1 de Julio de 2008
Tanto en el 2005, cuando se sometió a referéndum el Tratado Constitucional en Francia y Holanda, como con ocasión de la reciente consulta planteada en Irlanda para la ratificación del Tratado de Lisboa los debates sólo han comenzado a tener verdadera resonancia a medida que los sondeos apuntaban a un posible rechazo por parte de los ciudadanos. Bien es verdad que la lección aprendida en el primer caso advirtió de los riesgos que podría deparar el hecho de que el futuro del nuevo Tratado estuviera supeditado al respaldo ciudadano, lo que explica la remisión del tema a los respectivos Parlamentos, salvo en el caso excepcional de
El rechazo irlandés ha puesto sobre la mesa una cuestión decisiva: ¿es posible que un Tratado concebido con los objetivos que inspiraron los ya mencionados pueda ser aceptado alguna vez por las sociedades europeas, conscientes de que, al respaldarlo, se decantan por la mejor opción posible para el futuro de sus Estados y del suyo propio? O, dicho de otro modo, ¿hasta qué punto los ciudadanos de los 27 países miembros pueden llegar a sentirse identificados con un compromiso de esa envergadura, abierto a posibilidades pero también a renuncias y a equilibrios muchas veces difíciles de entender?. Considero que las posibilidades de lograr un respaldo democrático a este tipo de iniciativa tropiezan con cuatro obstáculos nada desdeñables.
En primer lugar, las perspectivas de aprobación popular están muy condicionadas por la gran heterogeneidad de los Estados que la forman. Lo son en tamaño, en nivel de desarrollo, en distribución del poder territorial y en sensibilidad política supraestatal, entendiendo como tal esa “articulación positiva de escalas complementarias” de que hablaba Jacques Delors. Ante una realidad tan dispar, los recelos y las suspicacias frente a lo comunitario son habituales y, a la postre, se acaban imponiendo como mecanismo de protección ante temores o prevenciones que subjetivamente son asumidos como arriesgados.
Este hecho se agrava, en segundo lugar, si tales comportamientos no son debidamente contrarrestados por una pedagogía política que convenza a la ciudadanía del valor de la pertenencia a un espacio integrado del que derivan posibilidades que de otra forma pudieran verse mermadas o simplemente no existir. Cuando oímos al Premier irlandés calificar al Tratado de farragoso y aburrido o cuando los epítetos que aplica
En cierto modo, esta falta de clarificación de lo que significa un Tratado que profundiza en la integración de un mosaico tan dispar tiende, en tercer lugar, a exacerbar los temores a la pérdida no tanto de la identidad como de las particularidades que garantizan la defensa de las posiciones de cada comunidad estatal en un contexto mucho más amplio. Un contexto que necesariamente conlleva tanto la adecuación a una lógica integradora de carácter global como la asimilación de unas reglas del juego que comprometen las líneas de actuación futuras, a la par que obligan a efectuar renuncias o a revisar prácticas e instrumentos presuntamente disconformes con los principios comunes. Surge así una especie de contradicción entre la defensa de la especificidad y la asunción de lo comunitario. De ahí que no sea fácil que esa antinomia se resuelva con dosis más o menos elevadas de pragmatismo, por cuanto las ventajas que derivan de la integración – generalmente asociadas a los fondos que acompañan a la política de cohesión económica y social entre las regiones y a los subsidios agrarios, que siguen ocupando una fracción muy destacada del presupuesto comunitario – se anteponen como argumentos a defender, aunque su consistencia declina cuando de se trata de introducir ajustes en aras de una convergencia de intereses y solidaridades compartidas.
Y, por último, creo que no es escasa la responsabilidad que en este intento de explicación desempeña lo que podríamos calificar como una percepción remota o banal del mismo concepto de lo europeo. ¿Existe en las plurales sociedades que integran
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