-->
El Mundo-Diario de Valladolid, 19 de Febrero de 2005
-->
En el momento político que en la Unión Europea se perfila cuando su proyecto de Tratado Constitucional está a punto de ser sometido a consulta de los ciudadanos, la situación española sigue dando muestras de una patente singularidad, que no deja de sorprender dentro y fuera de nuestras fronteras. Es la excepcionalidad española, tantas veces recogida y valorada en el pensamiento de José Ortega y Manuel Azaña, y que más de un cuarto de siglo después de aprobada la Carta Magna que establece y organiza el sistema democrático vigente, se revela tan inequívoca como las propias evidencias reveladoras de un modelo de organización territorial del Estado que no tiene parangón con ningún otro país del mundo.
Sólo en medio de este panorama pudiera tener su explicación el esfuerzo permanente por encontrar, a través del lenguaje, nada trivial por cierto, las expresiones – “nación de naciones”, “federalismo asimétrico”, “comunidad nacional”, por mencionar las más reiteradas - que mejor cuadren con las características y, sobre todo, con las tendencias de un modelo que, si constitucionalmente está bien definido en sus líneas maestras, presenta, empero, matizaciones que sistemáticamente tratan de adecuarse a las perspectivas interesadas de quienes las plantean como algo permanentemente sujeto a reconsideración. No hay en todo el espacio comunitario europeo una realidad institucional tan profundamente condicionada por un debate fatigosamente centrado en cuestiones y conceptos que la propia evolución histórica ha dejado obsoletos y caducos hace ya mucho tiempo. Y es que además se trata de consideraciones cuya importancia no parece muy congruente con los problemas y los afanes que hoy priman en las preocupaciones de la ciudadanía, mucho más atenta a las perspectivas que permite un mundo abierto que a la esterilidad de disquisiciones que sólo encubren muchas veces intereses enmascarados.
Pues, francamente, ¿tiene sentido seguir hablando de “nacionalidad histórica” o de “pueblo”, cuando la propia dinámica de las sociedades contemporáneas ha convertido a ambas nociones en antiguallas, difícilmente conciliables con una visión objetiva, funcional e innovadora de la realidad?. No son los “pueblos” – entendidos como expresión de esa acepción identitaria que tantos quebrantos ha ocasionado a la historia europea –los que sustentan las formas de convivencia construidas en nuestros días, sino las sociedades, que resultan de estructuras complejas, basadas en el contraste, la multiculturalidad y la integración a partir de procedencias diversas; sociedades en función de las cuales se vertebra un modelo de relaciones en permanente cambio, proclive a la articulación de iniciativas y cohesionada por la voluntad de contribuir, en un espacio de encuentro y cimentado en sus valores distintivos, al desarrollo, lo más fecundo posible, de un proyecto compartido y, por ende, integrador.
Aceptar esta perspectiva equivale a entender que el engarce de la pluralidad estructural española sólo puede llevarse a cabo si se cumple la única premisa que permite asegurar un funcionamiento estable del modelo de convivencia establecido a partir de 1978. Y ésta no es otra que la que imprime al principio de lealtad constitucional un valor y una importancia prevalente respecto a la intencionalidad de cualquier planteamiento que cuestione los fundamentos básicos del sistema en el que ha descansado la etapa de libertad y prosperidad más dilatada de la historia contemporánea de España. Ahora bien, garantizar la pervivencia de este modelo, y la superación de las amenazas que lo cuestionan, implica simultáneamente la adopción de altas dosis de inteligencia y flexibilidad, capaces de garantizar, al amparo de las indudables posibilidades permitidas por la Constitución , el necesario equilibrio que impone la defensa del sistema constitucional con el inevitable buen entendimiento que debe perseguir las relaciones entre el Gobierno central y los Gobiernos autonómicos de Cataluña y el País Vasco.
¿Cómo lograr, por tanto, que este objetivo deje de ser una quimera o aparezca mediatizado por un clima de tensión insoportable para la mayor parte de la ciudadanía española y seguramente también para una fracción significativa de quienes viven en esas Comunidades?. La evolución de la política española nos revela que, en ausencia de mayorías absolutas, la cultura de la negociación se acaba imponiendo por la propia exigencia de los hechos o, mejor aún, por la lógica de la deseable estabilidad. Gobernar en España se ha convertido así para las opciones políticas mayoritarias en una labor complicada, permanentemente abierta a las modificaciones de escenario y a la búsqueda de fórmulas de compromiso que, bajo la presión permanente, se avienen mal con un horizonte a largo plazo, pues ni siquiera cubren el marcado por la legislatura.
El pacto inmediato, puntual, revisable cada poco, tiende a establecer la trayectoria de las reglas de juego, creando un ambiente proclive al desencadenamiento de tensiones que sólo pueden ser conjuradas mediante el acuerdo reactivado y permeable a las nuevas exigencias requeridas por las causas que motivaron su puesta en entredicho. Visto desde fuera puede parecer un mecanismo agotador, pero quizá en la mente de quienes lo protagonizan constituya un hábito asumido, por más que el ejercicio del acuerdo no deba entrar en contradicción con los principios generales en los que ha de basarse su desarrollo, precisamente por el riesgo de desestabilización del sistema que ello pudiera suponer.
En cualquier caso, la experiencia adquirida hasta ahora es muy aleccionadora y ha proporcionado los suficientes elementos de juicio para reflexionar acerca de qué manera es posible abordar la etapa actualmente abierta en la que el proyecto de reforma constitucional va asociado a la modificación prevista de los Estatutos de Autonomía a la par que coincide con el envite de la Propuesta de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi, que con tanta vehemencia sectaria y ad nauseam personifica el actual lehendakari. Nadie cuestiona que, en efecto, nos encontramos en un momento histórico, crucial y de cuya salida va a depender la solidez del Estado para muchos años. Una salida que no puede ser otra que la decidida voluntad de llevar a cabo una política que, apoyándose en la necesidad de dar coherencia a las decisiones adoptadas en el marco de la pluralidad reconocida – y tan necesaria de consideración como la que distingue a las propias sociedades que habitan las Comunidades Autónomas gobernadas por los partidos nacionalistas - sea al propio tiempo capaz de transmitir la imagen de España como un Estado integrador, eficiente, moderno, solidario y tolerante, en el que todos los ciudadanos tengan cabida, al margen de clientelismos espureos o de presiones reivindicativas, que pueden poner en entredicho a salvaguarda de sus propios intereses.
Es un desafío que concierne ineludiblemente al Gobierno actual del Partido Socialista y que compromete también al resto de las fuerzas políticas. De ahí que, a la vista de lo que nos espera, sea en ese sentido, ahora quizá más que en ningún otro, como habría que plantear en el momento presente por parte de toda la sociedad española aquel “no nos falles” con el que fue recibido José Luis Rodriguez Zapatero en la noche electoral del 14 de Marzo de 2004.