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El Mundo-Diario de Valladolid, 11 de Febrero de 2005
“Cuando la normalidad democrática se instala en nuestras vidas, muchas veces perdemos la cuenta de lo que eso significa y del valor de las reglas que lo permiten”. Con estas palabras André Malraux quiso subrayar en los años dificiles de la postguerra europea la importancia que tiene no olvidar que los avances logrados en la convivencia y en el desarrollo de la sociedad no son nada baladíes, sino el resultado de un inmenso esfuerzo colectivo en el que todos los empeños son pocos cuando se trata de garantizar el que no tengan marcha atrás. Y es preciso también recordar que en estos tiempos de cambios frenéticos, de renovación incesante de la información y de propensión al olvido nada hay más torpe y equivocado que perder la perspectiva sobre los hechos y las circunstancias que han ido configurando la realidad hasta definirla en los rasgos, con sus carencias y también con sus ventajas, que hoy la identifican. Las enseñanzas de la historia son suficientemente aleccionadoras cuando se trata de comprender los límites en los que se desenvuelve la realidad que nos ha tocado vivir. De ahí que, cuando a comienzos de este año el Parlamento Europeo aprobó el Tratado por el que se establece una Constitución para Europa, los debates previos a la votación pusieron de manifiesto hasta qué punto se asistía en ese momento a una situación crucial, en la que coincidía la evocación autocrítica de lo que ha sido la trayectoria de Europa a lo largo del siglo XX y el convencimiento de que, con la mirada puesta en el futuro, el proyecto aprobado constituía el más sólido baluarte para que las experiencias trágicas del continente no volvieran a repetirse.
De la actual Constitución española se ha dicho hasta la saciedad que uno de sus principales méritos estriba en el hecho de que, si bien no logra complacer plenamente a casi nadie, tiene a su favor la cualidad de dar cabida, y satisfacer, a las sensibilidades de todos. En mi opinión, argumento similar puede ser utilizado cuando se analiza con detenimiento el proyecto de Tratado Constitucional sometido a consulta en España el próximo 20 de Febrero. Texto prolijo y en ocasiones farragoso, cuestionable en algunos de sus contenidos y, como no podría ser de otro modo, muy polémico, tiene, en cambio, la virtualidad de recoger una serie de aspectos que justifican una actitud decididamente proclive a su respaldo y ratificación.
El principal viene dado por su condición de proeza histórica, política e institucionalmente hablando. Detenerse a pensar en lo que supone el que un conjunto tan heterogéneo y con fuertes disparidades en todos los órdenes se llegue a dotar de un sistema organizativo y de funcionamiento de carácter integrador, fraguado gradualmente a lo largo de los sucesivos Tratados y al compás de los crecientes desafíos planteados por las ampliaciones, lleva a entender que se trata no sólo de un fenómeno insólito, sin precedentes, y posiblemente irrepetible en mucho tiempo en otras áreas del mundo; es también la expresión inequívoca de una complicada y laboriosa estrategia de armonización económica e institucional, de cuyos éxitos pocas dudas caben, y que ahora se recualifica al concebir a la Unión como un ámbito para la coordinación de las políticas de los Estados miembros al servicio de unos objetivos que destacan los propósitos y las ideas más resueltas sobre los valores que acreditan la dignidad del ser humano y de las sociedades en las que se integra. Supone alcanzar lo que Adela Cortina ha llamado acertadamente “una identidad moral”.
Recogerlos explícitamente no puede ser entendido a modo de simple inventario, entre otras razones porque su inclusión y su defensa suponen un compromiso que va más allá del simple enunciado de buenas intenciones para concretarse en la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión , verdadera pieza maestra del articulado y en la que se fundamentan la ciudadanía europea, el derecho europeo de los servicios públicos y todo un cúmulo de aportaciones desde la perspectiva social, que inciden de manera reiterada en las condiciones de trabajo, en la lucha contra la exclusión, en la igualdad entre hombres y mujeres, con especial referencia a la igualdad de retribución por el mismo trabajo, y en la protección social de los trabajadores. Y aunque sólo fuera por la relevancia otorgada a los derechos humanos, que permiten, sobre la base del texto comentado, singularizar a la Unión Europea como “un espacio de libertad, igualdad u justicia”, ya sería motivo más que suficiente para justificar el apoyo solicitado.
Mas no son los únicos argumentos en los que cabría insistir, por más que no resulte posible sintetizar en pocas líneas las reflexiones que avalan un pronunciamiento favorable. Me limitaré simplemente a destacar tres cuestiones que no pueden pasar desatendidas. Por un lado, se ha de tener en cuenta que el gran salto cualitativo que este Tratado Constitucional aporta consiste en otorgar dimensión y racionalidad política comunitaria a unos cimientos que hasta ahora se habían decantado primordialmente hacia la lógica económica del mercado único, sin menoscabo de las iniciativas de solidaridad en las que se ha basado una parte esencial de la modernización de España. La construcción de la Europa política, sustentada en el reconocimiento de su personalidad jurídica, se convierte de este modo en una garantía indispensable para la preservación del modelo social europeo y de su propia entidad en el marco de las nuevas coordenadas definidas por la globalización económica y el afianzamiento de la hegemonía estadounidense. Para lograrlo el documento incorpora una serie de mecanismos de decisión destinados a facilitar un funcionamiento más democrático de un entramado tan complejo, en el que los Estados, de fronteras incuestionables, ejercen una importante responsabilidad de equilibrio y de coherencia interna.
Y así el que las competencias ejercidas por la Unión y los Estados se hallen debidamente clarificadas, el que se asegure la transparencia de las deliberaciones, el que el Presidente de la Comisión sea elegido por el Parlamento en función de los resultados de las elecciones europeas o la posibilidad de que un determinado número de firmas puedan respaldar la introducción de cambios legislativos son, entre otras muchas, consideraciones claves que hay que hacer a la hora de valorar los avances introducidos en pro de un funcionamiento más democrático del sistema. Por otro lado, no quepa duda que la reiteración del principio de “cohesión económica y social”, al que se suma la valiosa connotación de “territorial”, permite abrigar expectativas susceptibles de favorecer, amén de políticas medioambientales realmente aplicadas, la toma en consideración de situaciones críticas como cuando se alude a “las regiones que padecen desventajas naturales o demográficas graves y permanentes” (¿alguien ha pensado de qué manera puede incidir este criterio en el futuro de Castilla y León?). Y, por último, cuando se alude a las reservas que suscitan los capítulos referidos a la “acción exterior de la Unión ” y cunde la alarma frente a los efectos que se derivan del principio de unanimidad, no estaría de más observar al tiempo que, si resulta dificil minimizar lo que en el fondo continua siendo una prerrogativa dificilmente renunciable en aras de la defensa de la soberanía de los Estados, el Tratado Constitucional es harto contundente cuando defiende la necesidad de la cooperación al desarrollo y una actuación en el exterior basada en el respeto de los principios de la Carta de las Naciones Unidas y del Derecho Internacional. ¿Podemos imaginarnos cómo hubiera podido afectar este respeto hace dos años a la actitud de los países europeos frente a la guerra y ocupación de Irak?.
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