El Norte de Castilla, 27 de abril de 2011
No es frecuente escuchar en los discursos políticos a los que estamos acostumbrados reflexiones como las efectuadas por el Presidente de la Junta de Castilla y León en la ceremonia de entrega de los Premios 2010, a propósito de la desafección mostrada por los ciudadanos respecto de quienes desempeñan responsabilidades en el ámbito de la política. Resulta alarmante comprobar cómo las encuestas del Centro de Investigaciones Sociológicas reiteran insistentemente la consideración peyorativa con la que los ciudadanos contemplan la labor de los políticos, situándola en los primeros niveles de preocupación y malestar. Lejos de remitir, esta tendencia parece arraigada hasta el punto de que sus planteamientos más críticos han acabado por generalizarse sin apenas establecer distingos entre quienes asumen responsabilidades públicas con sincera voluntad de servicio a la sociedad y quienes, en cambio, entienden su vinculación al espacio público como una prolongación de sus propios intereses, ajenos a la obligada línea de separación que ha de imponerse entre lo público y lo privado.
Y es que, cuando ambas esferas se confunden hasta el extremo de que lo segundo prevalece sobre lo primero, el efecto es muy perjudicial para la calidad y fortaleza de la democracia, que se dice defender. Da lugar a la aparición de esa especie de círculo vicioso del que a menudo se habla para significar la erosión que a la democracia provoca una creciente actitud de desconfianza cívica, progresivamente manifestada en un alejamiento del debate político que acaba convirtiendo los procesos electorales en la expresión resignada de una responsabilidad rutinaria, asumida como algo inercial que redunda en el aumento de la abstención y, en cualquier caso, en el reconocimiento escéptico de que muy poco o nada se puede hacer para afrontar la magnitud de los problemas.
Y sorprende que eso ocurra cuando el distanciamiento de la política convencional encuentra un contrapunto cada vez más marcado en el auge de los movimientos que orientan la sensibilidad de mucha gente hacia formas asociativas diversas con las que encauzar las inquietudes que sólo pueden tener sentido en el contexto de las diversas modalidades de participación, cooperación y solidaridad que, surgidas como expresión de un deseo de pertenencia a proyectos de significación común, acaban siendo asumidos como opciones alternativas a las formas tradicionales de intervención en la vida pública. Cabría preguntarse hasta qué punto el fenómeno de las redes sociales, construidas al amparo de esa poderosísima herramienta de comunicación e información en que se ha convertido Internet, añade otra dimensión más en tal dirección. Sus posibilidades están en la base de significativas movilizaciones en los últimos tiempos y, en cualquier caso, representan otra contribución más al inmenso caudal de posiciones compartidas con voluntad crítica y al tiempo concurrentes en pro de ese llamamiento a la “indignación” colectiva, invocado por la exitosa obra de Stéphane Hassel.
Analizado con la perspectiva necesaria, todo parece indicar que en el panorama de la reflexión social impulsada desde estos foros emergen con especial vigor las corrientes que preconizan la consecución de un objetivo primordial que, centrado en la pretensión de mantener una actitud vigilante respecto a las decisiones del poder institucional, orienta sus capacidades potenciales hacia la manifestación explícita de sus planteamientos a través de sus propios foros y hacia la implicación efectiva en actuaciones que operan como banderas de enganche de posturas individuales. De cómo se efectúe el engarce entre uno y otro nivel depende la calidad del modelo de relaciones que estructura el funcionamiento de una sociedad moderna, en la que, partiendo de la legitimidad que corresponde a los instrumentos basados en las normas electorales constitucionalmente establecidas, el concepto de participación ciudadana ocupa una posición muy destacada en el debate sobre el modo de entender y ejecutar las políticas públicas, identificado además como uno de los pilares en los que se fundamentan los enfoques aplicados al buen gobierno del territorio.
Sin embargo, ante las situaciones de fractura que derivan en la pérdida de confianza mutua y, por tanto, en el descrédito de la política institucional, surgen inevitablemente dos preguntas esenciales: ¿cómo recuperar la confianza perdida? ¿de qué manera dignificar lo que la política representa como expresión de la voluntad popular y como tarea al servicio de los intereses de una sociedad compleja, necesitada de referencias a las que acogerse como garantía de su propia seguridad? En aras de la precisión podríamos sintetizar las respuestas en una que las engloba todas. Tiene que ver con la defensa inequívoca de los principios éticos inherentes a la defensa del concepto de la política como servicio público. Invocarlos de cuando en cuando suena bien pero sabe a poco si se reduce a una proclama circunstancial y su cumplimiento no se percibe como el reflejo de una decisión firme, aplicada con energía cuando se detectan comportamientos y acciones que los vulneran sin que se haga nada para atajarlos de raíz. No bastan los códigos éticos elaborados de cara a la galería. La política es algo demasiado serio para limitar el respeto que merece al mero juego de las buenas intenciones. Y es que el ciudadano, demasiado escarmentado ya, sólo percibe que el ejercicio de la política cobra la dignidad deseada cuando los que la ejercen logran transmitir una visión ejemplarizante de los valores que distinguen a la democracia en su acepción más íntegra.