Este artículo fue publicado en la edición de El Norte de Castilla del 28 de octubre de 2017, un día después de que el Parlament de Catalunya aprobase por 70 votos de sus 135 miembros una resolución (ilegal) por la que se insta al Govern a la aplicación de los mecanismos encaminados a la puesta en marcha de la independencia de la Comunidad Autónoma como república independiente de acuerdo con una llamada Ley de Transitoriedad, suspendida por el Tribunal Constitucional de España. No fue, por tanto, una declaración de independencia legal ni ha obtenido reconocimiento internacional alguno, pero sí representa una fecha clave en la Historia de España, que atañe decisivamente al futuro del Estado español y a la convivencia entre los españoles. De ahí la necesidad de reflexionar sobre ello:
Las
sensibilidades personales se nutren y construyen a partir de las experiencias
que la vida depara a lo largo del tiempo en función de las relaciones mantenidas con los otros.
Forman parte de un proceso de enriquecimiento gradual de la
personalidad, lentamente construido e indisociable de las referencias acumuladas a través
del encuentro y de la confluencia de sensibilidades, al principio descubiertas y
posteriormente compartidas en un juego de reciprocidad creativa que trata de sobrevivir
a las circunstancias y a los factores de alteración o distorsión que eventualmente
pudieran surgir sin estar previstos de antemano.
Vienen a cuento estas
consideraciones al constatar la importancia que seguramente para muchos
españoles han tenido, de una u otra manera, los vínculos mantenidos con
Cataluña y quienes residen en ella. La tierra que vio nacer, entre otros, a
Salvador Espriu, a Jaume Vicens Vives, a Pau Vila o Isabel Coixet ha ejercido ese papel que el
geógrafo Roger Brunet ha calificado, desde su atalaya mediterránea de
Montpellier, como “espacio de polarización permanente de flujos multidimensionales”,
o, más simplemente, como ámbito al que acudir para satisfacer las apetencias
que, en general, se identifican con aquellas opciones de relación susceptibles
de proporcionar resultados beneficiosos e interesantes. La verdad es que pocas
comunidades como la catalana han desempeñado de forma tan reiterada como masiva
esta función en la España integrada que entre todos hemos configurado y
sostenido.
Y no ha sido este atractivo un
baluarte apoyado en los distintivos que el nacionalismo ha tratado,
selectivamente, de impulsar como fundamento de una carrera conducente a la
secesión, sino, por el contrario, lo han sido aquellos valores que resaltan la
dimensión universalista y cosmopolita de cuanto se hace, escribe y produce la sociedad
catalana. En ellos reside su principal virtualidad, el engarce de elementos
y valores que conducen la mirada hacia las tierras nordestinas de la Península ibérica en
mayor medida que las orientadas en otras direcciones. Y en este sentido, no es
sorprendente recordar cómo, a medida que se tramaba en España el modelo
autonómico, las querencias principales repudiaban cuanto sucedía en Madrid,
ciudad estigmatizada durante décadas por el centralismo, para canalizarse prioritariamente hacia los
territorios cuyas identidades eran valoradas como signos de progreso, de
admiración y de libertad, y en los que muchos de fuera queríamos vernos reflejados. Las calles del país se llenaron durante bastante tiempo
con los clamores que reivindicaban Estatutos de Autonomía, particularmente
ejemplificados en el de Cataluña, de donde provenían al tiempo, y mientras se
celebraba la recuperación de la Generalitat y el regreso de Josep Tarradellas, las canciones – ay, l' estaca, hoy degradada e inservible, de un irrelevante Lluis Llach –
que, convertidas en símbolos casi mitificados, ejemplificaban en la región
articulada en torno a Barcelona la
quintaesencia de la conquista de las libertades en los años inciertos de la
Transición.
Ahora bien, más allá de las
actitudes políticas como expresión de
una proximidad y de una solidaridad hacia lo catalán en tiempos convulsos para
todos, conviene insistir en aquellos argumentos, sustentados en vivencias, que
abundan a favor de lo que significa Cataluña como una realidad de la que
resulta muy difícil o, mejor aún, imposible, desprenderse. Y es que, como bien señala Fradera, "la historia del catalanismo es la historia de esta compleja síntesis entre construir el país y definir sus aspiraciones, mientras se participa en el mercado político, administrativo y económico español". Es obvio que cada cual
dispone de una perspectiva propia a partir de la cual extrae los elementos de
juicio que le permiten valorar el alcance y el significado de lo que
particularmente ha supuesto el contacto con el territorio y la sociedad
catalanes. Mas, en cualquier caso, tres aspectos esenciales cobran relevancia
en este proceso de valoración. Lo son, en efecto, los que se relacionan con la
capacidad empresarial, con la vitalidad cultural y con las posibilidades que derivan de
las satisfacciones deparadas por los espacios de acogida, ya ocasionales o
permanentes.
Sin embargo, todo ese cúmulo de satisfactorias
percepciones, emanadas de un ensamblaje que normalmente ha funcionado bien se ha
visto lesionado hasta desembocar en
desavenencias que parecían impensables hace apenas una década. Surge entonces el deseo de encontrar una explicación
convincente a la desestructuración de una de las sociedades más dinámicas e
innovadoras de España, como ha sido la catalana, sumida hoy en la
confrontación, en el insulto, en el rechazo inmisericorde hacia el discrepante.
Una sociedad patológicamente fracturada, que se encamina hacia la ruina económica y hacia la marginalidad en el espacio común europeo. El reverso de lo que fue.
No es un proceso que se fragüe en un día. Se construye desde el poder a lo
largo del tiempo, implacable y destructivo como una gota incesante. El recurso a
la tergiversación y manipulación obsesivas de la historia, al tópico descalificador, al
desprecio hacia la diferencia, al rechazo sin precauciones ni restricciones,
van creando poco a poco, y sin reversión posible, ese caldo de cultivo que, al
fin, cristaliza en el odio sin paliativos hacia "lo español". Es la
inoculación gradual del nacionalismo excluyente. Todo, hasta lo nimio y
coyuntural, forma parte de un pretexto, todo es aprovechable, para agravar la
fisura creciente. La identidad como paradigma divisor, la "patria"
como refugio exclusivo y discriminante. Comportamientos reaccionarios, antitéticos del progreso
y la solidaridad. De ahí las rupturas de la amistad, las disensiones
familiares, la pérdida de las confianzas antes construidas, las conversaciones
evitadas para no molestar, la prevalencia de la sospecha hacia el que no piensa
en clave identitaria como actitud permanente y dogmáticamente asumida, la
incapacidad para reconocer que las fronteras lesionan la convivencia. Son todos ellos comportamientos que se
muestran como legados funestos transmitidos con la velocidad de la pólvora por
los aberrantes caminos de irracionalidad hacia los que ha conducido en España,
uno de los países más descentralizados del mundo, el nacionalismo que en el
caso que nos ocupa ha hecho trizas ese espíritu de apertura, que urge recuperar y restablecer con tacto y firmeza sin más dilación y que tanto prestigio
ha dado a Cataluña en el mundo y que tanto seguimos y seguiremos necesitando.
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