23 de enero de 2018

Ordenar el territorio: "una ardiente obligación"


El Norte de Castilla, 23 enero 2018




El concepto de Ordenación del Territorio define el significado de la idea de que las actuaciones que modelan y organizan la realidad espacial no deben quedar supeditadas a la lógica selectiva de los comportamientos del mercado, y a sus impactos ambientalmente regresivos, sino ajustadas a unas pautas racionales de intervención, concebidas a largo plazo, coherentes con los principios de preservación de las cualidades paisajísticas y patrimoniales y de acuerdo con criterios de sostenibilidad que a su vez se apoyaban en la pretensión de que la eficiencia y la equidad fuesen opciones compatibles en el desarrollo integral del territorio.

            Contemplada de manera explícita esta noción en el Artículo 148.3 de la Constitución española y aprobada en Torremolinos (1983) la Carta Europea de la Ordenación del Territorio, promovida por el Consejo de Europa, las Comunidades Autónomas emprendieron en los años ochenta un ambicioso y generalizado proceso regulador con este fin. Un proceso que se plasmó en el prolijo arsenal de Leyes, Reglamentos y demás disposiciones que conforman en España la vasta panoplia de directrices encaminadas a la ordenación del territorio al amparo de las competencias asignadas a las Comunidades Autónomas, que hacen uso de ellas haciendo suyas al propio tiempo las Leyes básicas del Estado en la materia y las pautas que derivan de las Directivas de la Unión Europea.

            Con la perspectiva temporal ya disponible y a partir de la valoración de los resultados obtenidos, no es aventurado afirmar que la experiencia asociada a la pretensión de una ordenación coherente del territorio en España se traduce en una ostensible frustración. Numerosos son los elementos de juicio que así lo ratifican. Basta constatar, entre otros, el alcance los incumplimientos de los objetivos previstos en las leyes, las dilaciones en la puesta en práctica de los mecanismos que los hagan posible, las contradicciones entre lo deseable y lo que finalmente ocurre, la sustitución en la práctica de las medidas planteadas con largo horizonte por las que, en cambio, ofrecen un perfil cortoplacista al margen de las implicaciones que hacia el futuro pudieran generar. En suma, la supeditación de las calidades del territorio a los objetivos de los intereses que de él se aprovechan ha definido, con rasgos en ocasiones escandalosos, muchas de las prácticas de intervención que con harta frecuencia han cristalizado en la configuración de un país profundamente alterado desde el punto de vista paisajístico y urbanístico, debido a las agresiones de que han sido objeto muchos de sus elementos patrimoniales - naturales y culturales – más valiosos.


            El empobrecimiento estético que ello ha traído consigo se revela las más de las veces como un legado difícilmente reversible. Mas el problema no reside solo en la comprobación de estos efectos, muchos de los cuales han sido ya objeto de un inventario escalofriante – “las ruinas modernas” o “la topografía del lucro” en España, descritas por Schulz-Dornburg - sino en el elevado nivel de desatención mostrado por la mayoría de la sociedad. Pese a las enormes implicaciones económicas y sociales que tiene, no es un tema presente en el debate político. Nadie en el panorama institucional habla de ello e incluso es fácil verificar su ausencia o debilidad en los programas de las distintas fuerzas en liza. Da la impresión de que deliberadamente se evita para no incurrir en compromisos cuyo cumplimiento podría provocar, llegado el caso, una posición incómoda. 

            Y, sin embargo, su trascendencia está fuera de toda duda. De ahí que, desde el escenario en el que esta reflexión se plantea, es decir, la Comunidad Autónoma de Castilla y León, cobre fuerza el argumento favorable en pro de la toma de conciencia de lo que una buena, equilibrada y proactiva ordenación del territorio pueda suponer para el ámbito regional que nos ocupa. Y hay que plantearlo desde la perspectiva que lo interpreta como la región europea en la que mayor número de desafíos, ambivalencias y contradicciones se plantean en este sentido. Por su magnitud superficial, por la complejidad y diversidad de sus rasgos ecológicos, por las características del poblamiento, por las críticas tendencias demográficas que la definen, por la diversidad, importancia y vulnerabilidad de sus elementos patrimoniales, por su situación estratégica…Castilla y León adquiere la dimensión de un espacio experimental muy relevante a escala de la Unión Europea o, al menos, de los marcos territoriales con los que es equiparable. 
 
        Se reafirma así su expresividad desde el punto de vista comparativo para el despliegue de actuaciones encaminadas en la doble dirección que conlleva, por un lado, la voluntad de corrección de sus riesgos y situaciones disfuncionales; y, por otro, el aprovechamiento de sus potencialidades, intrínsecas y exógenas, al amparo de los criterios que aparecen bien definidos, a mi juicio, en los instrumentos legales de los que la Comunidad se ha dotado a lo largo del tiempo. Pues no hay que ignorar que tanto la Ley de 1998, pese a las decepciones y flagrantes omisiones que ha deparado su aplicación, como la aprobada en 2013, aún por llevar a la práctica, son normas que personalmente considero muy aprovechables. Sorprende, sin embargo, el impasse a que se hayan sometidas. Y, aunque bien es cierto que son susceptibles de acomodación flexible a la hora de su puesta en práctica, no cabe duda que el futuro de Castilla y León, a la vista de la situación en que se encuentra, pasa necesariamente por la materialización de la voluntad que haga posible la Ordenación efectiva de su territorio asumiendo, con pretensión formativa de la sociedad regional y al tiempo ejemplificadora más allá de sus límites administrativos, lo que esto significa sobre la base de una normativa que se halla irresponsablemente en injustificada hibernación.  

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