El Norte de Castilla, 13 septiembre 2017
Si reflexionar sobre la Universidad ha estado
siempre justificado, hacerlo en los tiempos que corren se convierte en una
aportación indispensable. Por una razón obvia: ninguna Universidad digna de tal
nombre puede permanecer indiferente a los efectos comparativos que provoca la
globalización de los saberes, tanto en su dimensión educativa como científica,
es decir, en los dos pilares indisociables que, enriqueciéndose
mutuamente, sustentan la estructura universitaria, muy transformada en el desempeño de sus
funciones por los nuevos métodos aplicados a la generación, transmisión y
transferencia del conocimiento. De ahí que, con mirada anticipatoria, no
parezca desacertada la opinión de Gerhard Casper, presidente de la Stanford University, cuando en
2000 afirmó que “en los inicios del nuevo milenio, la
Universidad, como entidad corpórea, no se asemejerá mucho a lo que ha sido
hasta hoy, si es que verdaderamente continúa existiendo de forma reconocible”.
Acreditar las propias posiciones cuando las referencias cualitativas se
imponen como criterio discriminante se ha convertido en un objetivo al que
ninguna Universidad puede renunciar so pena de caminar hacia la irrelevancia. Por
eso, aunque puedan someterse justamente a revisión los indicadores en los que
se apoya, la clasificación creada por los rankings internacionales plantea un
serio motivo para la reflexión. Pues no se trata de asumir la prelación
resultante como algo irrebatible, sino como un revulsivo capaz de motivar una
reflexión a fondo en torno a las dos grandes directrices que han de encauzar la
trayectoria de una institución que, pese a ser cuestionada en algunos foros no
siempre sensibles ni conocedores de la complejidad intrínseca del sistema
universitario, resulta fundamental en la cualificación formativa de una
sociedad y en el fortalecimiento de sus posibilidades de desarrollo entendidas
de manera integrada.
-
La primera tiene que ver con el valor necesariamente asignado a la crítica como
herramienta clave en la organización y funcionamiento del sistema y en la toma
de decisiones. La crítica y la autocrítica son ineludibles cuando se observa la
débil presencia de las Universidades españolas (solo once, todas públicas) en
el conjunto de las 500 más destacadas del mundo. Un variopinto argumentario
emerge a la hora de significar los factores que han condicionado la situación
preocupante en la que desenvuelve el complejo universitario de nuestro país. A
las causas que, con una visión coyuntural, inciden en los efectos provocados
por la crisis económica y los recortes asociados a ella se suman las que,
propiamente estructurales, tienen que ver con la proliferación de entes universitarios
no siempre acomodados en muchos casos a los patrones que identifican los
estándares exigibles a una institución de este rango, a la banalizacion de las
exigencias formativas que el proceso de Bolonia, tal y como se ha diseñado en
España, ha exacerbado, a la infrafinanciacion de las dotaciones presupuestarias
o a los bloqueos aplicados a las políticas de estabilización y
rejuvenecimiento de las plantillas. Como tampoco hay que omitir las inercias
subsistentes en los comportamientos ante el cambio, a la concepción de algunas
iniciativas emprendidas esencialmente como negocio, a la pérdida de confianza
en la Universidad por parte de muchos profesionales del sector y, en fin, a ese
cúmulo de circunstancias que entorpecen en no pocos casos su correcta inserción
en las pautas que hacen posible la adquisición de posiciones sólidas en un
panorama cada vez más exigente en términos de calidad, transparencia, eficacia,
competencia, honestidad y solvencia intelectual.
- En
este contexto conviene insistir, por otro lado, en el valor inherente a
la responsabilidad que la Universidad y cuantos la integran deben asumir
como institución al servicio de un proyecto integrador de los horizontes a los
que se abre la evolución del conocimiento y su proyección competitiva a todas
las escalas. Una responsabilidad estimulada por las potencialidades que en si
misma encierra y de las que, dejando de lado las experiencias cuestionables,
existen positivos testimonios tanto en la docencia como en la investigación. Si
necesaria es la crítica permanente no lo es menos la consideración de las
capacidades que proporcionan la libertad de pensamiento, el despliegue de la
creatividad para profundizar en las diferentes opciones del saber y la
capacidad de iniciativa abierta a un universo de relaciones apoyadas en las
ventajas que derivan de la reciprocidad institucional
bien entendida. Son éstas, en esencia, las pautas que identifican el margen de
posibilidades que sigue ofreciendo la labor universitaria, y que conviene
esgrimir para evitar que el malestar provocado por el deficiente panorama que a
veces se percibe llegue a convertirse en un pretexto bajo el que justificar la
actitud de desdén a menudo adoptada. El sentido de la responsabilidad implica entender
la función universitaria como la expresión de un compromiso individual y colectivo,
ligado a la defensa de las premisas del servicio público y, por ende, a los
principios de lo que cabría propugnar como una Universidad integral. ¿Y qué es
una Universidad integral? Pues aquella que aparece vertebrada en torno a tres
ideas esenciales: la plena imbricación entre docencia e investigación,
acomodada a los parámetros de calidad internacionalmente reconocidos; la que
garantiza una relación estrecha y fecunda, basada en la proximidad y en la
sintonía que proporciona – de manera presencial y on line - una voluntad de cualificación compartida, entre el
profesor y el alumno; y la que ensambla dentro de su oferta formativa las
capacidades que emanan de saberes científico-técnicos y humanísticos,
cimentados además en las provechosas complementariedades que entre ellos
pudieran establecerse.
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