El Mundo-Diario de Valladolid, 24 de Junio de 1991
Si no fuera porque sus gestos, actitudes y decisiones repercuten en el funcionamiento de la vida institucional y en la gestión de lo público, ninguna atención habría que prestar a esos funestos personajes que, al socaire del contexto democrático en que viven y del que se aprovechan, proliferan con insólita profusión en nuestra escena política para comportarse en ella a sus anchas, indiferentes y chulescos a los clamores de denuncia o repulsa que surgen a su alrededor. Son como sarpullidos incómodos, molestos y desagradables, que no tienen otra dignidad que la que les confiere un tan inexplicable como atípico apoyo popular, conseguido en buena lid pero a menudo con artes impropias de la mínima corrección democrática. Maestros del populismo barriobajero, profesionales avezados de la demagogia vulgar, aficionados a la difamación gratuita y amigos del chalaneo, son, al tiempo, ejemplares inverecundos de la mediocridad más absoluta, de la que, incluso, presumen como reflejo de una incultura conscientemente asumida y procazmente divulgada para ofensa y desazón de quienes abogan, en cambio, por la dignificación de la vida ciudadana.
Y hasta qué punto la crítica les hace mella es algo que no siempre resulta fácil dilucidar, ya que, en apariencia inmunes a ella, tienden a arremeter con violencia verbal ante cualquier ataque o puesta en entredicho de su particular forma de llevar a cabo la gestión de la cosa pública. Mas no se crean que el debate se resuelve en el terreno de la dialéctica respetuosa y civilizada. No, cuando se discute con ellos no ha lugar a la normalidad ni al atisbo de posibles intentos de concordia. De inmediato, como resortes impulsados por un automatismo calculado, casi instintivo, afloran los síntomas de la más completa incomunicación, de un abismo insondable que convierte la pretensión de diálogo en un vano afán o, peor aún, en una predisposición totalmente estéril, que relega a quien la defiende al terreno del más completo ridículo e incomodidad.
Y es que en torno a tan lamentables: Figuras de nuestra realidad cotidiana: se teje un entramado de intereses, una i malla de relaciones tan tupida y críptica, que cualquier intento de homologación con los parámetros inherentes a la convivencia normal ha de ser inmediatamente descartado. La incompatibilidad en este sentido es y será siempre absoluta, entre otras razones porque la supervivencia del modelo que representan, así como el clientelismo a que da lugar, no pueden estructuralmente coexistir con el funcionamiento normal de las reglas propias del juego democrático, abierto, crítico, transparente y flexible.
Frente a ellas, la rigidez y la opacidad constituyen la garantía indispensable en la que se han de amparar estos personajes protervos de la política para mantener intacto ese poder de persuasión banal que tantos beneficios les reporta, por más que tras él, a poco que el observador profundice en ello, se esconda el recurso sistemático a una jerigonza repleta de lugares comunes, de frases hechas, de ideas primarias y de expresiones hueras.
Porque, a decir, verdad, ¿qué otra cosa, si no, se esconde bajo el insulto como procedimiento habitual de descalificación del adversario, de lo que tampoco se halla exento incluso el aliado, cuando éste comienza a cuestionar los comportamientos de aquél?, ¿a santo de qué esa defensa enfermiza de las esencias locales como reacción afanosamente buscada frente al «enemigo» exterior, dando prueba en todo momento de una actitud obsesivamente misoneísta, en lucha incesante con la marcha de los tiempos?, ¿cabría de otra forma interpretar, en fin, ese patológico victimismo vindicativo, al que se recurre por sistema cuando la confrontación opositora trata de descender al terreno operativo en el que se evidencian las muestras palmarias de la incompetencia y la marrullería en el ejercicio de la gestión?
Pero lo más grave es que, mediante el engaño y la manipulación de los hechos, sesgados siempre al servicio de sus ambiciones soterradas, lo único que consiguen es el medro personal a costa del prestigio buen nombre de los escenarios donde se desenvuelven. Y así, mediante maniobras distorsionantes de la realidad, tienden a identificar sus ámbitos de actuación con los comportamientos consecuentes al espúreo liderazgo que tratan de detentar. Para ello recurren a toda suerte de artimañas, comunmente materializadas en la creación de sus propias opciones políticas, que, sumidas en la banalidad programática y en los slogans de mero artificio, no son más que el reflejo mezquino de un personalismo vacuo en trono al cual se aglutinan los intereses particulares del «líder» y de quienes, arropados a su sombra a modo de sumisos y silentes turiferarios, unen su suerte y la de sus intereses particulares a las pingües expectativas que les depara el desenvolvimiento a sus anchas en un auténtico patio de monipodio.
A pesar de todo, no resulta fácil erradicar tales especímenes de nuestro panorama político, sorprendentemente protegidos a veces por opciones de solvencia reconocida en el juego democrático, que, de forma tan inexplicable como peligrosa, se pliegan a sus pretensiones, estableciendo con ellos discutibles fórmulas de colaboración, sin que el ciudadano pueda captar la efectividad real de tales operaciones y las entretelas en que se elaboran. De ahí que la puesta en entredicho de tales prácticas parezca plenamente justificada, máxime cuando de su generalización pudieran derivarse serios peligros para la imagen del sistema democrático, de cuyo descrédito sólo cabe esperar consecuencias lamentables para el correcto funcionamiento de las relaciones entre la sociedad y quienes la representan.
Se impone la urgencia de persuadir al ciudadano de que, apoyando a ese tipo de pseudodirigentes, poco puede hacer para la resolución de sus problemas y para la recuperación efectiva del protagonismo que merece. Se trata, en otras palabras, de invadir cualquier tipo de tejemaneje político y de arbitrar, en su lugar, mecanismos en dirección contraria, de suerte que, sólo a través de la denuncia, del desarrollo de la conciencia crítica y de la formulación de alternativas fiables y sinceras, será posible poner fin a esta pesadilla y alumbrar perspectivas políticas consistentes, que, rescatando la buena imagen que ha de tener el ejercicio serio de la política, hagan innecesaria de una vez por todas en España y Castilla y León la sórdida presencia de estos perjudiciales diviesos de la democracia.
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