Reproduzco aquí la introducción del libro en el que he tratado de relatar las experiencias vividas durante los viajes que, con fines docentes y científicos, he realizado a los países del Cono Sur americano durante varios años. Con ello simplemente persigo dar a conocer el amplio abanico de posibilidades a que se abre la realización de los viajes, como fuente inagotable de enseñanzas, vivencias y situaciones de la más variada índole.
“En la edad de ordenar por vez primera las emociones bellas,
me sobrecogió el paisaje”. Manuel Azaña: El
jardín de los frailes, Madrid, Alianza Editorial, 1981
“Quien
observa termina por ver”
Glenn
Murcutt, arquitecto australiano, 2011
“Todo
lugar es el lugar donde no está otro lugar”, Tony Judt, El refugio de la memoria, Madrid, Taurus Pensamiento, 2011
“A la tumba solo nos llevamos los viajes”, palabras
dichas al escritor Jorge Carrión por un camionero en un vuelo Ciudad de
Guatemala-San Francisco, 2013
Evocar las experiencias
viajeras significa con frecuencia vivirlas de nuevo, sobre todo si se procura
mantenerlas en el recuerdo antes de que el tiempo acabe por desleírlas o
empobrecerlas. La realización de un viaje entraña temporalmente un cambio de
vida, la apertura expectante a otras sensaciones, el descubrimiento de
costumbres, escenarios y hechos
insólitos, a veces desconcertantes, que solo quien lo lleva a cabo, y lo acepta
asumiendo sus posibilidades, misterios y desafíos, puede comprender en toda su
plenitud, en su compleja y plural riqueza de matices. No me refiero obviamente
a los viajes forzados, a los que se hacen en contra de la voluntad, por
imperativo no deseado o a disgusto. Cuando eso sucede, y ha sucedido siempre y
en exceso, la movilidad equivale a traslado obligado por las circunstancias, es
decir, por las múltiples causas que llevan a las personas al exilio, al
destierro, al desarraigo o a la búsqueda
necesaria, mediante la emigración, de horizontes alternativos.
No es esa, empero, la sensación que procuran los viajes organizados de forma voluntaria, de esos que, como escribió Cees Nooteboom “salen de la curiosidad de ver cómo viven los otros”, del deseo de apreciar el valor de la alteridad y de los contrastes entre lo cercano y lo distante, entre lo propio y lo ajeno, de la inquietud que suscita el desafío ante la novedad de lo desconocido. Son viajes justificados en función de los diferentes factores que los motivan y efectuados con el convencimiento previo de que, pese a las vicisitudes, los esfuerzos, los riesgos o las incomodidades que pudieran acaecer o acarrear, el resultado final puede resultar satisfactorio, muy formativo y, a la postre, una gratificante y perenne recompensa vital. Y lo son aún más cuando lo que se decide conocer acusa rasgos diferenciales respecto a lo que es habitual, frecuentado y consabido. Se trata, en suma, del viaje concebido como práctica del espacio, la actividad inherente a los geógrafos; es decir, esa imbricación entre Geografía y aventura que tan bien describe e interpreta Eduardo Martínez de Pisón en sus memorables obras de viaje y de la que con singular acuidad supo dar cuenta Jesús García Fernández, al comentar sus trabajos de campo, que finalmente recopiló en el libro – Por ambas Castillas. Memorias de un geógrafo - a cuya publicación en Ámbito Ediciones contribuí en 2005, como respuesta al deseo del ilustre geógrafo, que además fue mi maestro, de “catar y recatar” lo que a su mirada y a su cuaderno se ofrecía.
No es esa, empero, la sensación que procuran los viajes organizados de forma voluntaria, de esos que, como escribió Cees Nooteboom “salen de la curiosidad de ver cómo viven los otros”, del deseo de apreciar el valor de la alteridad y de los contrastes entre lo cercano y lo distante, entre lo propio y lo ajeno, de la inquietud que suscita el desafío ante la novedad de lo desconocido. Son viajes justificados en función de los diferentes factores que los motivan y efectuados con el convencimiento previo de que, pese a las vicisitudes, los esfuerzos, los riesgos o las incomodidades que pudieran acaecer o acarrear, el resultado final puede resultar satisfactorio, muy formativo y, a la postre, una gratificante y perenne recompensa vital. Y lo son aún más cuando lo que se decide conocer acusa rasgos diferenciales respecto a lo que es habitual, frecuentado y consabido. Se trata, en suma, del viaje concebido como práctica del espacio, la actividad inherente a los geógrafos; es decir, esa imbricación entre Geografía y aventura que tan bien describe e interpreta Eduardo Martínez de Pisón en sus memorables obras de viaje y de la que con singular acuidad supo dar cuenta Jesús García Fernández, al comentar sus trabajos de campo, que finalmente recopiló en el libro – Por ambas Castillas. Memorias de un geógrafo - a cuya publicación en Ámbito Ediciones contribuí en 2005, como respuesta al deseo del ilustre geógrafo, que además fue mi maestro, de “catar y recatar” lo que a su mirada y a su cuaderno se ofrecía.
Si, en principio, viajar
por Europa no constituye para el europeo una vivencia que sorprenda más allá de
las particularidades propias de un territorio en el que abundan las referencias
– históricas y geográficas - asumidas o entendibles de antemano, visitar y
recorrer el mundo latinoamericano aparece como una opción viajera henchida de retos,
incógnitas y alicientes de toda índole.
Confieso que desde la infancia me sentí fascinado por lo que pudiera ocurrir al otro lado del Atlántico, cuya magnitud contemplaba a menudo en los mapas con indisimulada curiosidad. Mi padre, que nunca salió de España, me la transmitió a través de las narraciones de los viajes de Colón, de las descripciones y los comentarios sobre la construcción del Canal de Panamá o los misterios insondables de la Amazonia, de la experiencia vivida en Cuba como monja de una hermana de mi madre, de las peripecias de un viejo amigo de la familia emigrante a México o de las que él mismo se inventaba, recreándolas con una admirable imaginación, sobre lo que ocurría en aquellas tierras remotas, tan ligadas a nuestra historia y tan próximas, por tanto, a las percepciones que nos hacían sentirlas como algo de lo que culturalmente no podíamos, ni queríamos, desprendernos. Así se fraguaron poco a poco esos lugares embebidos en la memoria que, buceando en ella, la propia fantasía se encargaba de mitificar, hasta el punto de convertirlos en un destino viajero, casi como un compromiso, pendiente de satisfacer en un futuro indeterminado.
Confieso que desde la infancia me sentí fascinado por lo que pudiera ocurrir al otro lado del Atlántico, cuya magnitud contemplaba a menudo en los mapas con indisimulada curiosidad. Mi padre, que nunca salió de España, me la transmitió a través de las narraciones de los viajes de Colón, de las descripciones y los comentarios sobre la construcción del Canal de Panamá o los misterios insondables de la Amazonia, de la experiencia vivida en Cuba como monja de una hermana de mi madre, de las peripecias de un viejo amigo de la familia emigrante a México o de las que él mismo se inventaba, recreándolas con una admirable imaginación, sobre lo que ocurría en aquellas tierras remotas, tan ligadas a nuestra historia y tan próximas, por tanto, a las percepciones que nos hacían sentirlas como algo de lo que culturalmente no podíamos, ni queríamos, desprendernos. Así se fraguaron poco a poco esos lugares embebidos en la memoria que, buceando en ella, la propia fantasía se encargaba de mitificar, hasta el punto de convertirlos en un destino viajero, casi como un compromiso, pendiente de satisfacer en un futuro indeterminado.
Afortunadamente la vida
profesional me ha permitido aproximarme, ya como adulto, a su conocimiento y,
aunque es bien cierto que la magnitud de ese espacio, su variedad intrínseca en
todos los sentidos o el sinfín de referencias que acumula impiden abarcarlo
siquiera sea de manera aproximada, no cabe duda que la expresividad de sus
manifestaciones, el interés que suscitan, las reflexiones que provocan y los
debates alentados crean favorables condiciones para tener la impresión de que
se trata de un espacio que, inasible al principio de tomar contacto con él,
merece ser descubierto, y además con el convencimiento de que nunca se acabará
de conocer por completo ni en toda su riqueza de matices.
En mi caso me apoyo en la frecuencia de las visitas, y de los valiosos horizontes de relación que me han facilitado, para mostrar la visión que de todas ellas he obtenido a través de la aproximación a la realidad y, lo que es más importante, de la relación con las personas que en ella viven, trabajan y se desenvuelven. Es entonces cuando uno siente la necesidad de no desperdiciar lo mucho que el viaje puede ofrecer, consciente de que solo en la búsqueda deliberada de lo desconocido, y precisamente por el estímulo que crea a favor de su descubrimiento, es posible encontrar la explicación objetiva a muchos de los interrogantes que plantea la realidad que se pretende conocer y desentrañar. Como una puerta abierta a posibilidades insospechadas, contemplando los paisajes con “ojos nuevos”, coherente con la conocida reflexión de Marcel Proust a propósito de lo que significa el “verdadero viaje de descubrimiento”.
No en vano el viaje representa la forma más evolucionada que el ser humano tiene de conocer el mundo que le ha tocado vivir, habida cuenta además que la historia de la cultura viajera demuestra que no se viaja sin esfuerzo, sin sacrificio, sin ilusión, sin cobrar conciencia previa de que lo que se va a ver siempre revela matices susceptibles de ser conocidos, discutidos y reinterpretados. Posibilidad que, por otro lado, está alentada cuando la visión se combina certeramente con la palabra, cuando lo que se ve abre paso, merced al efecto estimulante y creativo de la curiosidad y de la conversación, a comentarios y explicaciones no circunscritos a la mera coincidencia sino amparados en la complementariedad de perspectivas que el propio flujo y contraste de puntos de vista favorece. En ello estriba en buena medida el que la huella dejada por el viaje, el hecho de reparar en detalles que otros no perciben, sea eficaz y, lo que no es menos importante, satisfactoriamente duradera e intelectualmente fecunda. Y lo afirmo con el convencimiento de que es probable que en todo proyecto viajero yazga siempre la sensación de que lo que se ha de descubrir pueda superar con creces la más motivadora de las intuiciones previas a su realización.
En mi caso me apoyo en la frecuencia de las visitas, y de los valiosos horizontes de relación que me han facilitado, para mostrar la visión que de todas ellas he obtenido a través de la aproximación a la realidad y, lo que es más importante, de la relación con las personas que en ella viven, trabajan y se desenvuelven. Es entonces cuando uno siente la necesidad de no desperdiciar lo mucho que el viaje puede ofrecer, consciente de que solo en la búsqueda deliberada de lo desconocido, y precisamente por el estímulo que crea a favor de su descubrimiento, es posible encontrar la explicación objetiva a muchos de los interrogantes que plantea la realidad que se pretende conocer y desentrañar. Como una puerta abierta a posibilidades insospechadas, contemplando los paisajes con “ojos nuevos”, coherente con la conocida reflexión de Marcel Proust a propósito de lo que significa el “verdadero viaje de descubrimiento”.
No en vano el viaje representa la forma más evolucionada que el ser humano tiene de conocer el mundo que le ha tocado vivir, habida cuenta además que la historia de la cultura viajera demuestra que no se viaja sin esfuerzo, sin sacrificio, sin ilusión, sin cobrar conciencia previa de que lo que se va a ver siempre revela matices susceptibles de ser conocidos, discutidos y reinterpretados. Posibilidad que, por otro lado, está alentada cuando la visión se combina certeramente con la palabra, cuando lo que se ve abre paso, merced al efecto estimulante y creativo de la curiosidad y de la conversación, a comentarios y explicaciones no circunscritos a la mera coincidencia sino amparados en la complementariedad de perspectivas que el propio flujo y contraste de puntos de vista favorece. En ello estriba en buena medida el que la huella dejada por el viaje, el hecho de reparar en detalles que otros no perciben, sea eficaz y, lo que no es menos importante, satisfactoriamente duradera e intelectualmente fecunda. Y lo afirmo con el convencimiento de que es probable que en todo proyecto viajero yazga siempre la sensación de que lo que se ha de descubrir pueda superar con creces la más motivadora de las intuiciones previas a su realización.
Cuando desgrano y a la vez encadeno en la
memoria - evitando que se muestre quebradiza -
las diferentes situaciones y experiencias vividas, hasta descender
incluso a esos pequeños detalles que tanto valor tienen y que tan a menudo
pasan desatendidos, observo entre ellas un hilo conductor que las aporta el
engarce necesario para darlas a conocer de manera coherente y estructurada,
contemplada con los ojos del geógrafo y convencido de que, como señala Martínez
Ahrens, “Latinoamérica es una incógnita que sólo se explica por la Geografía”.
De hecho, y más allá de su diversidad, responden a la misma motivación que
justifica la ilusión puesta en no cerrarse a posibilidad alguna en la ejecución
del viaje o ante lo que pudiera suceder. Y para ello nada mejor que aceptar de entrada,
y a sabiendas de que las que sorpresas pueden aparecer en cualquier momento,
los dos requisitos que se precisan cuando el viajero decide emprender el
camino a través de las rutas y railes que surcan el inmenso espacio
sudamericano.
Se necesita a la par paciencia y
mirada perspicaz. Paciencia para aceptar
que las distancias son largas y el tiempo exigido para recorrerlas
resulta casi siempre imprevisible, pues no se mide tanto en kilómetros como en
horas consumidas. Y, en cuanto a la forma de percibirlo, ¿cómo no extremar la
agudeza de la mirada y la finura del oído a fin de evitar incurrir en la
monotonía, cuando la realidad está henchida de matices, de singularidades, de aspectos curiosos e
imprevisibles y de personas capaces de descubrirlos y dispuestas para ello?
Además, cuando se mira, hay que
evitar siempre esa propensión a
prejuzgar que el escritor viajero argentino Mempo Giardinelli atribuye a los
europeos cuando se acercan al mundo que les es ajeno; por eso, siguiendo sus indicaciones, estoy de
acuerdo con él de que se trata ante todo de comprender, sin duda la postura más
correcta y respetuosa que quepa adoptar. De nada sirven las posturas
preconcebidas si no se parte del principio de que han de estar sometidas a la
revisión y al tamiz que la experiencia directa y el sentido del viaje
proporcionan.
Con esta actitud ante la dimensión, la imprevisibilidad y la complejidad
del espacio que nos ocupa, se impone igualmente la toma en consideración de los principios que han de inspirar la
realización de un viaje hacia lo que está por descubrir, esto es, la ausencia
de prejuicios, el rechazo a las obsesiones comparativas, el conocimiento -
siquiera sea aproximado - de los factores geográficos, históricos y culturales
que lo construyen…amén del espíritu crítico y el reconocimiento de lo que la
diferenciación espacial representa. Y, por supuesto, con la libreta de anotaciones y la cámara
fotográfica como compañías inseparables. Dicho en otras palabras, se trata de
incorporar el territorio al universo, siempre abierto y expectante, de las
sensibilidades personales con la intención de transmitirlas y compartirlas con
los demás.
Entre los meses de octubre de 1994 y 2013 he efectuado treinta y dos
viajes a la América Central y del Sur. A lo largo de ese período casi todos los
años – y siempre en las estaciones equinocciales - he cruzado el océano
Atlántico, y hasta varias veces en uno solo. Conozco bien varios de sus aeropuertos,
las carreteras, las estaciones de autobús y de tren, las vías fluviales, las
ciudades, las áreas rurales, algunos de sus paisajes más singulares y poco
conocidos, sus gentes y sus costumbres, sus formas de hablar, de opinar, de
discutir, de cantar, de sentir y, en suma, de vivir. Todos estos movimientos
han tenido relación con diferentes aspectos de mi actividad profesional,
vinculada a mis responsabilidades como docente e investigador en la Universidad
de Valladolid, a la que he tratado de representar siempre con dignidad. Ninguno
de los viajes a los que me refiero en esta obra ha sido efectuado con fines
estrictamente turísticos. Los doy a conocer y describo como parte sustantiva de
mi actividad profesional, pues no podría entenderlos sin tener en cuenta lo
mucho que han contribuido a desarrollarla cualitativamente, pues no cabe duda
que el desplazamiento físico nutre y enriquece el propio trayecto interior. De
uno u otro modo han influido de manera decisiva en mi percepción de la realidad
espacial, que, desde luego, sería muy distinta de no haber tenido la
oportunidad, aprovechándola a conciencia, en grata compañía y bien asesorado,
de visitar lugares y paisajes inolvidables, muchas veces alejados de las rutas
turísticas convencionales y multitudinarias, observar iniciativas interesantes
y curiosas, compartir experiencias y, lo que es más importante y atrayente,
descubrir personas, opiniones y estilos de vida que han contribuido a
embarnecer sobremanera la propia representación que del mundo he acabado
elaborando, desde la atención y el respeto debidos, con el transcurso de los
años.
Las causas que han motivado estos viajes y las actividades asociadas a
ellos han respondido, como he señalado, a cuestiones de trabajo. En unos casos,
la mayoría, he dado cumplimiento a compromisos docentes, en respuesta a amables
invitaciones que comúnmente he atendido, y no tanto porque me permitían aplicar
mis conocimientos en otros ámbitos sino porque, como los resultados así lo
avalan, yo mismo me veía beneficiado por los encuentros con colegas y alumnos
formados en diferentes escenarios, con procedencias, hábitos, costumbres y
actitudes que ampliaban la perspectiva de la docencia a la que estaba
acostumbrado. A decir verdad,
introducían formas novedosas de presentación de las cuestiones objeto de
estudio y hacían posible el desarrollo de debates cuyos derroteros y resultados
eran con frecuencia imprevisibles, aunque cabía presumir que podrían ser
enriquecedores.
Pero no siempre la impartición de clases ha sido el objetivo a cumplir.
La participación en Congresos y Seminarios, en reuniones relacionadas con
proyectos científicos de dimensión internacional, en tribunales de Tesis
Doctorales o de Maestría, o simplemente la presencia en reuniones a veces
improvisadas aunque justificables en el ambiente de relación propiciado por el
encuentro han abierto interesantes posibilidades de conexión con los demás que
en la medida de lo posible he intentado no desaprovechar. Y, por supuesto, no
he perdido la oportunidad, cuando se presentaba factible e interesante, de
comunicarme con las personas que deliberada o casualmente se han cruzado en mi
camino. Ocasiones las ha habido con frecuencia
y en las circunstancias más dispares. Basta simplemente con buscarlas,
procurando que no se escapen. Y no solo en los ambientes ya citados, sino
también en situaciones donde la disponibilidad de tiempo permitía crear un
cierto clima de confianza, impulsor de la conversación que emana de la
curiosidad por averiguar aspectos que el interlocutor podría poner al
descubierto.
La verdad es que esta forma de coadunar vínculos temporales y afectivos
ligados a la comunicación a través de la palabra y del escrito ha deparado
sorpresas muy gratas en los viajes, especialmente en los autobuses y en sus estaciones,
esos lugares proclives a la aparición de relaciones insospechadas que las
largas horas ocupadas en el viaje se encargan de alumbrar. La vida está
trenzada de experiencias múltiples, que crean una urdimbre de conexiones al
cabo del tiempo hasta dejar un poso firme en la memoria, en la actitud ante lo
que nos rodea y en la afectividad. Muchas
de ellas son fortuitas, producto del azar, quizá irrepetibles, a menudo
fugaces e incluso pudiera parecer que hasta inverosímiles. Mas cuando resultan
enriquecedoras, y lo son las más de las veces, su recuerdo no se extingue pues
permanece fresco y vigente, convencido de que cuanta más memoria más vida.
Y no sólo por lo que pudieran tener de originalidad, sino porque revelan las formidables oportunidades que emanan de las relaciones humanas cuando se abren al descubrimiento de otras personas antes desconocidas, y que de repente, sin preverlo, la casualidad pone en el camino, lamentando no haberlas conocido antes. Y la verdad es que se aprende mucho, pues viajar no sólo amplía horizontes; también aporta madurez, relativiza las opiniones valorativas sobre los hechos y las sociedades y somete a revisión y al necesario tamiz crítico las ideas preconcebidas hasta modificarlas en función del conocimiento obtenido.
Y no sólo por lo que pudieran tener de originalidad, sino porque revelan las formidables oportunidades que emanan de las relaciones humanas cuando se abren al descubrimiento de otras personas antes desconocidas, y que de repente, sin preverlo, la casualidad pone en el camino, lamentando no haberlas conocido antes. Y la verdad es que se aprende mucho, pues viajar no sólo amplía horizontes; también aporta madurez, relativiza las opiniones valorativas sobre los hechos y las sociedades y somete a revisión y al necesario tamiz crítico las ideas preconcebidas hasta modificarlas en función del conocimiento obtenido.
No se trata, con todo, de un texto
pensado como una mera descripción de viajes, por más que la iniciativa viajera
– esa “metáfora de la vida humana”, en expresión de Francisco Ayala -
constituya la evidencia empírica tanto de lo aquí reflejado como de los pormenores
y de las explicaciones que lo acompañan. Se trata, eludiendo el harto frecuente
solipsismo académico, de aportar ideas y reflexiones susceptibles de facilitar
una interpretación de las realidades espaciales cuando fueron visitadas y no a
través de la erudición sino de las consideraciones obtenidas in situ, en cuyo conocimiento se
entremezclan los hechos con las tendencias propias del contexto específico en
el que tuvieron lugar. Son circunstancias heterogéneas e incluso
contradictorias, que han ido mucho más allá del conocimiento convencional, pues
en el inventario registrado coexisten las situaciones más confortables –
discursos oficiales, lugares de la ostentación, rehabilitaciones espectaculares
del patrimonio histórico, espacios naturales de gran belleza y
espectacularidad, entornos placenteros, en cualquier caso - con los hechos reveladores de las situaciones
críticas – pobreza, desastres naturales, conflictos, desigualdad lacerante,
deterioro ambiental, marginalidad – en las que aparece sumido el mundo
sudamericano.
Y lo he hecho además persuadido de que la experiencia personal está
indefectiblemente unida a la sucesión de los paisajes que se descubre, conoce y
valora a lo largo del tiempo. Paisajes urbanos y rurales, paisajes de montaña y
de llanura, paisajes intensamente transformados, cuando no agredidos, por la acción humana o aún preservados de
ella. Paisajes contrastados, en fin, que, como el legado patrimonial que
representan, traban el conocimiento del
espacio y construyen esa cultura del territorio que cada cual posee y transmite
con las herramientas a su alcance; herramientas que perfecciona con el tiempo a
medida que las edifica y readapta en función de la utilidad que proporcionan
hasta asimilarlas como un ingrediente fundamental de la experiencia
viajera, la que le lleva a descender a
detalles que, en ausencia de ellas, pudieran pasar desapercibidos o ignorados.
Así contempla el geógrafo viajero cuanto le rodea y así analiza e interpreta lo
que ve quien conscientemente no quiere dejar nada a la indiferencia o al
desdén, ya que nada, de antemano, es desdeñable, entendido en su momento
histórico y en su contexto espacial. En cierto sentido, se trata de aproximarse
con la mirada atenta a lo que la realidad
ofrece, más o menos acorde con la intención que, por ejemplo, Vanessa
Winship imprime a sus fotografías, entendidas como un viaje al entendimiento de
lo previamente desconocido.
No es posible entender un espacio al margen de la época en que es
conocido e interpretado ni, menos aún, de la
opinión de quienes viven, se organizan y se esfuerzan en él; de ahí la
utilidad del relato personal, el valor de lo que se expone desde la vivencia
directa, no mediatizada por el tópico consabido ni la intermediación interesada
ni sesgada. Se trata, dicho de otro modo, de captar el significado que las
experiencias acumuladas, y debidamente estructuradas, aportan al conocimiento
de Latinoamérica, de sus cualidades naturales y procesos históricos, de los
problemas que la aquejan, de sus contradicciones y dificultades, y de las
transformaciones producidas en una época especialmente crucial de su historia.
“No puede haber presente vivo con pasado muerto”, subraya con acierto Carlos
Fuentes. Muchas y complejas son, en
efecto, las tendencias que definen su trayectoria histórica al tiempo que
introducen factores de tensión y conflicto perceptibles en su evolución
política, social, económica y territorial. Son aspectos que justifican
sobradamente la atención merecida desde todas estas perspectivas ya que la
región que nos ocupa posee esa condición de “edificio de un extraordinario
atractivo” que, como señala Tony Judt, se requiere “para que un refugio de la memoria
funcione como un almacén de recuerdos infinitamente reorganizados y
reagrupados”.
Durante las dos décadas transcurridas en el período abarcado por estos
viajes varios acontecimientos de singular importancia han contribuido a modelar
el espacio con incidencias muy sensibles en la organización política interna de
los Estados, tras superar trágicas
experiencias dictatoriales, en la recomposición de sus estructuras
administrativas y de gestión, en su personalidad cultural, en su proyección
internacional, en las directrices de crecimiento, en la utilización de sus
recursos naturales y en la evolución de las sociedades, marcadas por el
agravamiento de la desigualdad, por la pretensión de los esfuerzos encaminados
a su mitigación y por las reclamaciones de las comunidades originarias allí
donde su número y su fuerza se mantienen. En cualquier caso, la realidad ha
acusado durante todo este tiempo los efectos asociados al proceso de
globalización, con todas las repercusiones que el fenómeno ha traído consigo.
He querido recopilar todas estas vivencias ante el riesgo de que pudieran
ser relegadas al olvido o lamentable e irreversiblemente desleídas en su
riqueza de detalles. “La escritura y la
memoria van de la mano”, señala con acierto Enrique
Lynch, precisamente porque ambas se exigen cuando se trata de plasmar en
el papel los recuerdos que el paso del tiempo difumina sin remedio, y al tiempo
convencido, de acuerdo con Miguel Torga, que “no hay espejo más transparente
que una página escrita” y de que, como señala Andrés Neuman en su Cómo viajar sin ver, la “escritura es un método de captura”. Sabedor del riesgo y estimulado por el efecto
que me produjo mi primer viaje a la América del Sur a mediados de los años
noventa, punto de partida de una serie continuada durante dos décadas, he
efectuado detalladas anotaciones de los hechos a medida que se iban
produciendo, sin tener nunca la pretensión de que pudieran cristalizar en un
libro de viajes, al menos coherente con los criterios que lo distinguen y que
tan acertadamente ha analizado María Rubio en sus reflexiones sobre “los
límites de los libros de viajes”.
Lugares, fechas, acontecimientos, frases, anécdotas, mensajes expresados
en la calle - les murs ont la parole,
se escribía en el Paris turbulento de finales de los años sesenta - han formado
y forman un elenco de constataciones memorables que facilitan la preservación
material de lo vivido y el deseo de
transmitirlo en la medida en que rebasan lo estrictamente personal hasta
adquirir una dimensión merecedora de proyección colectiva, contemplada en el
contexto del ámbito profesional en el
que me desenvuelvo. No han sido extensas pero sí numerosas y, como es lógico,
seleccionadas en función del interés que garantizase su vigencia y su
expresividad no erosionadas con el paso de los años. Todas ellas aparecen
datadas en su fecha precisa y relacionadas con las personas de cuya presencia y
observaciones se nutren. Los nombres son reales, lo que convierte a las
personas aludidas en testigos fiables y fidedignos de los hechos, así como los
lugares en los que se desarrollan los diferentes sucesos mencionados, convencido de la necesidad de dejar
constancia de hasta qué punto los resultados de un viaje dependen de la
aceptación ofrecida por aquellos a los que se visita o conoce.
He intentado también, cuando se recurre a ello, reflejar con la mayor
exactitud posible las frases alusivas a lo que se comenta, del mismo modo que
trato también de ser fiel a las circunstancias que lo rodearon y que, por
tanto, permiten entenderlo mejor, pues
de otra forma serían inexplicables. Puedo decir, en suma, que lo que presento
es una especie de crónica organizada en torno a hechos ocurridos y que aparecen
planteados en función de un criterio de coherencia espacial apoyado a su vez en
la correspondiente secuencia cronológica. Digamos, recordando a Mario
Benedetti, que también en este caso “el juego de las geografías se transforma
en curiosa indagación”. Y es que nada de lo que sucede en el territorio,
concepto determinante en la formación y transformación de los paisajes, en su
dimensión natural y cultural, es indiferente a las apetencias intelectuales del
geógrafo cuando decide acometer un viaje, máxime si se tiene en cuenta que el viaje
constituye un componente básico de su actividad profesional. Difícilmente es
posible entender su labor al margen de las peripecias viajeras que alimentan y
embarnecen su experiencia vital.
Salvo a Nicaragua, Perú y Venezuela he viajado a todos los países del
ámbito latinoamericano, incluidos los caribeños de habla española. Obviamente,
conozco unos más que otros, pero he de decir que, sin perder de vista las
particularidades que respectivamente los distinguen, creo haber conseguido
captar el significado de los aspectos que justifican su consideración
espacialmente integrada en función de los factores – históricos, naturales,
socio-económicos, políticos, culturales – determinantes de su personalidad en
el mundo tanto a través del tiempo como en nuestros días. Si el enfoque
geográfico prevalece como principio rector a la hora de interpretar el alcance
de las experiencias obtenidas en los viajes, mi intención en este caso se
centra en aquéllas que nos acercan a la
naturaleza, a los paisajes, a las gentes y a las complejidades
económico-espaciales del Cono Sur.
Argentina, Uruguay y Chile aparecen, pues, en esta ocasión como los
ámbitos a los que se hace referencia expresa. En ellos destacan personajes,
lugares, rasgos patrimoniales y tendencias representativos de algunas de las
más importantes transformaciones ocurridas en el mundo contemporáneo, del mismo
modo que esclarecen el significado de procesos políticos y culturales de
reconocida trascendencia en el comportamiento de las respectivas sociedades hasta
configurar un reclamo que el viajero interesado por cuanto sucede en su época
no debe pasar por alto. Las lecciones recibidas no vienen predeterminadas, por
más que el conocimiento que las lecturas previas facilitan permita percibir
someramente de antemano lo que esas realidades encierran. Es una base
pertinente en la que apoyar lo que verdaderamente importa, es decir, la
indagación directa, la comprobación in situ de los hechos, el descubrimiento, a
través de la conversaciones, de lo que, no estando escrito, resulta esencial
para comprender e interpretar lo que se ve.
¿Cómo definir una idea, un concepto, que permita dar sentido,
entidad y coherencia a lo que aportan
globalmente como espacios visitados? De muchas maneras podrían ser simbolizados a la hora de encabezar un título
como noción aglutinante y catalizadora de las ideas expuestas, aunque no he de
recurrir a complicadas elucubraciones para encontrar la expresión que facilite
este engarce. Me basta con traer a colación el comentario que en Catriel –
anunciada, a modo de reclamo, como “la puerta norte de la Patagonia”, en el
límite septentrional de la provincia argentina de Río Negro - y durante la parada del autobús que a finales
de septiembre de 2005 me llevaba a Neuquén procedente de Mendoza, me hizo el
hombre joven que atendía a la clientela, formada por trabajadores de las minas
y de los pozos petrolíferos cercanos, en un atestado y bullanguero bar de
carretera, en el que no me sentí, sin embargo, desconectado.
A mi pregunta curiosa sobre la
enorme fuerza del viento que había percibido a lo largo del trayecto en aquel
turbulento mes de septiembre de 2005 me respondió al proviso: “eso es normal;
acá el viento nunca para”. Dadas las connotaciones que posee ese fenómeno
meteorológico, la invocación que de él hacen autores como Eduardo Galeano o
Erico Verissimo en algunas de sus obras más emblemáticas (Los caminos del viento y la trilogía El tiempo y el viento, respectivamente), o el tremendo significado
que le da Juan Rulfo en su poema - “… desde que
el mundo es mundo / hemos echado a andar con el ombligo pegado al espinazo / y
agarrándonos del viento con las uñas…” -
¿cabe acaso otra explicación mejor para dar razón de ser y
motivación intelectual a lo que estas páginas pretenden?
Desde luego, no hubiera sido posible escribirlas sin la ayuda y las ideas
de las numerosas personas con las que, por los más variados motivos y en
situaciones igualmente dispares, me he
encontrado aquí y allá y a las que he
tenido la fortuna de conocer para compartir el tiempo, los espacios y muchas de
las palabras e ideas que en estas páginas se describen. Huelga citarlas de
antemano, pues sus nombres aparecen señalados en el momento y en el lugar que las corresponde.
Con todas ellas he contraído, más allá
de la amistad y de la confianza que la brega compartida ha permitido urdir, una
deuda de impagable gratitud. Como también quiero dejar constancia de la que me
une a mis compañeros del Departamento de Geografía de la Universidad de
Valladolid, a varios de los cuales he hecho partícipes de los
sucesos que aquí se narran, y en particular a los que integran el Grupo de
Investigación Reconocido (GIR) CITERIOR (Ciudad y Territorio), del que formo
parte, y que amablemente me han brindado la ayuda del GIR para la
cofinanciación de esta obra. Todas las fotografías que la ilustran han sido
realizadas por quien esto escribe, salvo las tres cuya procedencia se menciona.
E igualmente, dejo constancia de mi agradecimiento a la deferencia mostrada
como prologuista de esta obra por parte de Gustavo Martín Garzo. Premio
Nacional de Narrativa, entre otros muchos galardones, y escritor de gran
relevancia en el panorama literario español, es también una excelente persona y
un buen amigo al que admiro y con el que desde hace muchos años comparto
inquietudes y sensibilidades.