El Norte de Castilla, 24 septiembre 2018
Mantener el prestigio de una Institución requiere no solo una conciencia clara de lo que significa dentro del contexto en el que se integra sino también el convencimiento de que cualquier escándalo que la afecte puede implicar un descrédito que, llegando a repercutir en el conjunto del sistema, supone un lastre con impactos lesivos en el tiempo si no se adoptan las medidas que permitan neutralizarlo. Y es que, merced al nivel de sensibilidad existente en un entorno de información abierta e incesante como el actual, la sociedad no permanece indiferente cuando tiene lugar la vulneración de los principios que aseguran la satisfacción de sus objetivos institucionales en coherencia con la labor desempeñada y con los recursos destinados al cumplimiento satisfactorio de dicha finalidad.
Admitamos, como
afirmaba Weber, que el riesgo de deterioro de la imagen y de la fortaleza
comparativa es consustancial a todas las organizaciones. Es un peligro al que
se hallan expuestas permanentemente. Por eso, cuando se parte de la relevancia que el sector público desempeña
en sus diferentes formas de manifestación, las deficiencias y situaciones de
corrupción, cohecho o malversación observadas resultan particularmente
lacerantes en la medida en que revelan conductas impropias, irresponsablemente
ejercidas, que ponen al descubierto la falta de correspondencia entre los
recursos asignados y la efectividad de los resultados conseguidos. Aunque el
perjuicio que ello ocasiona reviste diferentes niveles de magnitud, es obvio
que la resonancia de sus efectos varía en virtud del impacto provocado sobre el
apoyo y la confianza socialmente merecidos, pues es obvio que no todas las
Instituciones reciben de la sociedad el mismo nivel de valoración y
reconocimiento.
Tradicionalmente
son destacables las altas cotas de respaldo y confianza que la sociedad
española ha otorgado a las Universidades públicas y su profesorado en los
rankings de ponderación efectuados por los órganos demoscópicos. Figurando en
los primeros lugares de la serie estimativa, hay que subrayar que han sido también las estructuras sujetas a
niveles de evaluación más sistemáticos,
rigurosos, amén de transparentes, de
cuantos se han llevado a cabo en el conjunto institucional. Todo en ellas está
sometido a valoraciones periódicas, afines a criterios e indicadores
internacionalmente homologados y en permanente adaptación al desarrollo del
conocimiento. Encuestas docentes, calidad y capacidad de transferencia de los
proyectos de investigación, naturaleza, objetivos y rendimiento de las
titulaciones, selección del profesorado, mecanismos de vigilancia y supervisión
de las actividades asociadas a la obtención de Masters y Doctorados forman una amplia
gama de instrumentos de garantía expresamente contemplados en la Ley, en
los Reglamentos y en los Estatutos.
Sin embargo, la
experiencia acumulada lleva a la conclusión de que los resultados obtenidos son
muy variables e incluso contradictorios. En muchos casos los mecanismos de
control funcionan y en otros menos, cuando no son ostensiblemente desdeñados. El hecho de que en ocasiones sean inoperantes
e incluso contravenidos no indica que, a priori, su existencia ponga en tela de juicio la
voluntad potencial que justifica la existencia
de la norma, concebida con el propósito explicito de evitar
el fraude o el incumplimiento de los objetivos que son consustanciales a la Enseñanza y
la Investigación Superiores. De ahí que, si las cautelas y las prevenciones están claras de
antemano, no es posible hacer caso omiso, a la hora de verificar su
cumplimiento, del altísimo margen de
responsabilidad que corresponde a la ética tanto individual como colectiva de
cuantos organizan el desarrollo de sus
actividades, en la medida en que han de procurar, al amparo de su capacidad de
iniciativa y sobre la base de una firme voluntad de autocrítica, el mejor uso
posible de la autonomía de la que
constitucionalmente gozan las Universidades. Dicho de otro modo, resulta
esencial la toma en consideración de la
honestidad profesional aplicada a la generación y transmisión del conocimiento,
que en esencia constituyen sus objetivos básicos y su misma razón de ser, como tantos
profesionales se encargan de poner en evidencia cada día con tanta efectividad
como discreción.
Los graves hechos
ocurridos en una de las Universidades públicas de la Comunidad de Madrid, cuyo
Rectorado radica en la ciudad de Móstoles, han lesionado el prestigio y la credibilidad de las
Universidades públicas españolas. Aunque sus efectos puedan ser demoledores a
corto plazo, no es menos cierto que las señales de alarma puestas al
descubierto son a la vez, y hacia el futuro,
advertencias contundentes que no deben caer en saco roto. A la vista de
la resonancia alcanzada sería
sorprendente que no repercutieran en una movilización conjunta e inmediata de la estructura universitaria para que ese
tipo de situaciones quedase definitivamente erradicado. Lo que está en juego es
mucho y muy importante. Pues, si en buena medida, las Universidades, especialmente las de acreditada conciencia de
servicio público, representan uno de los
pilares esenciales en los que se sustenta
el predicamento de una
sociedad, difícilmente podrían ser
fieles a la tarea y a la responsabilidad social que las compete si no asumieran
el valor de la ejemplaridad como principio rector de su funcionamiento.