El Norte de Castilla, 19-21 de Mayo de 1991
Muchas de las tensiones que aquejan a la sociedad contemporánea tienen su raíz en los problemas planteados en torno al hecho urbano, verdadero catalizador de las preocupaciones esenciales de nuestro tiempo y fenómeno desencadenante de conflictos múltiples, asociados a la complejidad de sus dinamismos intrínsecos y a las disparidades de toda índole que, como consecuencia de ello, tienen lugar en la ciudad moderna. Mas también es cierto que a medida que ésta se afianza como el escenario preferente de residencia y el ámbito primordial de relación social y económica de nuestro tiempo, todo lo concerniente al desarrollo y organización de las formas de vida urbanas se inscribe por fuerza en un panorama de afanes compartidos, convergentes unas veces y enfrentados otras, que a nadie puede dejar indiferente, so pena de incurrir en posturas aislacionistas, que siempre van en detrimento de la defensa de los propios intereses, tanto en su vertiente particular como colectiva. Bajo estas premisas, la sensación de pertenencia a un espacio de uso común, vertebrado a partir de una realidad heterogénea, cobra una importancia indiscutible, que se transmite desde el ciudadano individual hasta los órganos de decisión política, en un proceso constante de interacción y enriquecimiento mutuos, sólo realmente fecundo cuando estas aportaciones, emanadas de uno y otro lado, se organizan en un contexto democrático, abierto y plenamente participativo.
En esencia, la necesidad de alentar al máximo este intercambio fluido de posiciones diversas viene exigida por la progresiva reafirmación de un modelo interpretativo de la ciudad, que obligadamente ha de poner fin a la visión restrictiva y en cierto modo unidimensional que tradicionalmente ha caracterizado el entendimiento de las relaciones entre la sociedad y el entorno urbano en que ésta se desenvuelve. Es decir, asistimos al tránsito desde una concepción unilateralmente dirigista, basada en las pautas impuestas por unos pocos a otra en la que primen los principios de participación, emanados de la propia sociedad y de sus órganos más directamente representativos. Sólo así es posible conceder toda su validez a las reflexiones que abogan por la superación de un planteamiento eminentemente centrado en la mera expansión cuantitativa de las magnitudes demográficas y económicas, al margen de las implicaciones sociales y ambientales que a menudo ello traía consigo", para, en su lugar, insistir en la defensa de una actitud más crítica y vigilante frente a las posturas defensoras de la lógica estricta del crecimiento a toda costa. De hecho esta idea no hace sino responder a la comprobación de que más allá de los optimismos que deparan las situaciones expansivas a corto plazo, los comportamientos simplemente acumulativos propenden, cuando se contemplan con un horizonte más amplio, a la génesis de fuertes contradicciones y deseconomías internas, que amenazan incluso con poner en entredicho la propia capacidad del entorno urbano para cumplir satisfactoriamente las necesidades que le impone el mismo cuerpo social.
Si estas reflexiones se han incorporado desde hace tiempo a la esfera de actuaciones asumidas por los elementos responsables de la gestión en las ciudades europeas, tardíamente observamos, en cambio, su asimilación decidida al ámbito concreto de la realidad urbana española. Y aunque no cabe duda que el espíritu que anima a la concepción de numerosos planes urbanísticos traduce en teoría una creciente sensibilidad por este tipo de cuestiones, no son infrecuentes, cuando se desciende al análisis de casos concretos, los reiterados incumplimientos de los objetivos previstos, con frecuencia sacrificados al logro de realizaciones espectaculares inmediatas, cuya falta de cohesión y exceso de voluntarismo modifican con brusquedad la ya ampliamente deteriorada armonía urbana, al tiempo que evidencian el mantenimiento de una estrategia todavía en exceso supeditada a la satisfacción de los intereses especulativamente defendidos por un sector minoritario de la sociedad.
No es ocioso, en estas circunstancias, plantearse hasta qué punto resulta preciso modificar con urgencia tales parámetros de conducta y, en consonancia con el sentido de las apremiantes exigencias sociales, subrayar la necesidad de promover estrategias de actuación nuevas capaces de insertar la dinámica de nuestras ciudades en un marco de referencia teórico apoyado en la idea de solidaridad y en la defensa primordial de los intereses colectivos. No es ésta, en verdad, una pretensión utópica, sino una postura firmemente sustentada en la congruencia establecida entre los dos principios que, en mi opinión, mejor identifican en nuestros días la formulación explícita de una política urbana progresista, indispensable si realmente se desea alcanzar el desarrollo condiciones de calidad de vida con una proyección socialmente mayoritaria.
Se trata, por un lado, de revitalizar y otorgar su pleno contenido operativo al concepto de «Medio Ambiente Urbano», entendido en su acepción más global e integradora. Frente al cúmulo de situaciones de deterioro ambiental en que se hayan incursas prácticamente todas las ciudades, abogar por el despliegue de medidas preventivas y correctoras de las alteraciones más lesivas para el buen funcionamiento del entorno constituye no sólo un objetivo irrenunciabie sino a la par el soporte básico en el que se han de apoyar las políticas de intervención programadas. A este respecto, no ha lugar a la improvisación ni a un derroche de originalidad en la formulación de las propuestas: bastaría simplemente con hacer efectiva y técnicamente aplicable la metodología propugnada por el Libro Verde sobre el Medio Ambiente Urbano que el pasado año elaboró
¿Cómo cuestionar, entonces, la validez de ese desglose, claramente efectivo, entre medidas orientadas a la reorganización de la estructura física de la ciudad y las que tienen como finalidad directa el control de las incidencias provocadas por las actividades urbanas sobre el medio ambiente? Bajo ambos epígrafes aparecen contemplados e integrados los grandes temas que hoy preocupan al ciudadano y frente a los cuales ninguna Administración puede honestamente permanecer impasible. Si en el primer caso, las ventajas de una visión globalizadora consigue unificar las indudables conexiones existentes entre la planificación del crecimiento, la corrección de los problemas de vivienda, la ordenación del transporte, la protección del patrimonio y la revalorización de los espacios de interés ecológico, no es menor la validez que se otorga, en el segundo, a todo lo relacionado con la adecuada articulación del espacio de uso industrial, con el abastecimiento y calidad del agua y con el tratamiento de los residuos. Ciertamente tras cada uno de estos epígrafes subyace una casuística compleja y una tipología de problemas planteados a diversas escalas, cuya resolución precisa de análisis rigurosos, sensibles a la realidad territorial y, por supuesto, de la adopción de iniciativas abordadas con auténtica voluntad resolutoria, ya que sólo mediante la firmeza de las decisiones será posible acometer con éxito programas de actuación ambiental verdaderamente efectivos.
Hasta tal punto es importante, en coherencia con lo subrayado en el artículo anterior, el logro de avances significativos desde la perspectiva ambiental que de ello depende en gran medida la posibilidad de efectuar el salto cualitativo hacia el otro de los grandes principios sobre los que se asienta la construcción de una realidad urbana solidaria. Me refiero, lógicamente, al proyecto de hacer de la ciudad del espacio organizativo de una vida comunitaria socialmente integrada. Este deseo trasciende a la mera consideración de una forma de convivencia forzosamente constituida a partir de una multiplicidad de elementos disociados, que especialmente coexisten en situaciones de armonía aparente y más o menos estable, relativizadas por la función que cada uno de ellos desempeña en el organigrama socio-productivo. Sin ignorar el valor de los conflictos que difícilmente podrán ser evitados en un contexto regido por la pluralidad de intereses y por la propensión a la defensa de las posiciones individualistas, entiendo que jamás una política urbana deberá renunciar a la puesta en práctica de los mecanismos que permitan superar esa tendencia a la «sociedad desintegrada en soledades individuales», a la que tan críticamente se ha referido Carlos Gurméndez.
Frente a estas actitudes .sólo cabe reivindicar el valor de contrapeso que sin duda pueden ejercer, no a demasiado largo plazo, los intentos por crear ese ámbito de convivencia favorecedor de una identificación del ciudadano con el espacio en el que vive, compartiendo afanes comunes, interviniendo activamente en cuantas iniciativas sean capaces de enriquecer un panorama cultural cada vez más abierto a sus preocupaciones y sensibilidades, estableciendo, en fin, fórmulas de cohesión en sus diferentes esferas de comportamiento. Lo cual ha de estar firmemente cimentado en el amplio margen de posibilidades que sin duda derivan de la conciencia de pertenecer a un espacio urbano no repulsivo sino integrador de voluntades heterogéneas y a la vez estimulante para la materialización de proyectos compartidos.
Se trata, dicho de otro modo, de abundar en la idea de «ciudad recuperada», durante mucho tiempo maltrecha o desvaída en nuestro país,, y que sólo desde la democratización de los ayuntamientos está siendo posible rescatar gradualmente del olvido, no sin esfuerzos y vacilaciones. Y es que la «recuperación» de la ciudad por el ciudadano facilita, al sentirse éste partícipe y protagonista de cuanto acontece en un contexto espacial concebido como propio, la aparición de potencialidades inéditas, que estimulan la formulación de propuestas encaminadas tanto a la mejora de la calidad de vida como a la creación de un escenario adecuado para la materialización de alternativas de desarrollo económico. Alternativas especialmente necesarias en una etapa de fuerte competencia interurbana como la que actualmente preside la situación de las ciudades españolas, y sobre todo de aquellas empeñadas en potenciar su atractivo mediante la puesta en práctica de nuevas expectativas de futuro.
Aplicar los planteamientos señalados al caso vallisoletano es una tarea tan ambiciosa como apasionante. Y perentoria también. El diagnóstico que hoy podemos hacer sobre Valladolid,- ya consolidada su personalidad y definidas las grandes directrices que en el tiempo han inspirado su específica ordenación espacial, no arroja un balance optimista, como consecuencia de los graves condicionamientos de todo orden heredados de una etapa en la que la respuesta inmediata al crecimiento económico provocó la génesis de una ciudad caótica, repleta de contradicciones y disparates urbanísticos y ambientales. Muchos de ellos son fenómenos irreversibles, que marcarán para siempre el deterioro de su fisonomía interna como uno de de sus rasgos más distintivos. Pero también es cierto que desde 1979, por más que la crítica -ese «arma irrenunciable», como diría Malraux- siga estando plenamente justificada, Valladolid ha cobrado una nueva dimensión, en un intento consciente por paliar en lo posible las enormes servidumbres heredadas e insertar a la ciudad en un panorama encaminado a la revitalización de su prestigio y a la creación de un entorno más favorable para la convivencia y la reflexión.
Digamos, en todo caso, que paulatinamente se han ido fraguando los cimientos sobre los que edificar un sentimiento de identificación, del que hasta hace bien poco se carecía. Pues no en vano había sido entorpecido como consecuencia de la actitud de rechazo provocada no tanto por el carácter foráneo de la mayor parte de sus residentes, reproduciendo así los hábitos tan usuales en enclaves masivamente nutridos por la emigración, como, sobre todo, por el escaso poder integrador que era capaz de ejercer un tipo de evolución urbanística favorable a las segregaciones sociales y a la acentuación de los antagonismos, hasta cristalizar en un modelo de ciudad constituido por elementos espaciales múltiples con muy deficiente o nula vertebración entre sí. Si, por tanto, la consideración de Valladolid como espacio urbano progresivamente asumido por el conjunto de la población está ligada al proceso lógico de asimilación que depara la existencia de una realidad fuertemente consolidada y a las ventajas de una forma de actuación que ha manifestado en numerosas ocasiones una predisposición clara al reconocimiento de las demandas planteadas por la base social, el reto que se inicia a partir de ahora resulta crucialmente decisivo. Culminar la tarea iniciada en el sentido señalado, sin rupturas ni involuciones, tal vez sea uno de los objetivos primordiales, como requisito previo para abordar con resultados satisfactorios los tres grandes epígrafes que, a mi juicio, simbolizan las líneas básicas en que ha de encuadrarse el tratamiento de la actual problemática vallisoletana.
De un lado, se ha de abordar con decisión y sensibilidad política las situaciones críticas aún existentes en esa constelación de barrios periféricos, que, componentes fundamentales de la trama urbana y generadores con frecuencia de sólidas cohesiones internas que no se pueden eludir en la toma de decisiones, son al tiempo la expresión fidedigna y permanente de las múltiples malformaciones legadas por la etapa desarrollista y más desaforadamente especulativa, y cuyas carencias ostensibles deben inscribirse sin demora entre las preocupaciones prioritarias de la ciudad, entre otras razones porque albergan el conjunto demográfica y sociológicamente más representativo.
De otro, es obvio que las fórmulas orientadas a facilitar la integración de la sociedad tienen en la dimensión cultural de las actuaciones una clave de referencia obligada, apoyada en la necesaria concertación de propuestas e iniciativas, que la conviertan en algo plenamente participativo y ajeno a cualquier elitismo excluyente, y a la vez proyectada con una visión respetuosa y defensora a ultranza del patrimonio histórico, que haga posible la preservación de los testimonios residuales de la riqueza arquitectónica que, hasta hace bien poco gravemente lesionada en una parte muy significativa por la remodelación o el abandono, sigue representando el soporte más emblemático de la propia personalidad urbana.
Y, por último, sería un grave error hacer caso omiso de la hipótesis de que el futuro de Valladolid pudiera quedar seriamente mediatizado si no se procede a la corrección drástica de las deficiencias ambientales que tanto alteran y distorsionan sus potenciales capacidades para proporcionar una adecuada calidad de vida. Ruido, tráfico y agua definen la trilogía de las medidas de intervención deseables a corto plazo en una ciudad que acusa con especial gravedad los efectos de la difícil armonización planteada entre las características del entorno y los impactos provocados sobre él. Y con un horizonte temporal que tampoco puede ser demasiado dilatado, es obvio que la calidad preconizada se identifica plenamente con la resolución de los déficits de que adolece el nivel de equipamientos en las áreas más necesitadas y con la búsqueda de soluciones efectivas al crónico problema de la vivienda, al que se ven con impotencia enfrentados amplios sectores de la sociedad, convirtiéndolo en uno de los aspectos primordiales de cualquier estrategia de gestión merecedora del apoyo popular.
No son pocas, en suma, las dificultades que en los momentos actuales condicionan la reorganización solidaria de los espacios urbanos contemporáneos. Su creciente complejidad y la confrontación de intereses en juego crean un marco de actuación difícilmente abordable mediante el diseño de fórmulas simplificadoras de la realidad. Se requieren, en cambio, soluciones imaginativas, un conocimiento y evaluación rigurosos de los problemas existentes, la elaboración de programas bien vertebrados y, ante todo, la voluntad firme de llevarlos a cabo. Definitivamente cuestionada la etapa de las decisiones unilaterales, casi siempre sostenidas por los grupos de presión más fuertes y exclusivistas, parece llegado el momento de la concertación, como requisito ineludible si se desea hacer de la ciudad un ámbito capaz de favorecer la permanente y fecunda convergencia de los afanes colectivos.
Consciente de ello, el ciudadano dispone ya de suficientes elementos de juicio para ponderar el margen de sinceridad de las propuestas que se le ofrecen y el grado de sintonía y sensibilidad que quienes las brindan manifiestan con la problemática suscitada. Para decantar en nuestro caso la opinión al respecto, bastaría tan sólo con analizar la historia reciente de Valladolid, desde los años sesenta hasta nuestros días, para ver hasta qué punto los dos modelos de ciudad que se han configurado en el tiempo, ambos separados por el hiato que inicia el proceso de democratización de la gestión municipal, responden a filosofías antagónicas, cuyas posibles líneas de comportamiento y de concepción de la ciudad ha de ser enjuiciadas como criterios estimativos de las directrices que una y otra habrán de ser capaces de imprimir hacia un futuro inmediato. Un futuro que, de ningún modo, puede quedar a merced de posiciones demagógicas o de mero arbitrismo político.