El Norte de Castilla, 2 de Junio de 2006
Con frecuencia las declaraciones de quienes ostentan responsabilidades de poder suelen mostrarse propensas a la formulación de solemnes principios de intenciones, que por lo común coinciden con la celebración de efeméride en un afán por ratificarla no como un simple evocación del pasado sino como el momento más oportuno para el lanzamiento de una proclama henchida de ambiciones de futuro. Es la actitud lógica, y hasta cierto punto inevitable, en que necesariamente se inscribe el propósito de dar continuidad y consistencia temporal a la tarea realizada con la mirada puesta en los objetivos aún pendientes y sólo alcanzables desde la plataforma previamente construida, algo así como una especie de prolongación, sin solución de continuidad, de lo ya realizado.
Por eso, cuando, al conmemorar sus cinco años al frente del ejecutivo, el presidente del Gobierno autónomo ha aludido, entre otras consideraciones del mismo tenor, a su voluntad de "tener en
Sin embargo, para que la banalidad y el lugar común desaparezcan y la pretensión apuntada cobre visos de auténtica sinceridad, es preciso dejar bien claras y explícitas una serie de ideas básicas. A mi juicio, tres fundamentalmente: hacia qué aspectos o valores se orienta la voluntad de reforzamiento de la región en un entorno cada vez más competitivo y más propenso a la desigualdad, sobre qué principios de actuación se sustenta a corto y medio plazo, cuáles, en fin, las prioridades establecidas para su puesta en práctica. En otras palabras, y para resumirlas en una sola, bastaría definir sin ambigüedades ni demagogias sobre qué pilares es posible construir la estrategia que, tanto sectorial como globalmente, permita alcanzar al fin esa dinámica efectiva de recuperación que, junto al prestigio y al respeto que siempre merece a propios y extraños la solidez de un concepto de región bien diseñado, consiga poner término a la estéril sensación de permanente agravio comparativo que, mezcla de frustración, desencanto e impotencia, todavía late en la forma de concebir la actuación política en no pocas regiones españolas de las llamadas "de vía lenta".
De bien poco vale una actitud de estas características cuando lo que parece primar es la voluntad concurrencial y la reafirmación de la diferencia como baluarte para la justificación de la desigualdad o, por lo menos, de la existencia de márgenes de maniobra distintos para la búsqueda de posiciones ventajosas en un clima de movilidad y flexibilidad creciente del capital y del trabajo. Reconocido este marco como algo dificilmente reversible, es evidente que cualquier política comprometida en el robustecimiento de la posición ostentada por el territorio bajo su responsabilidad pasa necesariamente por la adopción y puesta en práctica de una notable capacidad de iniciativa que, de lo general a lo concreto, de lo inmediato a lo lejano, cimente las bases de un proyecto consistente, presidido desde el primer momento por el afán de valorización de las ventajas comparativas que a piori toda región posee, por más que muchas veces aparezcan desleídas ante la falta de decisión para potenciarlas adecuadamente.
Y aunque, en efecto, esta noción aparezca todavía difuminada en España, en virtud de la simplificación que las identifica en determinadas comunidades con argumentos favorecedores de la exclusividad, lo cierto es que, entre los diversos méritos atribuibles al modelo autonómico, descuella precisamente éste, es decir, el de profundizar en el conocimiento de las propias cualidades entendidas a un tiempo como recursos y como mecanismos de afianzamiento de la personalidad, puestos, en cualquier caso, al servicio de esa voluntad de integración entre lo específico y lo unitario de lo que tanto se habla en España y que, sin embargo, tan precario se manifiesta en el terreno de las realizaciones concretas.
De ahí que si partimos del posible doble campo de acción (política y económico-cultural) en que, a mi modo de ver, se desglosan los dos grandes ejes en torno a los cuales cabría articular ese aumento de "peso" preconizado, tal vez el énfasis inicial - y dejo para otra ocasión la segunda perspectiva - habría de corresponder al plano sustancialmente político, en el que Castilla y León debiera desempeñar un papel de primer orden en sintonía con la defensa de un enfoque de la realidad que se muestra a todas luces tan necesario como ineludible en medio de la porfía en que amenaza quedar sumida la previsible evolución del Estado autonómico. Y es que en el contexto de los nuevos reequilibrios surgidos en el panorama político-territorial español se echan de menos las voces que, con más contundencia que efectismo, se decanten a favor de una política activa, firme y sistemática en defensa del principio de solidaridad interregional, aportando ideas y movilizando voluntades a todas las escalas, con el fin de procurar verosimilitud y confianza a un principio que hasta la fecha ha sido formulado de forma en exceso vaga y con no pocas incógnitas en su modo de aplicación efectiva.
Y, desde luego, la responsabilidad que en este empeño concierne a Castilla y León no es en modo alguno desechable. Por su magnitud territorial, por sus críticos perfiles demográficos, por las particularidades de su estructura socio-productiva, por la atomización de su poblamiento, por su participación en la distribución de la riqueza, por sus dificultades de cohesión interna, por su singularidad dentro de las Comunidades Autónomas del Art. 143... es quizá hoy por hoy la región europea a que mayores riesgos se enfrenta en un ambiente en el que las posiciones proclives al privilegio acaben prevaleciendo sobre las más sensibles a la corrección o mitigación de las desigualdades. Mas no se entienda con esto una defensa de la justicia distributiva sin más ni tampoco el presunto enmascaramiento de una pasividad que jamás ha existido. En el fondo, la llamada de atención sobre un tema de tanta trascendencia, en el que la región debiera asumir una función de liderazgo dentro de un conjunto territorial muy significativo en España y en Europa, no está en modo alguno desconectada con la pretensión de apoyar simultaneamente esta idea de reforzamiento comparativo, y con idéntica firmeza, en la valorización de la segunda perspectiva mencionada (la económico-cultural), en la que tampoco caben plantear actitudes que vayan a la zaga de los acontecimientos sino en sintonía con los patrones de renovación, calidad y anticipación imperantes en los escenarios más dinámicos del espacio europeo.
Convengamos, en cualquier caso, que fortalecer el peso de la región va más allá de una reflexión bienintencionada para convertirse en un compromiso ineludible. Un compromiso cuya magnitud y perentoriedad ponen de relieve hasta qué punto ejercer el gobierno de una Comunidad Autónoma no va a ser ya tarea fácil ni cómoda en unos momentos en que las reglas del juego se readaptan con extraordinaria rapidez al compás de una tarea marcada por los retos de la competitividad y por las antinomias que entraña una gestión en la que cada vez va a resultar más difícil internalizar los logros y derivar hacia fuera los costos y sinsabores de las decisiones acometidas.
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