Este texto forma parte de las colaboraciones publicadas en el libro "Espacios para la libertad. Graffiti en el entorno ferroviario de Valladolid", realizado por Carmen María Palenzuela López, con fotografías de Torcuato Cortés de la Rosa. La obra ha sido editada en Valladolid, Museo Patio Herreriano, 2009. ISBN 978-84-613-4644-8
Soy de la opinión de que el debate acerca de si es arte o no lo que se reproduce a través de un graffiti o de un tag carece de sentido. No es procedente recurrir a ellos para interpretar algo que resulta contundente tanto en su forma como en su significado. Entre otras razones porque seguramente no es la artística la motivación principal que anima a quienes deciden plasmar en la pared sus imágenes y sus emociones. Tampoco creo que merezca mucho la pena sentirse llevado a efectuar reflexiones, acaso impertinentes, sobre lo que tal o cual expresión gráfica, casi siempre surgida de la espontaneidad, representa como si de algo elaborado y sujeto a unos cánones preestablecidos se tratase. Me atengo simplemente a las sensaciones que particularmente asaltan al ciudadano que, como yo, se encuentra de pronto ante una pared ocupada por el color y los trazados más inverosímiles e imprevisibles que imaginarse pueda. Pues es entonces cuando ese ciudadano percibe lo que realmente subyace en esa manifestación pictórica que, impactante, a menudo brusca y de obligada atención, abre la visión del espacio a nuevas perspectivas, insinúa mensajes sin descifrar y obliga a contemplarlo con la mirada abierta al descubrimiento de una realidad que rompe drásticamente con aquella, banal, despersonalizada y fútil, sobre la que físicamente se apoya.
Ahí reside, a mi modo de ver, el valor y el alcance de la pintura mural, a la que Carmen Palenzuela homenajea en esta obra de referencias múltiples, casi exhaustivas, sobre la materialización adquirida en un entorno particularmente desangelado de la ciudad de Valladolid. Pues en esencia, al ordenar esas imágenes para exponerlas agrupadas sin un criterio determinante, se trata ante todo de recuperar visualmente un ámbito olvidado o, cuando no, sumido en la indiferencia o, lo que es lo mismo, de servirse del dibujo como elemento capaz de redefinir un entorno que precisamente los graffiti permiten relativizar en función de la idea que cada cual pueda extraer de ellos. Es la voluntad de nueva identificación perceptiva lo que anima a imponer unas pautas de expresión unificadas por la pretensión de transmitir libertad y complejidad a un marco con frecuencia menospreciado.
Y es que la profunda cicatriz que deja el trazado construido para el paso del tren en los tejidos urbanos genera un espacio público que resulta monocorde y que sólo es entendido como ruptura o solución de continuidad de una trama disociada. No se trata, empero, de superarla ni siquiera de reclamar su eliminación. El mero hecho de existir la procura un valor en sí misma, que bien puede inducir a la indiferencia o a la provocación. Frente a la primera actitud se impone la segunda, la que entiende que la expresión libre y errática no admite límites ni barreras, obstáculos o restricciones. No en vano se trata de espacios públicos para la libertad creativa cuya plasmación se convierte, a la postre, en algo efímero que justifica su preservación como testimonio de una idea y de una época que reniegan del vacío y buscan en el impacto visual el valor de las referencias que sobreviven, ya sea en el muro cada vez más desvaído o en la memoria subjetiva que, merced a la imagen provocadora, permanece vigilante.