Castrillo Mota de Judíos (Burgos)
El Norte de Castilla, 31 de mayo de 2017
El interés por el debilitamiento demográfico de los espacios rurales está de moda. En los últimos años el panorama literario se ha enriquecido con obras – algunas de gran éxito editorial - que encuentran en este argumento una motivación para dar a conocer, desde la visión que entrevera el ensayo con la ficción, las características y las tendencias de una realidad que no pasa desapercibida. Las referencias alusivas al fenómeno de la despoblación son numerosas, las percepciones resultan contundentes cuando el viaje hace suyos esos ámbitos donde el silencio se respira y los comentarios en torno a la soledad en que están sumidos los paisajes emanan del recuerdo y de las vivencias que de ellos se extraen. Lo que sorprende es que esta actitud de sensibilización cobre fuerza y aliente ahora la reflexión cuando del fenómeno hay constancia sobrada desde hace muchísimo tiempo. Numerosos testimonios literarios y científicos así lo atestiguan. Ni es un hecho reciente ni sus manifestaciones deben inducir a la sorpresa. Los análisis sobre la crisis poblacional del campo llenan los anaqueles de las bibliotecas, en las que reposan estudios, informes, pronósticos, debates, opiniones de toda índole. Es una realidad archiconocida, a cuya interpretación la Geografía ha dedicado algunos de sus más destacados afanes, plasmados en la atención prestada a la investigación de la regresión demográfica en los espacios no urbanos, nutrida de valiosas reflexiones teóricas y metodológicas que mantienen aún su plena vigencia.
Si el problema es conocido y con creces investigado mucho antes de que suscitara el interés que hoy reviste ¿por qué en la actualidad adquiere tanta resonancia? Me permito acudir a tres razones para explicarlo. La primera tiene que ver con el reconocimiento del territorio, por parte de muchos, como un factor clave en el desarrollo de la cultura social; es decir, se percibe y valora como una realidad cercana, repleta de elementos y referencias que motivan la atención e inducen al descubrimiento de los numerosos e interesantes matices que encierra. Por otro lado, no es indiferente a esta sensibilidad la constatación de los riesgos y las amenazas a los que se enfrenta, en el contexto de la despoblación, el patrimonio cultural localizado en los espacios rurales. Y, finalmente, influye también la sorprendente proyección mediática alcanzada por el tema, amparada en la atención concedida por los diferentes soportes de comunicación, y que se ha visto reforzada por los testimonios que desde la literatura han dado prueba fehaciente de una realidad que ofrece tintes dramáticos, provocadores de una atención inexcusable.
Al amparo de esta toma de conciencia crítica parece razonable profundizar en las causas a las que obedece la pérdida incesante de población y, sobre todo, valorar la efectividad de las estrategias adoptadas para su corrección ante el escenario de incertidumbre que las condiciona. Es evidente que la desvitalización demográfica no es sino el resultado de los efectos selectivamente provocados en el espacio por los cambios drásticos del modelo productivo tradicional, responsables directos de los desequilibrios fraguados entre el campo y la ciudad. En esencia, las transformaciones socio-económicas derivadas de la industrialización, de la mecanización de las labores agrícolas y de la diversificación de los servicios han actuado de manera concatenada para explicar el sesgo demográfico a favor de las ciudades, alimentado por las migraciones procedentes del mundo rural en un proceso de atracción creciente, imposible de neutralizar, acompañado de la racionalización de las tareas de las que anteriormente dependía el mantenimiento de la actividad agraria. A la postre, dicha tendencia, que se ha mantenido invariable a lo largo del tiempo, para hacer mella en los servicios y en la manufactura, ha acabado demostrando su irreversibilidad. El afianzamiento de la ciudad como ámbito primordial de residencia ha calado también en la mentalidad de la población campesina, sin que ello haya supuesto el abandono de las labores agrícolas, merced a la mejora de la movilidad y de las posibilidades de estabilidad económica permitidas por las ayudas a las rentas agrarias procedentes de la Política Agraria de la Unión Europea, con frecuencia utilizadas en fracción nada desdeñable para la realización de inversiones alejadas del entorno rural.
Contemplado de esta manera, y a tenor de la experiencia contrastada, puede decirse que el fenómeno de la despoblación, definido por el envejecimiento y las “privaciones sensoriales” de que habla Sergio del Molino, admite difícil réplica. Es justo y pertinente preocuparse por ello, respaldar las movilizaciones, los foros y las actuaciones encaminados a mantener viva la llama a favor de un universo que declina y no cejar en el empeño en pos de una recuperación cuyos adalides merecen una admiración y un respaldo sin fisuras. Sin embargo, hay que reconocer que no es una tarea sencilla ni permite, valorando las iniciativas puntuales que aportan quienes tratan de contrarrestarlo, perspectivas alentadoras, por más que la lucha a su favor esté plenamente justificada. Entre otras razones, porque no estamos ante una España vacía – pese a todo, la vida se mantiene - sino ante una España reconfigurada definitivamente por la despoblación, que ha dado origen a otras formas de organización del espacio y de la actividad. Y es que contemplarlo en función de los tibios dinamismos observados (utilización por diversas formas de ocio ocasional, reconstrucción de viviendas, producciones artesanales, recuperación de tradiciones, recurso a la historia recreada y al patrimonio como señuelos, etc.) nos lleva a la conclusión de que se trata de un escenario simbólico y representativo de la metamorfosis funcional que ha tenido lugar en el modo de concebir y organizar las relaciones de las sociedades con los espacios, rurales y urbanos, en los que se desenvuelven. Desde esta perspectiva la ruralidad se presenta ya con rasgos muy distintos a los que tradicionalmente – al menos hasta los años sesenta – la habían caracterizado. Es una ruralidad que, envejecida y vulnerable en estos tiempos de distopías, trata de sobrevivir modelada por las pulsiones, las apetencias y los comportamientos urbanos.
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