El Norte de Castilla, 15 mayo 2018
Lejos de diluir el significado de los recuerdos impactantes, el paso del tiempo permite valorarlos con mayor rigor y clarividencia. De hecho, su importancia en un momento determinado de la vida, y precisamente porque en cierta medida contribuyeron a modificarla, los convierte en vivencias inolvidables, de las que uno no acabará nunca de desprenderse. De ahí que, cuando se dispone de la suficiente perspectiva, superadas ya las parcialidades de juicio a que a menudo suelen conducir los momentos de tensión, la reflexión se serena y calibra mucho mejor la pluralidad de matices que la experiencia proporciona. Medio siglo ha transcurrido ya de todo aquello.
Para muchas personas de mi
generación, en una época en la que ya nos situábamos en la veintena de la edad
y el entorno universitario brindaba la posibilidad de apertura a nuevas sensibilidades, los sucesos
ocurridos en París, y en otras ciudades francesas, durante los meses de Mayo y
Junio de 1968, supusieron un momento clave del siglo XX, por lo que tenían de
transformación social y de toma de conciencia de un fenómeno histórico
excepcional. Quizá no lo fuera de forma inmediata, dadas las condiciones
políticas en las que aún se encontraba España, pero sí lo fue a medio plazo,
pues, aunque se asumía el retraso con que en nuestro país tenían lugar los
acontecimientos de cambio que comenzaban a perturbar los pilares de la realidad
europea, la mayoría era consciente de que tarde o temprano esos vientos iban a
rebasar los baluartes que hasta entonces los habían dificultado hasta hacerlos
desaparecer.
En principio, no fue fácil, ni quizá
posible ni deseado, sustraerse a los señuelos que fluían de allende los
Pirineos. Más bien apetecía sentirlos próximos. El conocimiento preferente de
la lengua francesa y una cierta admiración por las diversas manifestaciones de
su riqueza cultural hicieron sin duda más permeables las imágenes que ninguna
censura podía contener. La televisión, aún en blanco y negro, contribuyó a ello
en gran medida. No importaban los mensajes críticos y catastrofistas con los
que habitualmente se acompañaba en los medios españoles la presentación de los
hechos ocurridos. Bastaba con apagar la voz y centrar la mirada en la imagen trepidante.
La verdad es que no siempre era posible descifrarlos correctamente desde la visión
con que se había imbuido la educación recibida en las aulas de la época. Sin
embargo, por inusuales y sorprendentes, fueron referencias visuales que
llamaban mucho la atención, obligando, más que invitando, a su conocimiento e
interpretación.
En un ambiente de dictadura y
manipulación informativa como el que entonces envolvía a la sociedad española
aquellos acontecimientos hicieron mella en los ciudadanos de manera al
principio más bien individualizada para ir cobrando fuerza en grupos reducidos en
los que la comunicación y el ambiente propiciaban
el encuentro, hasta conseguir que los sucesos del Mayo francés tuvieran un
efecto catalizador de las sensibilidades compartidas. Fue, a mi modo de ver, un
proceso que fue creciendo a medida que los afanes particulares confluían en
entornos favorables en los que encontraban acomodo y confiada desenvoltura. Al
menos, esa fue la experiencia que yo tuve de acercamiento curioso a cuanto
ocurría en las calles de París. Fue una vivencia personal que tal vez sirva
para traer a colación algunos de los espacios interesantes que en ese momento
afloraron en Valladolid, al socaire de aquellas circunstancias. Lozanos en la
memoria sobreviven en mí los recuerdos acumulados del espacio surgido en el
Colegio Mayor de Santa Cruz, donde confluyeron personas y situaciones que
durante un tiempo hicieron posible satisfacer la curiosidad e interpretar, con
mayor o menor acierto, lo que iba sucediendo. En ese recinto se dieron cita la
inteligencia de José Ortega Valcárcel, la francofilia crítica de Ricardo Martín
Valls, la lucidez de José Luis Barrigón, cuando aparecía por allí, y las
reflexiones autorizadas y a mesa puesta de dos periodistas singulares, con gran
conocimiento de lo que acontecía en Europa. Se trataba de José Antonio Novais,
corresponsal de “Le Monde”, invitado a dar varias conferencias sobre el tema, y
de Walter Haubrich, que desde 1968 ejerció como corresponsal en España del “Frankfurter
Allgemeine Zeitung”, y que durante aquella primavera residió en el Santa Cruz.
Fueron encuentros memorables, largas tertulias, comentarios sobre lo que la
prensa decía, discusiones sin guión previo, siempre alentadas por las noticias
que llegaban de Francia y que acabaron desplazando a las imágenes, porque, en
esencia, de lo que se trataba era de valorar su significado y sus implicaciones
en aquella etapa tan crucial de la Historia del mundo y, particularmente, de
Europa.
Y lo cierto es que las lecciones
aprendidas no fueron baladíes. Muy pronto muchos españoles, aproximados al
fenómeno francés cada cual a su modo, se percataron de que Mayo del 68, y más
allá de sus contradicciones, abrió ventanas que hasta entonces habían estado
cerradas o apenas entreabiertas. Descubrió nuevos horizontes, alentó los
debates en los lugares más insospechados y puso al descubierto las carencias de
que adolecíamos en España. Supuso, en fin, un cambio cualitativo en la
percepción de la política y de la realidad social, así como en el
reconocimiento del papel desempeñado por la libertad de pensamiento y de opción
ideológica. Por eso, cuando al año siguiente, y ante la prohibición de celebrar
en Valladolid un recital de Paco Ibáñez, un grupo de estudiantes nos
desplazamos en autobuses a Palencia, donde el acto sí fue autorizado, para oír,
musicalizados, los versos de Gabriel Celaya, de Blas de Otero o de Miguel
Hernández, todos sentimos que desde ese Mayo emblemático ya nada sería igual
que antes. Por cierto, la autorización del recital estaba condicionada a que
fuese un acto académico, en el que había que impartir una conferencia. El
geógrafo José Ortega Valcárcel fue el encargado de hablar sobre “los paisajes
españoles” y de presentar a Paco Ibáñez. Con mayor o menor optimismo, éramos
conscientes de que poco a poco también comenzaba la primavera en Valladolid.
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