El Norte de Castilla, 5 de Octubre de 1998
Hace algún tiempo, y con ocasión de un debate sobre la situación de
Pero esa es otra cuestión, en la que ahora no deseo entrar. Mi defensa del maestro universitario, con toda la riqueza de matices y connotaciones que encierra el término, se debe a la convicción de que el proceso formativo del docente y del investigador sólo es realmente sólido y cobra consistencia cuando se fragua al socaire de la relación mantenida con alguien cuya autoridad intelectual, prestigio y profesionalidad le convierten en el depositario de ese enorme caudal de posibilidades capaces de enriquecer una trayectoria que de ninguna manera puede consolidarse en solitario o de forma meramente autodidacta. Da igual que quien merezca este tratamiento se encuentre cercano o distante en el espacio, que la diferencia de edad sea mayor o menor, que la relación se resuelva en un clima de sintonía o de permanente controversia. A la hora de la verdad todo eso es indiferente, porque de lo que se trata es de que la relación entre maestro y discípulo, construida en torno a un equipo y sobre la base de un proyecto sólido de descubrimiento y transmisión del saber, esté claramente definida por el margen de responsabilidades que compete a cada cual y por el propósito compartido de que el contacto sea gratificante para ambas partes y, sobre todo, provechoso para la que, por razones obvias, más tiene que aprender.
Si creo y defiendo estas ideas es porque la fortuna me ha hecho conocer y valorar en toda su plenitud las ventajas que entraña el haber disfrutado de un excelente maestro. Este rango se lo concedo con gratitud y sin reservas de ningún tipo al Profesor D. Jesús García Fernández, Catedrático de Geografía Física, que a finales de este mes concluye por edad su labor académica convencional para encaminarse, ya con todos los parabienes como profesor emérito, hacia una jubilación activa, es decir, sin ruptura alguna con la que ha sido una de las trayectorias científicas más fecundas y meritorias efectuadas en el Alma Mater vallisoletana. No voy a aludir a la importancia que ha tenido para mí una vinculación académica y científica que contabiliza ya siete lustros, en mi caso toda una vida. Circunscribir la valoración a una cuestión meramente personal empequeñecería la talla del personaje, pues la rebasa con holgura para convertirse en algo que, en justicia, no debiera pasar desatendido ni en la ciudad que le vió nacer ni en la región a las que ha dedicado la mayor parte de sus desvelos y muchas de sus contribuciones más conspicuas.
Quienes le conocen sabrán bien de qué estoy hablando y se mostrarán de acuerdo conmigo cuando afirmo que el conocimiento científico de Castilla y León sería muy distinto, y desde luego, mucho más pobre sin la ingente aportación llevada a cabo mucho antes de que se comenzase a hablar con propiedad de lo que hoy constituye, ya sin confusiones para nadie, el territorio de nuestra Comunidad Autónoma, tal y como quedó demostrado en el Primer Congreso sobre la región celebrado en Burgos en 1982, y del que fue su principal artífice. Sus trabajos sobre ella, como parte de una obra muy notable, han definido un modo de entender la realidad en el que encuentran perfecto engranaje la sensibilidad por la tierra y el análisis de los hechos sin concesiones a la especulación vana ni al tópico fácil. Asumiendo los enfoques empiristas y racionalistas que tanto prestigio aportaron a
En sus escritos ha sabido crear además un estilo inconfundible, muy personal, tan original como su letra manuscrita, y con la ventaja añadida de saberlos transmitir con la profundidad y voluntad divulgadora que unicamente pueden provenir de quien está seguro de lo que hace, fiel a unos enfoques que, resistentes al paso del tiempo aunque permeables a la reflexión crítica, han acabado por darle en buena parte la razón. En esta tarea no se ha encontrado sólo, pues, aunque los cambios en la vida universitaria hayan lesionado en los últimos años la supervivencia de la labor en equipo y provocado un exceso de atomización en la forma de organizar el trabajo, la huella de su magisterio se deja sentir, directa o indirectamente, en cuantos en Valladolid y en otras Universidades españolas y extranjeras se sienten tributarios de un entendimiento de
Pero anteponer este argumento a la valoración objetiva de su encomiable bagaje universitario supone una distorsión impropia, sobre todo cuando, por encima de todo ello, prima el balance conseguido y la gallardía demostrada en la defensa de posturas y de actitudes que, en los años dificiles de la dictadura, eran respaldadas excepcionalmente por muy pocos. Tanto entonces como ahora García Fernández ha permanecido fiel a su ideario, sabiendo forjar, con sus iniciativas y su impresionante capacidad de trabajo, un legado que enaltece y prestigia a nuestra Universidad.
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