El Norte de Castilla, 2 de Diciembre de 1998
Durante la presente legislatura la cuestión nacionalista ha llegado a alcanzar en España cotas de tensión que no dejan de sorprender tanto a propios como a extraños. A quienes desde fuera del país examinan con curiosidad el decurso de los acontecimientos les resulta dificilmente comprensible el hecho de que, cuando se cumplen veinte años del referendum constitucional, que tanto ha contribuido a la resolución de contenciosos históricos pendientes, todavía la configuración del modelo de Estado siga suscitando conflictos, alentando aceradas discrepancias y, lo que es más preocupante, manteniendo abierta una sensación de incertidumbre que nadie sabe con seguridad cuándo y cómo será definitivamente superada.
Pero es, sobre todo, en el escenario de los contactos y las relaciones labrados entre los españoles, donde el problema adquiere, como es natural, perfiles de confusión y enrarecimiento que en nada ayudan a afianzar la edificación sólida de ese espacio moderno y fecundo de convivencia que muchos creemos ha de ser España. Ciertamente, la densidad del clima tiene mucho que ver con los ambientes de controversia que periódicamente reverdecen con motivo de las campañas electorales o con circunstancias coyunturalmente propicias para enmarcar dentro de la polémica el resultado deseable de los procesos de negociación, habitual “tour de force” de la política española.
La historia reciente de nuestro país está jalonada por un sinfín de episodios de esta naturaleza, hasta el punto de que los efímeros momentos de libertad vividos desde el último cuarto del siglo XIX hasta nuestros días tienen en la voluntad de afrontar la cuestión de la estructura politico-territorial del Estado uno de sus principales factores de engarce, por más que, como bien se sabe, siempre resultaran fallidos hasta que la Constitución de 1978 trató de saldar un problema histórico, de cuya eficaz solución dependía la consolidación de la democracia.
Me inclino a pensar que la subida de tono a la que hemos asistido en los últimos meses augura que tal vez nos encontremos ante una etapa nueva, distinta de las anteriores, marcada por rumbos imprevisibles, sobre todo cuando se tienen en cuenta la fuerte carga emocional de los argumentos utilizados, las salidas extemporáneas de la mayoría de los líderes políticos, y la dificultad de encontrar, en medio de este pandemonium, opciones de salida realmente satisfactorias para todos. Nunca como hasta ahora se había llegado a una decantación tan rotunda de las posturas ni las razones blandidas para defenderlas se mostraban tan alineadas a favor de posiciones que, pugnando entre sí con escasas posibilidades de confluencia, han llegado incluso a amenazar con poner en entredicho el valor de compromisos - el texto constitucional o las mesas de Ajuria Enea y Madrid - que siempre se habían considerado como los firmes asideros de una voluntad compartida frente a cuestiones de particular relevancia.
En mi opinión una parte sustancial del discurso planteado ha seguido poniendo el énfasis en la vieja polémica empeñada en confrontar la vitalidad “per se” de los nacionalismos periféricos con la obsolescencia de una visión castellano-céntrica de España, renuente a asumir la capacidad innovadora que aquéllos representaban como una realidad que, insatisfecha con el modelo de Estado cimentado en la Constitución, perseguía su afianzamiento en el contexto de la posición adquirida en una Europa integrada, en la que las reivindicaciones nacionalistas podrían encontrar una inserción más confortable y afín a sus pretensiones de autogobierno. Sobre esta argumentación, que los partidos nacionalistas vasco y catalán han sacralizado al máximo, se ha sostenido una estrategia que, cerrada a cualquier tipo de polémica, no ha hecho sino profundizar en la dicotomía señalada, hasta convertirla en una especie de fractura crónica entre territorios que es preciso a todas luces superar con inteligencia, audacia y sobre todo con auténtica capacidad de iniciativa política.
Una modificación que sólo puede venir de la mano de actitudes que, eliminando trasnochados estereotipos, hagan de ella una región abierta e innovadora, en la que cobren idéntica fuerza las posturas defensoras sin reticencias de la plurinacionalidad del Estado y las que al tiempo subrayan las múltiples ventajas y oportunidades que se derivan de una visión integradora de los diferentes elementos que lo componen. Conciliar las ideas de pluralidad e integración, de reconocimiento del valor de la diferencia y de la solidaridad, e impulsarlas con la consistencia que otorga el propio convencimiento y la solidez de los argumentos esgrimidos, poniendo al descubierto toda la riqueza de connotaciones propositivas que entraña, puede convertirse en una de las principales contribuciones que desde Castilla y León cabría hacer en estos momentos de zozobra e indefiniciones, en los que ni la unilateralidad de los planteamientos ni su artificial confrontación ni los enfoques a corto plazo parecen aconsejables.
Por el contrario, abundar en la línea señalada no sería tampoco una sugerencia baladí para conmemorar con verdadero sentido del momento histórico el doble compromiso que para nuestra región presenta en este año de efemérides conseguir la eliminación de las falacias acuñadas sobre ella hace un siglo y sentar las bases que permitan articular, en el vigésimo aniversario de la Constitución, una reflexión moderna, abierta y con visión de futuro sobre las tres vertientes - político, cultural y constitucional - desde las que necesariamente ha de ser concebida la vigencia y razón de ser de un Estado en el que, al fin, nadie se sienta extraño ni incómodo.
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