Aunque cese de inmediato o el ímpetu de su fuerza amaine, los impactos de
la erupción que comenzó el 19 de septiembre de 2021, año segundo de la
pandemia, marcarán para siempre la configuración del paisaje y de las formas de vida en la isla española de La
Palma, en el archipiélago canario. Y también lo hará la percepción de lo que, dentro y fuera de la isla,
ese fenómeno ha provocado en un espacio insular de reducida dimensión, de
cierta entidad demográfica y con destacada actividad agraria. Son rasgos que
agravan la magnitud de la erupción y sus derivaciones.
Geográficamente es un tema
de enorme importancia por su gravedad global. Todo se trastoca, la destrucción
es masiva y de manera traumática. No es posible, por más lejos que se viva de
aquel escenario, apartar la mirada de las alteraciones producidas en el paisaje
y en la vida de quienes allí residen y se afanan por vivir en medio de la
catástrofe natural más catastrófica de todas: la ocasionada por la furia
interna de la Tierra, inmensa e indómita cuando se desencadena. No hay peor
tragedia territorial en espacios habitados que la que traen consigo un volcán y
los seísmos que lo acompañan. La tierra tiembla, mientras descubre sus
magmáticas interioridades. A diferencia de lo que sucede con otros accidentes
naturales, no hay posibilidad alguna de control. Las emisiones acabarán, pero
nadie prevé cuándo. Las perturbaciones atmosféricas, siempre anticipables,
duran unos días; las telúricas nunca se sabe.
La incertidumbre crea
desasosiego, ansiedad, estrés y mucha sensación de vulnerabilidad. Día tras día,
hora a hora, permanentemente, sin descanso. La imaginación queda desbordada ¿Se hacen una idea de las sensaciones
acumuladas por los niños y por las personas en situación de fragilidad? Estruendo
incesante, aire enrarecido, luminosidades indeseadas, fulgores que aterrorizan,
vertidos incandescentes y sin control, sensación de impotencia, destrucciones
erráticas, personas asustadas y a la deriva, con las manos vacías y el rostro
entre despavorido y resignado, plantaciones, viviendas e infraestructuras básicas
desaparecidas y reemplazadas por hectáreas inabarcables de malpaís, un futuro
imposible de planificar hasta que todo acabe. Sus pertenencias, las que
presurosamente han podido salvaguardar en medio del pánico, caben en un metro
cuadrado de un almacén.
Todos somos la isla La Palma, el archipiélago canario se imbrica en nuestras vidas. Nos pertenece y lo sentimos nuestro. Aunque el volcán
termine, jamás será posible olvidar el otoño de La Palma, aquel en el que el
palmero no ha podido decir a la palmerita "que se asome a la ventana, que
su amor la solicita". Lo volverá a cantar, pero ya el espacio no será lo
mismo. Aunque el paso del tiempo todo lo diluye, no podemos admitir que quede difuminado
el recuerdo de las trenzas de lava solidificada, piroclastos y ceniza con su
poder arrasador y para siempre.
La erupción ha finalizado a los 85 días de su estallido. Ha coincidido con la Navidad. Mas la pesadilla no ha terminado. Queda por delante un largo camino hacia la recuperación: de la vida, de lo perdido, de lo abandonado, de la confianza en el futuro. No es un problema estricto de la isla o del archipiélago canario. Es un problema de todos.
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