El Mundo- Diario de Valladolid, 25 de Febrero de 2009
Conmemorarel décimoaniversario delapromulgación del Estatutode Autonomía de Castilla y León representa, desde luego, mucho más que la mera evocación de una efeméride relevante. Es, ante todo, una ocasión particularmente propicia para efectuar con rigor el balance de lo logrado durante un periodo de tiempo que, si breve en su dimensión cronológica, ha coincidido sin duda con una de las etapas más importantes y decisivas en la evolución histórica de la España contemporánea. De ahí que cualquier intento de valoración de lo que en realidad ha supuesto para nuestra región el desenvolvimiento de la experiencia autonómica no pueda hacerse sin tener en cuenta al mismo tiempo la doble perspectiva en que, a mi juicio, conviene enmarcar necesariamente la trayectoria del proceso.
Dicho de otro modo, si, por un lado, se trata de comprobar hasta qué punto las ilusiones abrigadas a raíz de la entrada en vigor del Estatuto de Autonomía se han visto satisfechas o decepcionadas, no resulta menos interesante, por otro, hacer una ponderación rigurosa sobre el papel que realmente ha desempeñado Castilla y León en el contexto de los cambios que de manera tan rotunda como generalizada han afectado a la sociedad y a la economía españolas a lo largo del decenio trascurrido.
Parto de la idea de que, en general, no han sido escasos ni baladíes muchos de los esfuerzos que los diferentes gobiernos autonómicos han realizado desde 1983 para alumbrar horizontes de cambio e impulsar nuevos dinamismos en la Comunidad cuya gestación resultó la más laboriosa y conflictiva de cuantas vieron la luz al socaire del Art. 143 de la Constitución. En buena medida la tarea realizada sobre una base inicia] tan frágil puede ser calificada de honrosa, por más que la crítica deba prevalecer tanto a la hora de enjuiciar determinadas carencias o errores estratégicos como de evaluar las repercusiones derivadas de líneas de actuación no siempre acordes con las necesidades reales de un territorio necesitado ante todo de estabilidad y de una gran dosis de autoconfianza, que sólo podían estar garantizadas, dejando de lado cualquier tipo de sobresalto inoportuno o de pragmatismo político, por la coherencia, sensibilidad y dedicación desinteresada de sus dirigentes. Bien sentadas estas premisas, considero oportuno hacer una sucinta reflexión sobre las dos perspectivas antes mencionadas.
Respecto a la primera de ellas, es bien cierto que los avances logrados a través del autogobierno no se corresponden con las entusiásticas expectativas abiertas a comienzos de los ochenta. . Aunque atribuibles a la endeblez de los cimientos previamente construidos, han sido demasiado patentes las vacilaciones y titubeos que han entorpecido el afianzamiento de la conciencia autonómica, entendida en su dimensión más operativa, eficiente y solidaria. Y precisamente porque la base de partida era tan precaria es por lo que merece especial hincapié la crítica que hoy debe hacerse sobre la tibieza de muchas de las actuaciones encaminadas en esa dirección. Salvo en cuestiones muy concretas, y por lo común circunscritas en su proyección a un sector minoritario de la sociedad, se ha adolecido sistemáticamente de indecisión o falta de iniciativas concebidas para profundizar en el conocimiento de las posibilidades que entraña el desarrollo de una voluntad de cohesión regional, de valor inestimable cuando se trata de potenciar al máximo los propios recursos y de competir al tiempo en un contexto dominado a gran escala por la acreditación permanente de las ventajas comparativas.
En consecuencia, podemos afirmar que aún no se ha producido ese salto cualitativo que, en mi opinión, resulta a todas luces indispensable para que el ciudadano castellano-leonés asuma, al fin, compromisos de solidaridad con los problemas que afectan al conjunto de su propio ámbito autonómico, para, de esta forma, superar definitivamente la tradicional disociación que la mayor parte de ellos sigue estableciendo todavía entre los intereses que estrictamente afectan a su provincia y los del resto.
Sin que esta voluntad de pertenencia a un proyecto común, firmemente apoyado en el convencimiento del margen de maniobra permitido por la consolidación del hecho autonómico, se halle bien cimentada, no parece factible alcanzar el nivel de robustecimiento deseable de la personalidad castellano-leonesa en las esferas nacional v comunitaria.
Es esta también otra de las carencias parciales que se inscriben en el envés de lo realizado en la década que ahora conmemoramos. Pues, en efecto, cuando se analiza la evolución seguida por la Comunidad en el concierto de las magnitudes socio-económicas generales, no percibimos durante este tiempo un avance significativo de su posición en el ranking formado por las regiones españolas, toda vez que la persistencia reiterada de Castilla y León en la mitad inferior de la serie testifica las escasas variaciones observadas en su dinámica de desarrollo, lo que viene agravado a su vez por el incremento gradual de la tasa de desempleo y la ligera pérdida de peso comparativo en las tres variables (PIB/hab., Tasa de ocupación y Renta Familiar Disponible/hab.), que pueden ser utilizadas para identificar la entidad económica de un espacio determinado.
Situación que, por cierto, no deja de ser paradójica con el descenso registrado en cifra de habitantes a lo largo del último periodo intercensal, cuando precisamente Castilla y León ofrece un saldo negativo, compartiendo en solitario esta misma tendencia con las regiones atlánticas más intensamente lesionadas por el ajuste industrial. Estos indicadores son, entre otros, una muestra elocuente de las insuficiencias mostradas para captar o beneficiarse con cierta entidad en los influjos positivos resultantes de la etapa expansiva vivida por la economía española en la segunda mitad de los ochenta, que, desde la iniciativa central, apenas se ha materializado en algunas realizaciones puntuales, más en consonancia con proyectos infraestructurales de dimensión suprarregional que con voluntad de contribuir en nuestro caso al relanzamiento de medias efectivas y consistentes de desarrollo.
Por el contrario, han sido éstos también los años en que las implicaciones de la integración comunitaria han comenzado a ofrecer su faz más pragmática y selectiva. Asistiendo, inermes, a la profundización sin paliativos de la crisis del mundo rural, posiblemente la más traumática entre las regiones españolas, no menor ha sido la sensación de impotencia a que nos ha llevado la desestabilización o derrumbe de elementos emblemáticos de nuestro sistema productivo minero-industrial, que no ha hecho sino reproducir a escala regional los graves perjuicios ocasionados por una estrategia de crecimiento descontrolada y a corto plazo. No invita, pues, al simple optimismo Ja celebración del décimo aniversario del Estatuto de Autonomía.
Pero tampoco el diagnóstico de la realidad debe inducir a desestimar el significado del hecho ni, muchos menos, al abatimiento o a la desesperanza. Después del tiempo transcurrido, y ante las nuevas reglas de juego que imponen de consumo el reconocimiento creciente del hecho regional en el ámbito comunitario, la necesaria y prevista revisión de las funciones a desempeñar por la Administración Central y las llamadas comunidades de «vía lenta», y la tendencia al' incremento de la autonomía para la utilización de los recursos que sin duda ha de articularse a partir de un sistema de financiación congruente con las necesidades reales, todo parece abogar a favor de una racionalización del proceso autonómico en España, todavía inconcluso.
En estas circunstancias, cabe plantear si diez años después de la promulgación del Estatuto de Castilla y León se ha cumplido satisfactoriamente «el periodo de rodaje y ahondamiento de la conciencia de autogobierno», utilizando a propósito una expresión elocuente del Dr. García de Enterría. Si la respuesta es negativa, me temo que habremos desperdiciado una etapa decisiva de nuestra historia, con la consiguiente dificultad para recuperar el tiempo perdido. El que, en cambio, no sea así depende de que los grandes e ineludibles retos que hoy se presentan ante nuestra Comunidad Autónoma sean afrontados con la energía, imaginación y voluntad de decisión política construidas sobre la base de un territorio y de una sociedad bien cohesionados, conscientes de sus posibilidades y capaces de superar, al fin, la visión fragmentaria y cicatera de sus problemas.
El Mundo-Diario de Valladolid, 29 de Octubre de 1992
Tuvo razón el Sr. Rector de la Universidad de Valladolid cuando, en el discurso inaugural del nuevo año académico, hizo referencia al hecho de que, por tercera vez, iba a tener lugar el desmembramiento del Distrito Universitario, coincidiendo en esta ocasión con la ya anunciada creación de la nueva Universidad con sede en Burgos. Si la evocación fue oportuna, no es menos cierto que la fractura actual ofrece rasgos propios y responde a motivaciones muy distintas a las anteriores.
Ya no se trata, en efecto, de proceder a la puesta en marcha de instituciones de este rango en ámbitos regionales específicos, con fuerte personalidad político-cultural, como sucedió en el caso del País Vasco, o favorecidos por la particular configuración autonómica del Estado, que inevitablemente justificaría a la postre el nacimiento de la Universidad de Cantabria. Por el contrario, y bajo premisas bien diferentes, la remodelación ahora proyectada se realiza en el seno de la misma Comunidad Autónoma, sobre la base de un sistema educativo estructurado en un amplio «campus» con el que se han mantenido siempre conexiones muy estrechas, fortalecidas por los firmes vínculos de colaboración que progresivamente, y sobre todo desde la integración del Colegio Universitario en 1983, se han ido afianzando hasta convertir a los estudios impartidos en Burgos en una estructura académica plenamente integrada, en la estructuraorganizativa de Valladolid.
De ahí que el reconocimiento de su emancipación suponga algo más que la simple individualización orgánica de unas enseñanzas, de cuya calidad actual no se debe dudar, pero que, efectivamente, han sido hasta ahora subsidiarias de un complejo docente y científico que rebasa con creces los estrictos límites de la nueva sede universitaria. Ello se traduce en la existencia de imbricaciones múltiples, que van desde el diseño de los Planes de Estudio y las interrelaciones del Profesorado, establecidas a través del sistema departamental, hasta los diferentes aspectos relacionados con la infraestructura de medios y personal, que conforman un patrimonio común y cuya disociación no puede hacerse sin tener en cuenta las implicaciones, posiblemente críticas en muchos casos, que de ello puedan derivarse.
Con todo, una vez tomada la decisión, carece de sentido cuestionarla, entre otras razones porque tal actitud sería errónea, vana e inoportuna y porque además tampoco habrían de tener gran peso argumentos esgrimidos en otra dirección frente a los poderosos motivos que, al parecer, subyacen en la justificación político-estratégica de la medida. En , consecuencia, sólo cabe, tal y como están las cosas, aceptar el hecho consumado, congratularse con él, felicitar a sus promotores y desear que la iniciativa esté a la altura de lo que la sociedad burgalesa se merece.
Mas este reconocimiento no impide, admitiendo la indudable trascendencia del tema, suscitar algunas reflexiones de interés, con la vista puesta en el futuro, con una actitud solidaria hacia la nueva experiencia y con el deseo de que nuestro sistema universitario logré los debidos niveles de eficiencia y competitividad. En principio, no parece fuera de lugar dejar, constancia de la sorpresa que supone el hecho de que unos estudios acaben cristalizando en una estructura universitaria independiente sin que las directrices del proceso ni los necesarios y sutiles ajustes que requiere su culminación hayan sido objeto previamente de un análisis riguroso por parte de la institución donde se hallan inmersos. Ya que tanto la gestación de la nueva Universidad como los pormenores que inevitablemente acompañan a su puesta en práctica no han formado parte en ningún momento de los grandes temas -y ciertamente éste lo es- que han galvanizado en los últimos años la atención de la Universidad de Valladolid. Ha sido, en cambio, un proceso silencioso, casi desapercibido, que paulatinamente se ha ido fraguando en los despachos oficiales hasta cristalizar de pronto en una realidad tan definida como irreversible, siempre en medio de la más absoluta indiferencia y despreocupación.
¿Podría haberse hecho de otro modo? Qué duda cabe. Pues no en vano, cuando las Universidades poseen un elevado grado de autonomía y cuando los recursos y los objetivos son compartidos, es correcto pensar que la materializacón de la idea debiera haber estado sustentada en un análisis a fondo del proyecto, acomodándolo a los principios de una lógica universitaria orientada a la racionalización de las decisiones, sobre todo cuando se trata de construir en los plazos adecuados una estructura sólida y con las garantías necesarias.
De ahí que, dejando de lado el factor de oportunidad y al margen de la retórica convencional, no sea ocioso plantearse de qué forma la creación de la Universidad de Burgos puede repercutir en la revitalización del sistema universitario regional. Pues a nadie se le oculta que, una vez el proyecto en marcha, surge la incógnita de hasta qué punto los cambios que su implantación pueda generar van a ser positivos o no para el desarrollo de la enseñanza superior en nuestra Comunidad Autónoma. Y es que una Universidad representa algo más que la mera existencia de un «campus», de una plantilla y de unas instalaciones más o menos desarrollados. Su funcionalidad va asociada, ante todo, a la materialización de un programa bien diseñado y concebido a largo plazo, así como a una estrategia de crecimiento y de proyección de futuro racionalmente planteada.
Por tanto, y teniendo en cuenta el contexto singular en que se ha desenvuelto el despliegue de la iniciativa y los fuertes condicionamientos y presiones político-localistas que la han inspirado, cualquier intento de renovación y sintonía con los parámetros de una Universidad moderna exige necesariamente la neutralización inmediata de tales servidumbres e hipotecas.
Dicho de otro modo, la operatividad de la Universidad burgalesa depende muy directamente de su voluntad decidida para superar a corto plazo las limitaciones estructurales de origen, abriéndose al exterior e incorporando a las fuerzas más dinámicas de la sociedad, para convertirse en una institución permeable tanto a los impulsos que le puedan venir de fuera como a los estímulos de la competencia y de la cooperación con otras Universidades, y entre ellas la de Valladolid. Si esta estrategia es acometida con decisión y eficacia, el éxito de la Universidad de Burgos estará de antemano garantizado y permitirá asegurar su pronta consolidación como una pieza fundamental del entramado universitario castellano-leonés; en caso contrario, es de temer que su trayectoria no será muy diferente a la de esa amalgama de pequeñas universidades que, a menudo víctimas del voluntarismo y la improvisación, tanto han proliferado en el panorama universitario español en los últimos años, y cuya imagen, por más que la rúbrica de Universidad las identifique formalmente como tales, languidecen bajo la losa sombría de un panorama dominado por el aislamiento y la mediocridad.
Los acontecimientos que tan decisivamente están convulsionando al mundo contemporáneo revisten, en virtud de sus múltiples manifestaciones y consecuencias, una importancia primordial para explicar la intensa remodelación a que se ve sometida la imagen que del planeta ha tenido hasta hace bien poco el ciudadano, hoy asombrado y expectante frente a una realidad mutable y en permanente e imprevisible metamorfosis.
Con especial celeridad, las modificaciones experimentadas en el trazado de fronteras, convencionalmente consideradas como algo inamovible, la aparición de nuevos Estados o los intentos por afianzar, en otros casos, la edificación de proyectos integradores de carácter supranacional constituyen una de las tendencias más significativas de este periodo de fin de siglo, cimentando las bases de un nuevo esquema interpretativo de las estrategias geopolíticas, cuya valoración va mucho más allá de la descripción superficial de los hechos en su mera secuencia diacrónica.
Pero si es cierto que cuanto sucede recientemente va a obligar de inmediato a recomponer la cartografía y a replantear muchas de las reflexiones concernientes a amplias áreas de la Tierra, no es difícil al propio tiempo comprobar hasta qué punto en los momentos actuales cobran también especial trascendencia, hasta imbricarse de lleno en las preocupaciones de la sociedad, fenómenos de tanta relevancia como la degradación medioambiental, la dicotomía campo-ciudad, la crisis de las áreas metropolitanas, la internacionalización de las actividades económicas, sin olvidar, obviamente, el alcance y dimensión de los antagonismos y desigualdades que, a todas las escalas, fragmentan la configuración de la sociedad y del espacio contemporáneos
Noción de espacio
Nos encontramos, en fin, ante un panorama complejo, henchido de problemas y comportamientos múltiples, cuya consideración, intelectualmente sugestiva, no hace sino revalorizar el significado teórico del concepto sobre el que reposan y en función del cual es necesario concebir los dinamismos que los caracterizan. Tras ellos subyace, en efecto, la noción de espacio, como fundamento real y tangible de las diferentes formas en que se materializan los diversos modelos- de organización resultantes de las interacciones planteadas entre la sociedad y su entorno.
Son modelos que resultan de la materialización de un proceso dialéctico, en continua mutación, y en el que intervienen un sinfín de variables explicativas de la heterogeneidad espacial, que sólo es posible entender a partir de los condicionantes históricos, de las estructuras socio-demográficas, de las posibilidades ofrecidas por el potencial ecológico, de los niveles de desarrollo económico-tecnológico alcanzados y de la posición correspondiente en el sistema de relaciones construidas a escala mundial.
De ahí que, por encima de la visión unidimensional que cada una de ellas pueda suministrar, el conocimiento del espacio, de sus caracteres y problemas, aparezca siempre ligado a la formulación de una perspectiva integradora que, partiendo de la multiplicidad de factores y elementos que lo conforman e identifican, propicie su intelección con criterios de globalidad e interdependencia.
A tales objetivos y propuestas metodológicas, de inestimable valor formativo y siempre acordes con la pretensión de desentrañar los mecanismos que intervienen en la configuración de la realidad espacial, responde la razón de ser de esa ciencia que, con el nombre de geografía, se debate en nuestros días entre la renovación de sus planteamientos científicos-didácticos y la infraestimación de que adolece en el panorama de los saberes con proyección formativa básica.
Y en este sentido no deja de ser tan sorprendente como inadecuada desde todos los puntos de vista la contradicción en que, a la postre, va a quedar sumida su posición en la estructura del sistema educativo español, donde, frente al reconocimiento que se le otorga en el rango universitario como titulación con personalidad y entidad específicas, se detecta una voluntad decidida por relegarla al contexto de las disciplinas marginales, en el que ni siquiera ha de cumplir la finalidad de saber complementario teóricamente otorgado a las asignaturas englobadas bajo el epígrafe genérico de la optatividad.
Pues, ¿cómo, si no, habría que interpretar la irrelevancia que en el nuevo bachillerato va a tener una ciencia que únicamente figura como campo de saber opcional en el segmento de humanidades y ciencias sociales, sin que sus contenidos y finalidades aparezcan recogidos de forma explícita en ninguno de los otros bloques que conforman el organigrama proyectado? Más aún, la sensación de marginalidad se reafirma al constatar que, dentro de las grandes áreas de conocimiento contempladas en el diseño global, es precisamente la geografía la que se sitúa en el nivel de representación más ínfimo, ya que la polivalencia que se admite para las demás, susceptibles de figurar en varias opciones o en los dos cursos, no es reconocida para una materia, que, aislada y desconectada del resto, puede convertirse en un referente académico no exento de excepcionalidad y de cierta connotación de atipismo.
Marginalidad
Tan exigua representación, no parangonable con la que al tiempo se la concede en los programas vigentes en los países de nuestro ámbito cultural más próximo, mediatiza sobremanera el desarrollo de los contenidos, limitándolos a epígrafes muy concretos del amplio abanico temático hacia el que, teóricamente, debe proyectarse una adecuada formación geográfica.
Circunscrita a la "lectura y comprensión de lo que significa España y su marco geográfico", los objetivos pretendidos persiguen algo tan encomiable como el conocimiento de la realidad territorial española, en su doble perspectiva ecológica y humana, cuyo análisis se complementa con un apartado referido a la Comunidad Económica Europea, que se muestra más como un apéndice del programa general que como un núcleo temático con entidad propia. Poco habría que decir, sin embargo, de la función asignada a esta disciplina, si no fuera porque el aprendizaje de los contenidos que encierra van destinados a una fracción minoritaria • —tal vez residual— de los alumnos que cursan el bachillerato, al permanecer al margen de los mismos todos aquellos que no canalizan sus preferencias hacia la opción de humanidades y ciencias sociales. Y, desde luego, no deja de ser preocupante asimismo él propósito de que la educación obtenida en este nivel haga caso omiso por completo de aspectos de gran significado formativo actualmente, como son todos los relacionados con la estructuración regional del país (¿cómo justificar la ausencia de un tratamiento más desarrollado de la complejidad territorial de España, soporte ineludible para captar el sentido de la construcción autonómica del Estado?) o con la propia regionalización del mundo en grandes espacios homogéneos.
Los riesgos que se derivan de este empobrecimiento de los saberes geográficos en el Bachillerato no tardarán en aflorar en nuestro panorama educativo. Menoscabando la importancia de-un campo de conocimiento de valor esencial en la tradición cultural europea, se perfila ante nosotros una situación tan lamentable como la que se manifiesta en el hecho de que, si en lo sucesivo la mayoría de los estudiantes españoles de bachillerato —y por tanto, de quienes acceden a la Universidad— va a desconocer la realidad geográfica de su propio país, la ignorancia será además generalizada y abrumadora cuando se trate de interpretar los procesos y los fenómenos que se plantean en el resto del mundo, privándoles así de los elementos de juicio capaces de estimular su sensibilidad por cuanto acontece más allá de sus fronteras.
Cultura aespacial
En otras palabras, asistiremos al progresivo y lamentable fomento de una cultura aespacial, en gran parte enajenada de la realidad e indiferente a la problemática que la caracteriza. Con ello no se hará sino agravar una carencia de formación, que hoy ya muestra indicios francamente críticos.
Si hace unos días este mismo diario se hacía eco de un sondeo efectuado entre universitarios madrileños, donde se señalaba, entre otras conclusiones bien expresivas, que un porcentaje muy elevado desconocía la localización de las repúblicas yugoslavas o del Estado de Israel, el transcurso del tiempo nos mostrará sin paliativos hasta qué punto esta inopia de conocimientos, alentada por un exceso de banalidad en el tratamiento de los fenómenos espaciales, será moneda corriente incluso a la hora de situar en un mapa los territorios con los que teóricamente se encuentren más familiarizados.
Carencia a la que, por otro lado, habrá que unir la que, en la mayor parte de los casos y más grave aún, venga inducida por una ostensible incapacidad intelectual para interpretar correctamente las grandes tendencias rectoras de las dinámicas espaciales del mundo contemporáneo, que, baladíes por desconocidas, tenderán a convertirse en realidades sistemáticamente ignoradas en detrimento de un proceso de formación integral, en el que debiera quedar garantizada, como premisa irrenunciable, la necesaria compatibilidad entre el desarrollo de las habilidades científico-técnicas y la rigurosa aprehensión de los conocimientos que sustentan la sensibilidad por la memoria histórica y por los factores que, debidamente concatenados, modelan a las sociedades y a los espacios de nuestro tiempo.
Muchas de las tensiones que aquejan a la sociedad contemporánea tienen su raíz en los problemas planteados en torno al hecho urbano, verdadero catalizador de las preocupaciones esenciales de nuestro tiempo y fenómeno desencadenante de conflictos múltiples, asociados a la complejidad de sus dinamismos intrínsecos y a las disparidades de toda índole que, como consecuencia de ello, tienen lugar en la ciudad moderna. Mas también es cierto que a medida que ésta se afianza como el escenario preferente de residencia y el ámbito primordial de relación social y económica de nuestro tiempo, todo lo concerniente al desarrollo y organización de las formas de vida urbanas se inscribe por fuerza en un panorama de afanes compartidos, convergentes unas veces y enfrentados otras, que a nadie puede dejar indiferente, so pena de incurrir en posturas aislacionistas, que siempre van en detrimento de la defensa de los propios intereses, tanto en su vertiente particular como colectiva. Bajo estas premisas, la sensación de pertenencia a un espacio de uso común, vertebrado a partir de una realidad heterogénea, cobra una importancia indiscutible, que se transmite desde el ciudadano individual hasta los órganos de decisión política, en un proceso constante de interacción y enriquecimiento mutuos, sólo realmente fecundo cuando estas aportaciones, emanadas de uno y otro lado, se organizan en un contexto democrático, abierto y plenamente participativo.
En esencia, la necesidad de alentar al máximo este intercambio fluido de posiciones diversas viene exigida por la progresiva reafirmación de un modelo interpretativo de la ciudad, que obligadamente ha de poner fin a la visión restrictiva y en cierto modo unidimensional que tradicionalmente ha caracterizado el entendimiento de las relaciones entre la sociedad y el entorno urbano en que ésta se desenvuelve. Es decir, asistimos al tránsito desde una concepción unilateralmente dirigista, basada en las pautas impuestas por unos pocos a otra en la que primen los principios de participación, emanados de la propia sociedad y de sus órganos más directamente representativos. Sólo así es posible conceder toda su validez a las reflexiones que abogan por la superación de un planteamiento eminentemente centrado en la mera expansión cuantitativa de las magnitudes demográficas y económicas, al margen de las implicaciones sociales y ambientales que a menudo ello traía consigo", para, en su lugar, insistir en la defensa de una actitud más crítica y vigilante frente a las posturas defensoras de la lógica estricta del crecimiento a toda costa. De hecho esta idea no hace sino responder a la comprobación de que más allá de los optimismos que deparan las situaciones expansivas a corto plazo, los comportamientos simplemente acumulativos propenden, cuando se contemplan con un horizonte más amplio, a la génesis de fuertes contradicciones y deseconomías internas, que amenazan incluso con poner en entredicho la propia capacidad del entorno urbano para cumplir satisfactoriamente las necesidades que le impone el mismo cuerpo social.
Si estas reflexiones se han incorporado desde hace tiempo a la esfera de actuaciones asumidas por los elementos responsables de la gestión en las ciudades europeas, tardíamente observamos, en cambio, su asimilación decidida al ámbito concreto de la realidad urbana española. Y aunque no cabe duda que el espíritu que anima a la concepción de numerosos planes urbanísticos traduce en teoría una creciente sensibilidad por este tipo de cuestiones, no son infrecuentes, cuando se desciende al análisis de casos concretos, los reiterados incumplimientos de los objetivos previstos, con frecuencia sacrificados al logro de realizaciones espectaculares inmediatas, cuya falta de cohesión y exceso de voluntarismo modifican con brusquedad la ya ampliamente deteriorada armonía urbana, al tiempo que evidencian el mantenimiento de una estrategia todavía en exceso supeditada a la satisfacción de los intereses especulativamente defendidos por un sector minoritario de la sociedad.
No es ocioso, en estas circunstancias, plantearse hasta qué punto resulta preciso modificar con urgencia tales parámetros de conducta y, en consonancia con el sentido de las apremiantes exigencias sociales, subrayar la necesidad de promover estrategias de actuación nuevas capaces de insertar la dinámica de nuestras ciudades en un marco de referencia teórico apoyado en la idea de solidaridad y en la defensa primordial de los intereses colectivos. No es ésta, en verdad, una pretensión utópica, sino una postura firmemente sustentada en la congruencia establecida entre los dos principios que, en mi opinión, mejor identifican en nuestros días la formulación explícita de una política urbana progresista, indispensable si realmente se desea alcanzar el desarrollo condiciones de calidad de vida con una proyección socialmente mayoritaria.
Se trata, por un lado, de revitalizar y otorgar su pleno contenido operativo al concepto de «Medio Ambiente Urbano», entendido en su acepción más global e integradora. Frente al cúmulo de situaciones de deterioro ambiental en que se hayan incursas prácticamente todas las ciudades, abogar por el despliegue de medidas preventivas y correctoras de las alteraciones más lesivas para el buen funcionamiento del entorno constituye no sólo un objetivo irrenunciabie sino a la par el soporte básico en el que se han de apoyar las políticas de intervención programadas. A este respecto, no ha lugar a la improvisación ni a un derroche de originalidad en la formulación de las propuestas: bastaría simplemente con hacer efectiva y técnicamente aplicable la metodología propugnada por el Libro Verde sobre el Medio Ambiente Urbano que el pasado año elaboró la Comisión de las Comunidades Europeas en un decidido afán por potenciar el nacimiento de una reflexión fecunda sobre el alcance de las dinámicas observadas y de construir, en función de ella, un modelo susceptible de fundamentar las líneas maestras de reorganización del espacio urbano, obviamente acomodadas a las particularidades de cada escenario concreto y a sus problemáticas específicas.
¿Cómo cuestionar, entonces, la validez de ese desglose, claramente efectivo, entre medidas orientadas a la reorganización de la estructura física de la ciudad y las que tienen como finalidad directa el control de las incidencias provocadas por las actividades urbanas sobre el medio ambiente? Bajo ambos epígrafes aparecen contemplados e integrados los grandes temas que hoy preocupan al ciudadano y frente a los cuales ninguna Administración puede honestamente permanecer impasible. Si en el primer caso, las ventajas de una visión globalizadora consigue unificar las indudables conexiones existentes entre la planificación del crecimiento, la corrección de los problemas de vivienda, la ordenación del transporte, la protección del patrimonio y la revalorización de los espacios de interés ecológico, no es menor la validez que se otorga, en el segundo, a todo lo relacionado con la adecuada articulación del espacio de uso industrial, con el abastecimiento y calidad del agua y con el tratamiento de los residuos. Ciertamente tras cada uno de estos epígrafes subyace una casuística compleja y una tipología de problemas planteados a diversas escalas, cuya resolución precisa de análisis rigurosos, sensibles a la realidad territorial y, por supuesto, de la adopción de iniciativas abordadas con auténtica voluntad resolutoria, ya que sólo mediante la firmeza de las decisiones será posible acometer con éxito programas de actuación ambiental verdaderamente efectivos.
Hasta tal punto es importante, en coherencia con lo subrayado en el artículo anterior, el logro de avances significativos desde la perspectiva ambiental que de ello depende en gran medida la posibilidad de efectuar el salto cualitativo hacia el otro de los grandes principios sobre los que se asienta la construcción de una realidad urbana solidaria. Me refiero, lógicamente, al proyecto de hacer de la ciudad del espacio organizativo de una vida comunitaria socialmente integrada. Este deseo trasciende a la mera consideración de una forma de convivencia forzosamente constituida a partir de una multiplicidad de elementos disociados, que especialmente coexisten en situaciones de armonía aparente y más o menos estable, relativizadas por la función que cada uno de ellos desempeña en el organigrama socio-productivo. Sin ignorar el valor de los conflictos que difícilmente podrán ser evitados en un contexto regido por la pluralidad de intereses y por la propensión a la defensa de las posiciones individualistas, entiendo que jamás una política urbana deberá renunciar a la puesta en práctica de los mecanismos que permitan superar esa tendencia a la «sociedad desintegrada en soledades individuales», a la que tan críticamente se ha referido Carlos Gurméndez.
Frente a estas actitudes .sólo cabe reivindicar el valor de contrapeso que sin duda pueden ejercer, no a demasiado largo plazo, los intentos por crear ese ámbito de convivencia favorecedor de una identificación del ciudadano con el espacio en el que vive, compartiendo afanes comunes, interviniendo activamente en cuantas iniciativas sean capaces de enriquecer un panorama cultural cada vez más abierto a sus preocupaciones y sensibilidades, estableciendo, en fin, fórmulas de cohesión en sus diferentes esferas de comportamiento. Lo cual ha de estar firmemente cimentado en el amplio margen de posibilidades que sin duda derivan de la conciencia de pertenecer a un espacio urbano no repulsivo sino integrador de voluntades heterogéneas y a la vez estimulante para la materialización de proyectos compartidos.
Se trata, dicho de otro modo, de abundar en la idea de «ciudad recuperada», durante mucho tiempo maltrecha o desvaída en nuestro país,, y que sólo desde la democratización de los ayuntamientos está siendo posible rescatar gradualmente del olvido, no sin esfuerzos y vacilaciones. Y es que la «recuperación» de la ciudad por el ciudadano facilita, al sentirse éste partícipe y protagonista de cuanto acontece en un contexto espacial concebido como propio, la aparición de potencialidades inéditas, que estimulan la formulación de propuestas encaminadas tanto a la mejora de la calidad de vida como a la creación de un escenario adecuado para la materialización de alternativas de desarrollo económico. Alternativas especialmente necesarias en una etapa de fuerte competencia interurbana como la que actualmente preside la situación de las ciudades españolas, y sobre todo de aquellas empeñadas en potenciar su atractivo mediante la puesta en práctica de nuevas expectativas de futuro.
Aplicar los planteamientos señalados al caso vallisoletano es una tarea tan ambiciosa como apasionante. Y perentoria también. El diagnóstico que hoy podemos hacer sobre Valladolid,- ya consolidada su personalidad y definidas las grandes directrices que en el tiempo han inspirado su específica ordenación espacial, no arroja un balance optimista, como consecuencia de los graves condicionamientos de todo orden heredados de una etapa en la que la respuesta inmediata al crecimiento económico provocó la génesis de una ciudad caótica, repleta de contradicciones y disparates urbanísticos y ambientales. Muchos de ellos son fenómenos irreversibles, que marcarán para siempre el deterioro de su fisonomía interna como uno de de sus rasgos más distintivos. Pero también es cierto que desde 1979, por más que la crítica -ese «arma irrenunciable», como diría Malraux- siga estando plenamente justificada, Valladolid ha cobrado una nueva dimensión, en un intento consciente por paliar en lo posible las enormes servidumbres heredadas e insertar a la ciudad en un panorama encaminado a la revitalización de su prestigio y a la creación de un entorno más favorable para la convivencia y la reflexión.
Digamos, en todo caso, que paulatinamente se han ido fraguando los cimientos sobre los que edificar un sentimiento de identificación, del que hasta hace bien poco se carecía. Pues no en vano había sido entorpecido como consecuencia de la actitud de rechazo provocada no tanto por el carácter foráneo de la mayor parte de sus residentes, reproduciendo así los hábitos tan usuales en enclaves masivamente nutridos por la emigración, como, sobre todo, por el escaso poder integrador que era capaz de ejercer un tipo de evolución urbanística favorable a las segregaciones sociales y a la acentuación de los antagonismos, hasta cristalizar en un modelo de ciudad constituido por elementos espaciales múltiples con muy deficiente o nula vertebración entre sí. Si, por tanto, la consideración de Valladolid como espacio urbano progresivamente asumido por el conjunto de la población está ligada al proceso lógico de asimilación que depara la existencia de una realidad fuertemente consolidada y a las ventajas de una forma de actuación que ha manifestado en numerosas ocasiones una predisposición clara al reconocimiento de las demandas planteadas por la base social, el reto que se inicia a partir de ahora resulta crucialmente decisivo. Culminar la tarea iniciada en el sentido señalado, sin rupturas ni involuciones, tal vez sea uno de los objetivos primordiales, como requisito previo para abordar con resultados satisfactorios los tres grandes epígrafes que, a mi juicio, simbolizan las líneas básicas en que ha de encuadrarse el tratamiento de la actual problemática vallisoletana.
De un lado, se ha de abordar con decisión y sensibilidad política las situaciones críticas aún existentes en esa constelación de barrios periféricos, que, componentes fundamentales de la trama urbana y generadores con frecuencia de sólidas cohesiones internas que no se pueden eludir en la toma de decisiones, son al tiempo la expresión fidedigna y permanente de las múltiples malformaciones legadas por la etapa desarrollista y más desaforadamente especulativa, y cuyas carencias ostensibles deben inscribirse sin demora entre las preocupaciones prioritarias de la ciudad, entre otras razones porque albergan el conjunto demográfica y sociológicamente más representativo.
De otro, es obvio que las fórmulas orientadas a facilitar la integración de la sociedad tienen en la dimensión cultural de las actuaciones una clave de referencia obligada, apoyada en la necesaria concertación de propuestas e iniciativas, que la conviertan en algo plenamente participativo y ajeno a cualquier elitismo excluyente, y a la vez proyectada con una visión respetuosay defensora a ultranza del patrimonio histórico, que haga posible la preservación de los testimonios residuales de la riqueza arquitectónica que, hasta hace bien poco gravemente lesionada en una parte muy significativa por la remodelación o el abandono, sigue representando el soporte más emblemático de la propia personalidad urbana.
Y, por último, sería un grave error hacer caso omiso de la hipótesis de que el futuro de Valladolid pudiera quedar seriamente mediatizado si no se procede a la corrección drástica de las deficiencias ambientales que tanto alteran y distorsionan sus potenciales capacidades para proporcionar una adecuada calidad de vida. Ruido, tráfico y agua definen la trilogía de las medidas de intervención deseables a corto plazo en una ciudad que acusa con especial gravedad los efectos de la difícil armonización planteada entre las características del entorno y los impactos provocados sobre él. Y con un horizonte temporal que tampoco puede ser demasiado dilatado, es obvio que la calidad preconizada se identifica plenamente con la resolución de los déficits de que adolece el nivel de equipamientos en las áreas más necesitadas y con la búsqueda de soluciones efectivas al crónico problema de la vivienda, al que se ven con impotencia enfrentados amplios sectores de la sociedad, convirtiéndolo en uno de los aspectos primordiales de cualquier estrategia de gestión merecedora del apoyo popular.
No son pocas, en suma, las dificultades que en los momentos actuales condicionan la reorganización solidaria de los espacios urbanos contemporáneos. Su creciente complejidad y la confrontación de intereses en juego crean un marco de actuación difícilmente abordable mediante el diseño de fórmulas simplificadoras de la realidad. Se requieren, en cambio, soluciones imaginativas, un conocimiento y evaluación rigurosos de los problemas existentes, la elaboración de programas bien vertebrados y, ante todo, la voluntad firme de llevarlos a cabo. Definitivamente cuestionada la etapa de las decisiones unilaterales, casi siempre sostenidas por los grupos de presión más fuertes y exclusivistas, parece llegado el momento de la concertación, como requisito ineludible si se desea hacer de la ciudad un ámbito capaz de favorecer la permanente y fecunda convergencia de los afanes colectivos.
Consciente de ello, el ciudadano dispone ya de suficientes elementos de juicio para ponderar el margen de sinceridad de las propuestas que se le ofrecen y el grado de sintonía y sensibilidad que quienes las brindan manifiestan con la problemática suscitada. Para decantar en nuestro caso la opinión al respecto, bastaría tan sólo con analizar la historia reciente de Valladolid, desde los años sesenta hasta nuestros días, para ver hasta qué punto los dos modelos de ciudad que se han configurado en el tiempo, ambos separados por el hiato que inicia el proceso de democratización de la gestión municipal, responden a filosofías antagónicas, cuyas posibles líneas de comportamiento y de concepción de la ciudad ha de ser enjuiciadas como criterios estimativos de las directrices que una y otra habrán de ser capaces de imprimir hacia un futuro inmediato. Un futuro que, de ningún modo, puede quedar a merced de posiciones demagógicas o de mero arbitrismo político.
El Mundo-Diario de Valladolid, 24 de Junio de 1991
Si no fuera porque sus gestos, actitudes y decisiones repercuten en el funcionamiento de la vida institucional y en la gestión de lo público, ninguna atención habría que prestar a esos funestos personajes que, al socaire del contexto democrático en que viven y del que se aprovechan, proliferan con insólita profusión en nuestra escena política para comportarse en ella a sus anchas, indiferentes y chulescos a los clamores de denuncia o repulsa que surgen a su alrededor. Son como sarpullidos incómodos, molestos y desagradables, que no tienen otra dignidad que la que les confiere un tan inexplicable como atípico apoyo popular, conseguido en buena lid pero a menudo con artes impropias de la mínima corrección democrática. Maestros del populismo barriobajero, profesionales avezados de la demagogia vulgar, aficionados a la difamación gratuita y amigos del chalaneo, son, al tiempo, ejemplares inverecundos de la mediocridad más absoluta, de la que, incluso, presumen como reflejo de una incultura conscientemente asumida y procazmente divulgada para ofensa y desazón de quienes abogan, en cambio, por la dignificación de la vida ciudadana.
Y hasta qué punto la crítica les hace mella es algo que no siempre resulta fácil dilucidar, ya que, en apariencia inmunes a ella, tienden a arremeter con violencia verbal ante cualquier ataque o puesta en entredicho de su particular forma de llevar a cabo la gestión de la cosa pública. Mas no se crean que el debate se resuelve en el terreno de la dialéctica respetuosa y civilizada. No, cuando se discute con ellos no ha lugar a la normalidad ni al atisbo de posibles intentos de concordia. De inmediato, como resortes impulsados por un automatismo calculado, casi instintivo, afloran los síntomas de la más completa incomunicación, de un abismo insondable que convierte la pretensión de diálogo en un vano afán o, peor aún, en una predisposición totalmente estéril, que relega a quien la defiende al terreno del más completo ridículo e incomodidad.
Y es que en torno a tan lamentables: Figuras de nuestra realidad cotidiana: se teje un entramado de intereses, una i malla de relaciones tan tupida y críptica, que cualquier intento de homologación con los parámetros inherentes a la convivencia normal ha de ser inmediatamentedescartado.La incompatibilidad en este sentido es y serásiempreabsoluta,entreotras razones porque la supervivencia del modelo que representan, así como el clientelismo a que da lugar, no pueden estructuralmente coexistir con el funcionamiento normal de las reglas propias del juego democrático, abierto, crítico, transparente y flexible.
Frente a ellas, la rigidez y la opacidad constituyen la garantía indispensable en la que se han de amparar estos personajes protervos de la política para mantener intacto ese poder de persuasión banal que tantos beneficios les reporta, por más que tras él, a poco que el observador profundice en ello, se esconda el recurso sistemático a una jerigonza repleta de lugares comunes, de frases hechas, de ideas primarias y de expresiones hueras.
Porque, a decir, verdad, ¿qué otra cosa, si no, se esconde bajo el insulto como procedimiento habitual de descalificación del adversario, de lo que tampoco se halla exento incluso el aliado, cuando éste comienza a cuestionar los comportamientos de aquél?, ¿a santo de qué esa defensa enfermiza de las esencias locales como reacción afanosamente buscada frente al «enemigo» exterior, dando prueba en todo momento de una actitud obsesivamente misoneísta, en lucha incesante con la marcha de los tiempos?, ¿cabría de otra forma interpretar, en fin, ese patológico victimismo vindicativo, al que se recurre por sistema cuando la confrontación opositora trata de descender al terreno operativo en el que se evidencian las muestras palmarias de la incompetencia y la marrullería en el ejercicio de la gestión?
Pero lo más grave es que, mediante el engaño y la manipulación de los hechos, sesgados siempre al servicio de sus ambiciones soterradas, lo único que consiguen es el medro personal a costa del prestigio buen nombre de los escenarios donde se desenvuelven. Y así, mediante maniobras distorsionantes de la realidad, tienden a identificar sus ámbitos de actuación con los comportamientos consecuentes al espúreo liderazgo que tratan de detentar. Para ello recurren a toda suerte de artimañas, comunmente materializadas en la creación de sus propias opciones políticas, que, sumidas en la banalidad programática y en los slogans de mero artificio, no son más que el reflejo mezquino de un personalismo vacuo en trono al cual se aglutinan los intereses particulares del «líder» y de quienes, arropados a su sombra a modo de sumisos y silentes turiferarios, unen su suerte y la de sus intereses particulares a las pingües expectativas que les depara el desenvolvimiento a sus anchas en un auténtico patio de monipodio.
A pesar de todo, no resulta fácil erradicar tales especímenes de nuestro panorama político, sorprendentemente protegidos a veces por opciones de solvencia reconocida en el juego democrático, que, de forma tan inexplicable como peligrosa, se pliegan a sus pretensiones, estableciendo con ellos discutibles fórmulas de colaboración, sin que el ciudadano pueda captar la efectividad real de tales operaciones y las entretelas en que se elaboran. De ahí que la puesta en entredicho de tales prácticas parezca plenamente justificada, máxime cuando de su generalización pudieran derivarse serios peligros para la imagen del sistema democrático, de cuyo descrédito sólo cabe esperar consecuencias lamentables para el correcto funcionamiento de las relaciones entre la sociedad y quienes la representan.
Se impone la urgencia de persuadir al ciudadano de que, apoyando a ese tipo de pseudodirigentes, poco puede hacer para la resolución de sus problemas y para la recuperación efectiva del protagonismo que merece. Se trata, en otras palabras, de invadir cualquier tipo de tejemaneje político y de arbitrar, en su lugar, mecanismos en dirección contraria, de suerte que, sólo a través de la denuncia, del desarrollo de la conciencia crítica y de la formulación de alternativas fiables y sinceras, será posible poner fin a esta pesadilla y alumbrar perspectivas políticas consistentes, que, rescatando la buena imagen que ha de tener el ejercicio serio de la política, hagan innecesaria de una vez por todas en España y Castilla y León la sórdida presencia de estos perjudiciales diviesos de la democracia.