25 de febrero de 1993

DIEZ AÑOS DEL ESTATUTO DE AUTONOMIA: UN PANORAMA DEE INCERTIDUMBRES Y DESAFIOS


El Mundo- Diario de Valladolid, 25 de Febrero de 2009



Conmemorar el décimo aniversario de la promulgación del Estatuto de Autonomía de Castilla y León represen­ta, desde luego, mucho más que la mera evocación de una efeméride relevante. Es, ante todo, una ocasión particularmente propicia para efectuar con rigor el balance de lo logrado duran­te un periodo de tiempo que, si breve en su dimensión cro­nológica, ha coincidido sin duda con una de las etapas más importantes y decisivas en la evolución histórica de la España contemporánea. De ahí que cualquier inten­to de valoración de lo que en realidad ha supuesto para nuestra región el desenvolvi­miento de la experiencia autonómica no pueda hacer­se sin tener en cuenta al mis­mo tiempo la doble perspec­tiva en que, a mi juicio, con­viene enmarcar necesaria­mente la trayectoria del proceso.


Dicho de otro modo, si, por un lado, se trata de compro­bar hasta qué punto las ilu­siones abrigadas a raíz de la entrada en vigor del Estatuto de Autonomía se han visto satisfechas o decepcionadas, no resulta menos interesante, por otro, hacer una ponde­ración rigurosa sobre el papel que realmente ha desempe­ñado Castilla y León en el contexto de los cambios que de manera tan rotunda como generalizada han afectado a la sociedad y a la economía españolas a lo largo del dece­nio trascurrido.


Parto de la idea de que, en general, no han sido escasos ni baladíes muchos de los esfuerzos que los dife­rentes gobiernos autonómi­cos han realizado desde 1983 para alumbrar horizontes de cambio e impulsar nuevos dinamismos en la Comunidad cuya gestación resultó la más laboriosa y conflictiva de cuantas vieron la luz al socai­re del Art. 143 de la Cons­titución. En buena medida la tarea realizada sobre una base ini­cia] tan frágil puede ser cali­ficada de honrosa, por más que la crítica deba prevalecer tanto a la hora de enjuiciar determinadas carencias o errores estratégicos como de evaluar las repercusiones derivadas de líneas de actua­ción no siempre acordes con las necesidades reales de un territorio necesitado ante todo de estabilidad y de una gran dosis de autoconfianza, que sólo podían estar garan­tizadas, dejando de lado cual­quier tipo de sobresalto ino­portuno o de pragmatismo político, por la coherencia, sensibilidad y dedicación desinteresada de sus dirigen­tes. Bien sentadas estas premi­sas, considero oportuno hacer una sucinta reflexión sobre las dos perspectivas antes mencionadas.


Respecto a la primera de ellas, es bien cierto que los avances logrados a través del autogobierno no se corres­ponden con las entusiásticas expectativas abiertas a comienzos de los ochenta. . Aunque atribuibles a la ende­blez de los cimientos previa­mente construidos, han sido demasiado patentes las vaci­laciones y titubeos que han entorpecido el afianzamiento de la conciencia autonómica, entendida en su dimensión más operativa, eficiente y solidaria. Y precisamente porque la base de partida era tan pre­caria es por lo que merece especial hincapié la crítica que hoy debe hacerse sobre la tibieza de muchas de las actuaciones encaminadas en esa dirección. Salvo en cuestiones muy concretas, y por lo común cir­cunscritas en su proyección a un sector minoritario de la sociedad, se ha adolecido sis­temáticamente de indecisión o falta de iniciativas conce­bidas para profundizar en el conocimiento de las posibili­dades que entraña el desarro­llo de una voluntad de cohe­sión regional, de valor ines­timable cuando se trata de potenciar al máximo los pro­pios recursos y de competir al tiempo en un contexto dominado a gran escala por la acreditación permanente de las ventajas comparativas.


En consecuencia, podemos afirmar que aún no se ha producido ese salto cualitativo que, en mi opinión, resulta a todas luces indispensable para que el ciudadano castella­no-leonés asuma, al fin, com­promisos de solidaridad con los problemas que afectan al conjunto de su propio ámbito autonómico, para, de esta for­ma, superar definitivamente la tradicional disociación que la mayor parte de ellos sigue estableciendo todavía entre los intereses que estrictamente afectan a su provincia y los del resto.


Sin que esta voluntad de pertenencia a un proyecto común, firmemente apoyado en el convencimiento del mar­gen de maniobra permitido por la consolidación del hecho autonómico, se halle bien cimentada, no parece factible alcanzar el nivel de robuste­cimiento deseable de la per­sonalidad castellano-leonesa en las esferas nacional v comunitaria.


Es esta también otra de las carencias parciales que se ins­criben en el envés de lo rea­lizado en la década que ahora conmemoramos. Pues, en efecto, cuando se analiza la evolución seguida por la Comunidad en el concierto de las magnitudes socio-económi­cas generales, no percibimos durante este tiempo un avance significativo de su posición en el ranking formado por las regiones españolas, toda vez que la persistencia reiterada de Castilla y León en la mitad inferior de la serie testifica las escasas variaciones observadas en su dinámica de desarrollo, lo que viene agravado a su vez por el incremento gradual de la tasa de desempleo y la ligera pérdida de peso comparativo en las tres variables (PIB/hab., Tasa de ocupación y Renta Familiar Disponible/hab.), que pueden ser utilizadas para identificar la entidad económi­ca de un espacio determinado.


Situación que, por cierto, no deja de ser paradó­jica con el descenso registrado en cifra de habitantes a lo lar­go del último periodo inter­censal, cuando precisamente Castilla y León ofrece un saldo negativo, compartiendo en solitario esta misma tendencia con las regiones atlánticas más intensamente lesionadas por el ajuste industrial. Estos indicadores son, entre otros, una muestra elocuente de las insuficiencias mostradas para captar o beneficiarse con cierta entidad en los influjos positivos resultantes de la eta­pa expansiva vivida por la eco­nomía española en la segunda mitad de los ochenta, que, des­de la iniciativa central, apenas se ha materializado en algunas realizaciones puntuales, más en consonancia con proyectos infraestructurales de dimen­sión suprarregional que con voluntad de contribuir en nues­tro caso al relanzamiento de medias efectivas y consistentes de desarrollo.


Por el contrario, han sido éstos también los años en que las implicaciones de la integra­ción comunitaria han comen­zado a ofrecer su faz más prag­mática y selectiva. Asistiendo, inermes, a la profundización sin paliativos de la crisis del mundo rural, posible­mente la más traumática entre las regiones españolas, no menor ha sido la sensación de impotencia a que nos ha lle­vado la desestabilización o derrumbe de elementos emble­máticos de nuestro sistema productivo minero-industrial, que no ha hecho sino repro­ducir a escala regional los graves perjuicios ocasionados por una estrategia de crecimiento descontrolada y a corto plazo. No invita, pues, al simple optimismo Ja celebración del décimo aniversario del Estatu­to de Autonomía.


Pero tampoco el diagnóstico de la realidad debe inducir a desestimar el significado del hecho ni, muchos menos, al abatimiento o a la desesperan­za. Después del tiempo trans­currido, y ante las nuevas reglas de juego que imponen de consumo el reconocimiento creciente del hecho regional en el ámbito comunitario, la necesaria y prevista revisión de las funciones a desempeñar por la Administración Central y las llamadas comunidades de «vía lenta», y la tendencia al' incremento de la autonomía para la utilización de los recur­sos que sin duda ha de arti­cularse a partir de un sistema de financiación congruente con las necesidades reales, todo parece abogar a favor de una racionalización del proce­so autonómico en España, todavía inconcluso.


En estas cir­cunstancias, cabe plantear si diez años después de la pro­mulgación del Estatuto de Castilla y León se ha cumplido satisfactoriamente «el periodo de rodaje y ahondamiento de la conciencia de autogobier­no», utilizando a propósito una expresión elocuente del Dr. García de Enterría. Si la respuesta es negativa, me temo que habremos des­perdiciado una etapa decisiva de nuestra historia, con la con­siguiente dificultad para recu­perar el tiempo perdido. El que, en cambio, no sea así depende de que los gran­des e ineludibles retos que hoy se presentan ante nuestra Comunidad Autónoma sean afrontados con la energía, imaginación y voluntad de decisión política construidas sobre la base de un territorio y de una sociedad bien cohe­sionados, conscientes de sus posibilidades y capaces de superar, al fin, la visión frag­mentaria y cicatera de sus pro­blemas.

29 de octubre de 1992

NACE LA UNIVERSIDAD DE BURGOS


El Mundo-Diario de Valladolid, 29 de Octubre de 1992


Tuvo razón el Sr. Rector de la Universidad de Valladolid cuando, en el discurso inaugural del nuevo año académico, hizo referencia al hecho de que, por tercera vez, iba a tener lugar el desmembra­miento del Distrito Universitario, coincidiendo en esta ocasión con la ya anunciada creación de la nueva Universidad con sede en Burgos. Si la evocación fue opor­tuna, no es menos cierto que la fractura actual ofrece rasgos pro­pios y responde a motivaciones muy distintas a las anteriores.


Ya no se trata, en efecto, de proceder a la puesta en marcha de instituciones de este rango en ámbitos regionales específicos, con fuerte personalidad políti­co-cultural, como sucedió en el caso del País Vasco, o favore­cidos por la particular configu­ración autonómica del Estado, que inevitablemente justificaría a la postre el nacimiento de la Uni­versidad de Cantabria. Por el contrario, y bajo premisas bien diferentes, la remodelación ahora proyectada se realiza en el seno de la misma Comunidad Autó­noma, sobre la base de un sis­tema educativo estructurado en un amplio «campus» con el que se han mantenido siempre conexiones muy estrechas, forta­lecidas por los firmes vínculos de colaboración que progresivamen­te, y sobre todo desde la inte­gración del Colegio Universitario en 1983, se han ido afianzando hasta convertir a los estudios impartidos en Burgos en una estructura académica plenamente integrada, en la estructura orga­nizativa de Valladolid.


De ahí que el reconocimiento de su emancipación suponga algo más que la simple individualiza­ción orgánica de unas enseñanzas, de cuya calidad actual no se debe dudar, pero que, efectiva­mente, han sido hasta ahora sub­sidiarias de un complejo docente y científico que rebasa con creces los estrictos límites de la nueva sede universitaria. Ello se traduce en la existencia de imbricaciones múltiples, que van desde el diseño de los Planes de Estudio y las interrelaciones del Profesorado, establecidas a través del sistema departamental, hasta los diferen­tes aspectos relacionados con la infraestructura de medios y per­sonal, que conforman un patri­monio común y cuya disociación no puede hacerse sin tener en cuenta las implicaciones, posible­mente críticas en muchos casos, que de ello puedan derivarse.


Con todo, una vez tomada la decisión, carece de sentido cues­tionarla, entre otras razones por­que tal actitud sería errónea, vana e inoportuna y porque además tampoco habrían de tener gran peso argumentos esgrimidos en otra dirección frente a los pode­rosos motivos que, al parecer, subyacen en la justificación polí­tico-estratégica de la medida. En , consecuencia, sólo cabe, tal y como están las cosas, aceptar el hecho consumado, congratularse con él, felicitar a sus promotores y desear que la iniciativa esté a la altura de lo que la sociedad burgalesa se merece.

Mas este reconocimiento no impide, admitiendo la indudable trascendencia del tema, suscitar algunas reflexiones de interés, con la vista puesta en el futuro, con una actitud solidaria hacia la nue­va experiencia y con el deseo de que nuestro sistema universitario logré los debidos niveles de efi­ciencia y competitividad. En prin­cipio, no parece fuera de lugar dejar, constancia de la sorpresa que supone el hecho de que unos estudios acaben cristalizando en una estructura universitaria inde­pendiente sin que las directrices del proceso ni los necesarios y sutiles ajustes que requiere su cul­minación hayan sido objeto pre­viamente de un análisis riguroso por parte de la institución donde se hallan inmersos. Ya que tanto la gestación de la nueva Univer­sidad como los pormenores que inevitablemente acompañan a su puesta en práctica no han forma­do parte en ningún momento de los grandes temas -y ciertamente éste lo es- que han galvanizado en los últimos años la atención de la Universidad de Valladolid. Ha sido, en cambio, un proceso silencioso, casi desapercibido, que paulatinamente se ha ido fraguan­do en los despachos oficiales hasta cristalizar de pronto en una rea­lidad tan definida como irrever­sible, siempre en medio de la más absoluta indiferencia y despreocu­pación.


¿Podría haberse hecho de otro modo? Qué duda cabe. Pues no en vano, cuando las Universidades poseen un elevado grado de auto­nomía y cuando los recursos y los objetivos son compartidos, es correcto pensar que la materializacón de la idea debiera haber estado sustentada en un análisis a fondo del proyecto, acomodán­dolo a los principios de una lógica universitaria orientada a la racio­nalización de las decisiones, sobre todo cuando se trata de construir en los plazos adecuados una estructura sólida y con las garan­tías necesarias.


De ahí que, dejando de lado el factor de oportunidad y al mar­gen de la retórica convencional, no sea ocioso plantearse de qué forma la creación de la Univer­sidad de Burgos puede repercutir en la revitalización del sistema universitario regional. Pues a nadie se le oculta que, una vez el proyecto en marcha, surge la incógnita de hasta qué punto los cambios que su implantación pue­da generar van a ser positivos o no para el desarrollo de la ense­ñanza superior en nuestra Comu­nidad Autónoma. Y es que una Universidad representa algo más que la mera existencia de un «campus», de una plantilla y de unas instalaciones más o menos desarrollados. Su funcionalidad va asociada, ante todo, a la mate­rialización de un programa bien diseñado y concebido a largo pla­zo, así como a una estrategia de crecimiento y de proyección de futuro racionalmente planteada.


Por tanto, y teniendo en cuenta el contexto singular en que se ha desenvuelto el despliegue de la iniciativa y los fuertes condicio­namientos y presiones político-lo­calistas que la han inspirado, cual­quier intento de renovación y sin­tonía con los parámetros de una Universidad moderna exige nece­sariamente la neutralización inmediata de tales servidumbres e hipotecas.


Dicho de otro modo, la operatividad de la Universidad bur­galesa depende muy directamente de su voluntad decidida para superar a corto plazo las limita­ciones estructurales de origen, abriéndose al exterior e incorpo­rando a las fuerzas más dinámicas de la sociedad, para convertirse en una institución permeable tanto a los impulsos que le puedan venir de fuera como a los estí­mulos de la competencia y de la cooperación con otras Universi­dades, y entre ellas la de Valladolid. Si esta estrategia es aco­metida con decisión y eficacia, el éxito de la Universidad de Burgos estará de antemano garantizado y permitirá asegurar su pronta consolidación como una pieza fundamental del entramado uni­versitario castellano-leonés; en caso contrario, es de temer que su trayectoria no será muy dife­rente a la de esa amalgama de pequeñas universidades que, a menudo víctimas del voluntaris­mo y la improvisación, tanto han proliferado en el panorama uni­versitario español en los últimos años, y cuya imagen, por más que la rúbrica de Universidad las identifique formalmente como tales, languidecen bajo la losa sombría de un panorama domi­nado por el aislamiento y la mediocridad.

21 de enero de 1992

Réquiem por la Geografía


El Pais, 21 de Enero de 1992


Los acontecimientos que tan decisivamente están convulsio­nando al mundo contemporáneo revisten, en virtud de sus múltiples manifestaciones y consecuencias, una importancia primordial para explicar la in­tensa remodelación a que se ve sometida la imagen que del pla­neta ha tenido hasta hace bien poco el ciudadano, hoy asom­brado y expectante frente a una realidad mutable y en perma­nente e imprevisible metamor­fosis.

Con especial celeridad, las modificaciones experimentadas en el trazado de fronteras, convencionalmente consideradas como algo inamovible, la apari­ción de nuevos Estados o los in­tentos por afianzar, en otros ca­sos, la edificación de proyectos integradores de carácter supranacional constituyen una de las tendencias más significativas de este periodo de fin de siglo, ci­mentando las bases de un nue­vo esquema interpretativo de las estrategias geopolíticas, cuya valoración va mucho más allá de la descripción superficial de los hechos en su mera se­cuencia diacrónica.

Pero si es cierto que cuanto sucede recientemente va a obli­gar de inmediato a recomponer la cartografía y a replantear muchas de las reflexiones con­cernientes a amplias áreas de la Tierra, no es difícil al propio tiempo comprobar hasta qué punto en los momentos actua­les cobran también especial trascendencia, hasta imbricarse de lleno en las preocupaciones de la sociedad, fenómenos de tanta relevancia como la degra­dación medioambiental, la di­cotomía campo-ciudad, la crisis de las áreas metropolitanas, la internacionalización de las acti­vidades económicas, sin olvi­dar, obviamente, el alcance y dimensión de los antagonismos y desigualdades que, a todas las escalas, fragmentan la configu­ración de la sociedad y del espacio contemporáneos

Noción de espacio

Nos encontramos, en fin, ante un panorama complejo, henchi­do de problemas y comporta­mientos múltiples, cuya consi­deración, intelectualmente su­gestiva, no hace sino revalorizar el significado teórico del concepto sobre el que reposan y en función del cual es necesario concebir los dinamismos que los caracterizan. Tras ellos subyace, en efecto, la noción de es­pacio, como fundamento real y tangible de las diferentes for­mas en que se materializan los diversos modelos- de organiza­ción resultantes de las interac­ciones planteadas entre la sociedad y su entorno.

Son modelos que resultan de la materialización de un proce­so dialéctico, en continua muta­ción, y en el que intervienen un sinfín de variables explicativas de la heterogeneidad espacial, que sólo es posible entender a partir de los condicionantes his­tóricos, de las estructuras socio-demográficas, de las posibilida­des ofrecidas por el potencial ecológico, de los niveles de de­sarrollo económico-tecnológico alcanzados y de la posición co­rrespondiente en el sistema de relaciones construidas a escala mundial.

De ahí que, por encima de la visión unidimensional que cada una de ellas pueda suministrar, el conocimiento del espacio, de sus caracteres y problemas, aparezca siempre ligado a la formulación de una perspectiva integradora que, partiendo de la multiplicidad de factores y elementos que lo conforman e identifican, propicie su intelec­ción con criterios de globalidad e interdependencia.

A tales objetivos y propues­tas metodológicas, de inestima­ble valor formativo y siempre acordes con la pretensión de de­sentrañar los mecanismos que intervienen en la configuración de la realidad espacial, respon­de la razón de ser de esa ciencia que, con el nombre de geografía, se debate en nuestros días entre la renovación de sus plantea­mientos científicos-didácticos y la infraestimación de que adole­ce en el panorama de los saberes con proyección formativa básica.

Y en este sentido no deja de ser tan sorprendente como ina­decuada desde todos los puntos de vista la contradicción en que, a la postre, va a quedar sumida su posición en la estructura del sistema educativo español, don­de, frente al reconocimiento que se le otorga en el rango uni­versitario como titulación con personalidad y entidad específi­cas, se detecta una voluntad de­cidida por relegarla al contexto de las disciplinas marginales, en el que ni siquiera ha de cumplir la finalidad de saber comple­mentario teóricamente otorgado a las asignaturas englobadas bajo el epígrafe genérico de la optatividad.

Pues, ¿cómo, si no, habría que interpretar la irrelevancia que en el nuevo bachillerato va a tener una ciencia que única­mente figura como campo de saber opcional en el segmento de humanidades y ciencias so­ciales, sin que sus contenidos y finalidades aparezcan recogi­dos de forma explícita en ningu­no de los otros bloques que conforman el organigrama pro­yectado? Más aún, la sensación de marginalidad se reafirma al constatar que, dentro de las grandes áreas de conocimiento contempladas en el diseño glo­bal, es precisamente la geogra­fía la que se sitúa en el nivel de representación más ínfimo, ya que la polivalencia que se admi­te para las demás, susceptibles de figurar en varias opciones o en los dos cursos, no es recono­cida para una materia, que, ais­lada y desconectada del resto, puede convertirse en un refe­rente académico no exento de excepcionalidad y de cierta con­notación de atipismo.

Marginalidad

Tan exigua representación, no parangonable con la que al tiempo se la concede en los programas vigentes en los países de nuestro ámbito cultural más próximo, mediatiza sobremanera el desarrollo de los conteni­dos, limitándolos a epígrafes muy concretos del amplio aba­nico temático hacia el que, teó­ricamente, debe proyectarse una adecuada formación geográfica.

Circunscrita a la "lectura y comprensión de lo que significa España y su marco geográfico", los objetivos pretendidos persi­guen algo tan encomiable como el conocimiento de la realidad territorial española, en su doble perspectiva ecológica y huma­na, cuyo análisis se complemen­ta con un apartado referido a la Comunidad Económica Eu­ropea, que se muestra más como un apéndice del progra­ma general que como un núcleo temático con entidad propia. Poco habría que decir, sin em­bargo, de la función asignada a esta disciplina, si no fuera por­que el aprendizaje de los conte­nidos que encierra van destina­dos a una fracción minoritaria • —tal vez residual— de los alumnos que cursan el bachille­rato, al permanecer al margen de los mismos todos aquellos que no canalizan sus preferen­cias hacia la opción de humani­dades y ciencias sociales. Y, desde luego, no deja de ser preocupante asimismo él pro­pósito de que la educación ob­tenida en este nivel haga caso omiso por completo de aspec­tos de gran significado formativo actualmente, como son todos los relacionados con la es­tructuración regional del país (¿cómo justificar la ausencia de un tratamiento más desarrolla­do de la complejidad territorial de España, soporte ineludible para captar el sentido de la construcción autonómica del Estado?) o con la propia regionalización del mundo en gran­des espacios homogéneos.

Los riesgos que se derivan de este empobrecimiento de los sa­beres geográficos en el Bachille­rato no tardarán en aflorar en nuestro panorama educativo. Menoscabando la importancia de-un campo de conocimiento de valor esencial en la tradición cultural europea, se perfila ante nosotros una situación tan la­mentable como la que se mani­fiesta en el hecho de que, si en lo sucesivo la mayoría de los estu­diantes españoles de bachillera­to —y por tanto, de quienes ac­ceden a la Universidad— va a desconocer la realidad geográfi­ca de su propio país, la ignoran­cia será además generalizada y abrumadora cuando se trate de interpretar los procesos y los fe­nómenos que se plantean en el resto del mundo, privándoles así de los elementos de juicio ca­paces de estimular su sensibili­dad por cuanto acontece más allá de sus fronteras.

Cultura aespacial

En otras palabras, asistiremos al progresivo y lamentable fo­mento de una cultura aespacial, en gran parte enajenada de la realidad e indiferente a la pro­blemática que la caracteriza. Con ello no se hará sino agra­var una carencia de formación, que hoy ya muestra indicios francamente críticos.

Si hace unos días este mismo diario se hacía eco de un sondeo efectuado entre universitarios madrileños, donde se señalaba, entre otras conclusiones bien expresivas, que un porcentaje muy elevado desconocía la localización de las repúblicas yu­goslavas o del Estado de Israel, el transcurso del tiempo nos mostrará sin paliativos hasta qué punto esta inopia de cono­cimientos, alentada por un ex­ceso de banalidad en el trata­miento de los fenómenos espa­ciales, será moneda corriente incluso a la hora de situar en un mapa los territorios con los que teóricamente se encuentren más familiarizados.

Carencia a la que, por otro lado, habrá que unir la que, en la mayor parte de los casos y más grave aún, venga inducida por una ostensible incapacidad intelectual para interpretar co­rrectamente las grandes tenden­cias rectoras de las dinámicas espaciales del mundo contem­poráneo, que, baladíes por des­conocidas, tenderán a conver­tirse en realidades sistemática­mente ignoradas en detrimento de un proceso de formación in­tegral, en el que debiera quedar garantizada, como premisa irrenunciable, la necesaria com­patibilidad entre el desarrollo de las habilidades científico-téc­nicas y la rigurosa aprehensión de los conocimientos que sus­tentan la sensibilidad por la me­moria histórica y por los facto­res que, debidamente concate­nados, modelan a las socieda­des y a los espacios de nuestro tiempo.

13 de julio de 1991

Una reflexión sobre la realidad urbana contemporánea


El Norte de Castilla, 19-21 de Mayo de 1991


Muchas de las tensiones que aque­jan a la sociedad contemporánea tie­nen su raíz en los problemas plantea­dos en torno al hecho urbano, verda­dero catalizador de las preocupacio­nes esenciales de nuestro tiempo y fenómeno desencadenante de conflic­tos múltiples, asociados a la compleji­dad de sus dinamismos intrínsecos y a las disparidades de toda índole que, como consecuencia de ello, tienen lu­gar en la ciudad moderna. Mas tam­bién es cierto que a medida que ésta se afianza como el escenario preferente de residencia y el ámbito primordial de relación social y económica de nuestro tiempo, todo lo concerniente al desarrollo y organización de las formas de vida urbanas se inscribe por fuerza en un panorama de afanes com­partidos, convergentes unas veces y enfrentados otras, que a nadie puede dejar indiferente, so pena de incurrir en posturas aislacionistas, que siem­pre van en detrimento de la defensa de los propios intereses, tanto en su ver­tiente particular como colectiva. Bajo estas premisas, la sensación de perte­nencia a un espacio de uso común, vertebrado a partir de una realidad heterogénea, cobra una importancia indiscutible, que se transmite desde el ciudadano individual hasta los órga­nos de decisión política, en un proceso constante de interacción y enriqueci­miento mutuos, sólo realmente fecun­do cuando estas aportaciones, emana­das de uno y otro lado, se organizan en un contexto democrático, abierto y plenamente participativo.


En esencia, la necesidad de alentar al máximo este intercambio fluido de posiciones diversas viene exigida por la progresiva reafirmación de un mo­delo interpretativo de la ciudad, que obligadamente ha de poner fin a la visión restrictiva y en cierto modo unidimensional que tradicionalmente ha caracterizado el entendimiento de las relaciones entre la sociedad y el entorno urbano en que ésta se desen­vuelve. Es decir, asistimos al tránsito desde una concepción unilateralmente dirigista, basada en las pautas impuestas por unos pocos a otra en la que primen los principios de participa­ción, emanados de la propia sociedad y de sus órganos más directamente representativos. Sólo así es posible conceder toda su validez a las reflexio­nes que abogan por la superación de un planteamiento eminentemente centrado en la mera expansión cuanti­tativa de las magnitudes demográficas y económicas, al margen de las impli­caciones sociales y ambientales que a menudo ello traía consigo", para, en su lugar, insistir en la defensa de una actitud más crítica y vigilante frente a las posturas defensoras de la lógica estricta del crecimiento a toda costa. De hecho esta idea no hace sino res­ponder a la comprobación de que más allá de los optimismos que deparan las situaciones expansivas a corto plazo, los comportamientos simplemente acumulativos propenden, cuando se contemplan con un horizonte más amplio, a la génesis de fuertes contra­dicciones y deseconomías internas, que amenazan incluso con poner en entredicho la propia capacidad del entorno urbano para cumplir satisfac­toriamente las necesidades que le im­pone el mismo cuerpo social.


Si estas reflexiones se han incorpo­rado desde hace tiempo a la esfera de actuaciones asumidas por los elemen­tos responsables de la gestión en las ciudades europeas, tardíamente ob­servamos, en cambio, su asimilación decidida al ámbito concreto de la rea­lidad urbana española. Y aunque no cabe duda que el espíritu que anima a la concepción de numerosos planes urbanísticos traduce en teoría una cre­ciente sensibilidad por este tipo de cuestiones, no son infrecuentes, cuan­do se desciende al análisis de casos concretos, los reiterados incumpli­mientos de los objetivos previstos, con frecuencia sacrificados al logro de realizaciones espectaculares inmedia­tas, cuya falta de cohesión y exceso de voluntarismo modifican con brusque­dad la ya ampliamente deteriorada armonía urbana, al tiempo que evi­dencian el mantenimiento de una estrategia todavía en exceso supeditada a la satisfacción de los intereses espe­culativamente defendidos por un sec­tor minoritario de la sociedad.


No es ocioso, en estas circunstan­cias, plantearse hasta qué punto resul­ta preciso modificar con urgencia tales parámetros de conducta y, en conso­nancia con el sentido de las apremian­tes exigencias sociales, subrayar la ne­cesidad de promover estrategias de actuación nuevas capaces de insertar la dinámica de nuestras ciudades en un marco de referencia teórico apoya­do en la idea de solidaridad y en la defensa primordial de los intereses colectivos. No es ésta, en verdad, una pretensión utópica, sino una postura firmemente sustentada en la con­gruencia establecida entre los dos principios que, en mi opinión, mejor identifican en nuestros días la formu­lación explícita de una política urbana progresista, indispensable si realmen­te se desea alcanzar el desarrollo con­diciones de calidad de vida con una proyección socialmente mayoritaria.


Se trata, por un lado, de revitalizar y otorgar su pleno contenido operati­vo al concepto de «Medio Ambiente Urbano», entendido en su acepción más global e integradora. Frente al cúmulo de situaciones de deterioro ambiental en que se hayan incursas prácticamente todas las ciudades, abogar por el despliegue de medidas preventivas y correctoras de las altera­ciones más lesivas para el buen funcio­namiento del entorno constituye no sólo un objetivo irrenunciabie sino a la par el soporte básico en el que se han de apoyar las políticas de intervención programadas. A este respecto, no ha lugar a la improvisación ni a un derro­che de originalidad en la formulación de las propuestas: bastaría simple­mente con hacer efectiva y técnica­mente aplicable la metodología pro­pugnada por el Libro Verde sobre el Medio Ambiente Urbano que el pasa­do año elaboró la Comisión de las Comunidades Europeas en un decidi­do afán por potenciar el nacimiento de una reflexión fecunda sobre el alcance de las dinámicas observadas y de cons­truir, en función de ella, un modelo susceptible de fundamentar las líneas maestras de reorganización del espa­cio urbano, obviamente acomodadas a las particularidades de cada escena­rio concreto y a sus problemáticas específicas.


¿Cómo cuestionar, entonces, la va­lidez de ese desglose, claramente efec­tivo, entre medidas orientadas a la reorganización de la estructura física de la ciudad y las que tienen como finalidad directa el control de las inci­dencias provocadas por las activida­des urbanas sobre el medio ambiente? Bajo ambos epígrafes aparecen con­templados e integrados los grandes temas que hoy preocupan al ciudada­no y frente a los cuales ninguna Admi­nistración puede honestamente per­manecer impasible. Si en el primer caso, las ventajas de una visión globalizadora consigue unificar las induda­bles conexiones existentes entre la pla­nificación del crecimiento, la correc­ción de los problemas de vivienda, la ordenación del transporte, la protección del patrimonio y la revalorización de los espacios de inte­rés ecológico, no es menor la validez que se otorga, en el segundo, a todo lo relacionado con la adecuada articula­ción del espacio de uso industrial, con el abastecimiento y calidad del agua y con el tratamiento de los residuos. Ciertamente tras cada uno de estos epígrafes subyace una casuística com­pleja y una tipología de problemas planteados a diversas escalas, cuya resolución precisa de análisis riguro­sos, sensibles a la realidad territorial y, por supuesto, de la adopción de inicia­tivas abordadas con auténtica volun­tad resolutoria, ya que sólo mediante la firmeza de las decisiones será posi­ble acometer con éxito programas de actuación ambiental verdaderamente efectivos.


Hasta tal punto es importante, en coherencia con lo subrayado en el artículo anterior, el logro de avances significativos desde la perspectiva am­biental que de ello depende en gran medida la posibilidad de efectuar el salto cualitativo hacia el otro de los grandes principios sobre los que se asienta la construcción de una reali­dad urbana solidaria. Me refiero, lógi­camente, al proyecto de hacer de la ciudad del espacio organizativo de una vida comunitaria socialmente integra­da. Este deseo trasciende a la mera consideración de una forma de convi­vencia forzosamente constituida a partir de una multiplicidad de elemen­tos disociados, que especialmente coe­xisten en situaciones de armonía aparente y más o menos estable, relativizadas por la función que cada uno de ellos desempeña en el organigrama socio-productivo. Sin ignorar el valor de los conflictos que difícilmente po­drán ser evitados en un contexto regi­do por la pluralidad de intereses y por la propensión a la defensa de las posi­ciones individualistas, entiendo que jamás una política urbana deberá re­nunciar a la puesta en práctica de los mecanismos que permitan superar esa tendencia a la «sociedad desintegrada en soledades individuales», a la que tan críticamente se ha referido Carlos Gurméndez.


Frente a estas actitudes .sólo cabe reivindicar el valor de contrapeso que sin duda pueden ejercer, no a demasia­do largo plazo, los intentos por crear ese ámbito de convivencia favorece­dor de una identificación del ciudada­no con el espacio en el que vive, compartiendo afanes comunes, inter­viniendo activamente en cuantas ini­ciativas sean capaces de enriquecer un panorama cultural cada vez más abierto a sus preocupaciones y sensibi­lidades, estableciendo, en fin, fórmu­las de cohesión en sus diferentes esfe­ras de comportamiento. Lo cual ha de estar firmemente cimentado en el am­plio margen de posibilidades que sin duda derivan de la conciencia de per­tenecer a un espacio urbano no repul­sivo sino integrador de voluntades heterogéneas y a la vez estimulante para la materialización de proyectos compartidos.


Se trata, dicho de otro modo, de abundar en la idea de «ciudad recupe­rada», durante mucho tiempo maltre­cha o desvaída en nuestro país,, y que sólo desde la democratización de los ayuntamientos está siendo posible rescatar gradualmente del olvido, no sin esfuerzos y vacilaciones. Y es que la «recuperación» de la ciudad por el ciudadano facilita, al sentirse éste par­tícipe y protagonista de cuanto aconte­ce en un contexto espacial concebido como propio, la aparición de potencia­lidades inéditas, que estimulan la for­mulación de propuestas encaminadas tanto a la mejora de la calidad de vida como a la creación de un escenario adecuado para la materialización de alternativas de desarrollo económico. Alternativas especialmente necesarias en una etapa de fuerte competencia interurbana como la que actualmente preside la situación de las ciudades españolas, y sobre todo de aquellas empeñadas en potenciar su atractivo mediante la puesta en práctica de nue­vas expectativas de futuro.


Aplicar los planteamientos señala­dos al caso vallisoletano es una tarea tan ambiciosa como apasionante. Y perentoria también. El diagnóstico que hoy po­demos hacer sobre Valladolid,- ya consolidada su personali­dad y defini­das las gran­des directri­ces que en el tiempo han inspirado su específica ordenación espacial, no arroja un ba­lance optimista, como consecuen­cia de los graves condicionamientos de todo orden hereda­dos de una etapa en la que la respuesta inmediata al crecimiento económico provocó la génesis de una ciudad caó­tica, repleta de contradicciones y dis­parates urbanísticos y ambientales. Muchos de ellos son fenómenos irre­versibles, que marcarán para siempre el deterioro de su fisonomía interna como uno de de sus rasgos más distin­tivos. Pero también es cierto que des­de 1979, por más que la crítica -ese «arma irrenunciable», como diría Malraux- siga estando plenamente justificada, Valladolid ha cobrado una nueva dimensión, en un intento cons­ciente por paliar en lo posible las enormes servidumbres heredadas e insertar a la ciudad en un panorama encaminado a la revitalización de su prestigio y a la creación de un entorno más favorable para la convivencia y la reflexión.


Digamos, en todo caso, que paulati­namente se han ido fraguando los cimientos sobre los que edificar un sentimiento de identificación, del que hasta hace bien poco se carecía. Pues no en vano había sido entorpecido como consecuencia de la actitud de rechazo provocada no tanto por el carácter foráneo de la mayor parte de sus residentes, reproduciendo así los hábitos tan usuales en enclaves masi­vamente nutridos por la emigración, como, sobre todo, por el escaso poder integrador que era capaz de ejercer un tipo de evolución urbanística favora­ble a las segregaciones sociales y a la acentuación de los antagonismos, has­ta cristalizar en un modelo de ciudad constituido por elementos espaciales múltiples con muy deficiente o nula vertebración entre sí. Si, por tanto, la consideración de Valladolid como espacio urbano pro­gresivamente asumido por el conjun­to de la población está ligada al proce­so lógico de asimilación que depara la existencia de una realidad fuertemen­te consolidada y a las ventajas de una forma de actuación que ha manifesta­do en numerosas ocasiones una predisposición clara al reconocimien­to de las demandas planteadas por la base social, el reto que se inicia a partir de ahora resulta crucialmente decisi­vo. Culminar la tarea iniciada en el sentido señalado, sin rupturas ni invo­luciones, tal vez sea uno de los objeti­vos primordiales, como requisito pre­vio para abordar con resultados satis­factorios los tres grandes epígrafes que, a mi juicio, simbolizan las líneas básicas en que ha de encuadrarse el tratamiento de la actual problemática vallisoletana.


De un lado, se ha de abordar con decisión y sensibilidad política las si­tuaciones críticas aún existentes en esa constelación de barrios periféricos, que, componentes fundamentales de la trama urbana y generadores con frecuencia de sólidas cohesiones inter­nas que no se pueden eludir en la toma de decisiones, son al tiempo la expre­sión fidedigna y permanente de las múltiples malformaciones legadas por la etapa desarrollista y más desafora­damente especulativa, y cuyas caren­cias ostensibles deben inscribirse sin demora entre las preocupaciones prio­ritarias de la ciudad, entre otras razo­nes porque albergan el conjunto de­mográfica y sociológicamente más re­presentativo.


De otro, es obvio que las fórmulas orientadas a facilitar la integración de la sociedad tienen en la dimensión cultural de las actuaciones una clave de referencia obligada, apo­yada en la necesaria concertación de propuestas e iniciativas, que la con­viertan en algo plenamente participativo y ajeno a cualquier elitismo excluyente, y a la vez proyec­tada con una visión respetuosa y defensora a ultranza del patri­monio históri­co, que haga po­sible la preser­vación de los testimonios re­siduales de la ri­queza arquitec­tónica que, has­ta hace bien po­co gravemente lesionada en una parte muy significativa por la remodelación o el abandono, sigue representando el so­porte más emblemático de la propia personalidad urbana.


Y, por último, sería un grave error hacer caso omiso de la hipótesis de que el futuro de Valladolid pudiera quedar seriamente mediatizado si no se procede a la corrección drástica de las deficiencias ambientales que tanto alteran y distorsionan sus potenciales capacidades para proporcionar una adecuada cali­dad de vida. Ruido, tráfico y agua definen la trilogía de las medidas de intervención deseables a corto plazo en una ciudad que acusa con especial gravedad los efectos de la difícil armo­nización planteada entre las caracte­rísticas del entorno y los impactos provocados sobre él. Y con un hori­zonte temporal que tampoco puede ser demasiado dilatado, es obvio que la calidad preconizada se identifica plenamente con la resolución de los déficits de que adolece el nivel de equipamientos en las áreas más nece­sitadas y con la búsqueda de solucio­nes efectivas al crónico problema de la vivienda, al que se ven con impoten­cia enfrentados amplios sectores de la sociedad, convirtiéndolo en uno de los aspectos primordiales de cualquier es­trategia de gestión merecedora del apoyo popular.


No son pocas, en suma, las dificul­tades que en los momentos actuales condicionan la reorganización solida­ria de los espacios urbanos contempo­ráneos. Su creciente complejidad y la confrontación de intereses en juego crean un marco de actuación difícil­mente abordable mediante el diseño de fórmulas simplificadoras de la rea­lidad. Se requieren, en cambio, solu­ciones imaginativas, un conocimiento y evaluación rigurosos de los proble­mas existentes, la elaboración de pro­gramas bien vertebrados y, ante todo, la voluntad firme de llevarlos a cabo. Definitivamente cuestionada la etapa de las decisiones unilaterales, casi siempre sostenidas por los grupos de presión más fuertes y exclusivistas, parece llegado el momento de la concertación, como requisito ineludible si se desea hacer de la ciudad un ámbito capaz de favorecer la permanente y fecunda convergencia de los afanes colectivos.


Consciente de ello, el ciu­dadano dispone ya de suficientes ele­mentos de juicio para ponderar el margen de sinceridad de las propues­tas que se le ofrecen y el grado de sintonía y sensibilidad que quienes las brindan manifiestan con la problemá­tica suscitada. Para decantar en nues­tro caso la opinión al respecto, basta­ría tan sólo con analizar la historia reciente de Valladolid, desde los años sesenta hasta nuestros días, para ver hasta qué punto los dos modelos de ciudad que se han configurado en el tiempo, ambos separados por el hiato que inicia el proceso de democratiza­ción de la gestión municipal, respon­den a filosofías antagónicas, cuyas po­sibles líneas de comportamiento y de concepción de la ciudad ha de ser enjuiciadas como criterios estimati­vos de las directrices que una y otra habrán de ser capaces de imprimir hacia un futuro inmediato. Un futuro que, de ningún modo, puede quedar a merced de posiciones demagógicas o de mero arbitrismo político.

24 de junio de 1991

Los diviesos de la democracia


El Mundo-Diario de Valladolid, 24 de Junio de 1991


Si no fuera porque sus gestos, actitudes y decisiones reper­cuten en el funcionamiento de la vida institucional y en la gestión de lo público, ninguna aten­ción habría que prestar a esos funes­tos personajes que, al socaire del con­texto democrático en que viven y del que se aprovechan, proliferan con insólita profusión en nuestra escena política para comportarse en ella a sus anchas, indiferentes y chulescos a los clamores de denuncia o repulsa que surgen a su alrededor. Son como sarpullidos incómodos, molestos y desagradables, que no tienen otra dig­nidad que la que les confiere un tan inexplicable como atípico apoyo popular, conseguido en buena lid pero a menudo con artes impropias de la mínima corrección democrática. Maestros del populismo barriobajero, profesionales avezados de la dema­gogia vulgar, aficionados a la difama­ción gratuita y amigos del chalaneo, son, al tiempo, ejemplares inverecun­dos de la mediocridad más absoluta, de la que, incluso, presumen como reflejo de una incultura consciente­mente asumida y procazmente divul­gada para ofensa y desazón de quie­nes abogan, en cambio, por la dig­nificación de la vida ciudadana.

Y hasta qué punto la crítica les hace mella es algo que no siempre resulta fácil dilucidar, ya que, en apa­riencia inmunes a ella, tienden a arre­meter con violencia verbal ante cual­quier ataque o puesta en entredicho de su particular forma de llevar a cabo la gestión de la cosa pública. Mas no se crean que el debate se resuelve en el terreno de la dialéctica respe­tuosa y civilizada. No, cuando se discute con ellos no ha lugar a la nor­malidad ni al atisbo de posibles inten­tos de concordia. De inmediato, como resortes impulsados por un automa­tismo calculado, casi instintivo, afloran los síntomas de la más completa inco­municación, de un abismo insondable que convierte la pretensión de diá­logo en un vano afán o, peor aún, en una predisposición totalmente esté­ril, que relega a quien la defiende al terreno del más completo ridículo e incomodidad.

Y es que en torno a tan lamentables: Figuras de nuestra realidad cotidiana: se teje un entramado de intereses, una i malla de relaciones tan tupida y críptica, que cualquier intento de homologación con los parámetros inheren­tes a la convivencia normal ha de ser inmediatamente descartado. La incompatibilidad en este sentido es y será siempre absoluta, entre otras razones porque la supervivencia del modelo que representan, así como el clientelismo a que da lugar, no pueden estructuralmente coexistir con el fun­cionamiento normal de las reglas pro­pias del juego democrático, abierto, crítico, transparente y flexible.

Frente a ellas, la rigidez y la opa­cidad constituyen la garantía indispen­sable en la que se han de amparar estos personajes protervos de la polí­tica para mantener intacto ese poder de persuasión banal que tantos bene­ficios les reporta, por más que tras él, a poco que el observador profun­dice en ello, se esconda el recurso sis­temático a una jerigonza repleta de lugares comunes, de frases hechas, de ideas primarias y de expresiones hueras.

Porque, a decir, verdad, ¿qué otra cosa, si no, se esconde bajo el insulto como procedimiento habitual de des­calificación del adversario, de lo que tampoco se halla exento incluso el alia­do, cuando éste comienza a cuestionar los comportamientos de aquél?, ¿a san­to de qué esa defensa enfermiza de las esencias locales como reacción afa­nosamente buscada frente al «enemi­go» exterior, dando prueba en todo momento de una actitud obsesivamen­te misoneísta, en lucha incesante con la marcha de los tiempos?, ¿cabría de otra forma interpretar, en fin, ese pato­lógico victimismo vindicativo, al que se recurre por sistema cuando la con­frontación opositora trata de descender al terreno operativo en el que se evi­dencian las muestras palmarias de la incompetencia y la marrullería en el ejercicio de la gestión?

Pero lo más grave es que, mediante el engaño y la manipulación de los hechos, sesgados siempre al servicio de sus ambiciones soterradas, lo único que consiguen es el medro personal a costa del prestigio buen nombre de los esce­narios donde se desenvuelven. Y así, mediante maniobras distorsionantes de la realidad, tienden a identificar sus ámbitos de actuación con los compor­tamientos consecuentes al espúreo liderazgo que tratan de detentar. Para ello recurren a toda suerte de artima­ñas, comunmente materializadas en la creación de sus propias opciones polí­ticas, que, sumidas en la banalidad pro­gramática y en los slogans de mero artificio, no son más que el reflejo mezquino de un personalismo vacuo en trono al cual se aglutinan los inte­reses particulares del «líder» y de quienes, arropados a su sombra a modo de sumisos y silentes turiferarios, unen su suerte y la de sus intereses par­ticulares a las pingües expectativas que les depara el desenvolvimiento a sus anchas en un auténtico patio de moni­podio.

A pesar de todo, no resulta fácil erradicar tales especímenes de nuestro panorama político, sorprendentemente protegidos a veces por opciones de solvencia reconocida en el juego democrático, que, de forma tan inex­plicable como peligrosa, se pliegan a sus pretensiones, estableciendo con ellos discutibles fórmulas de colabo­ración, sin que el ciudadano pueda captar la efectividad real de tales ope­raciones y las entretelas en que se ela­boran. De ahí que la puesta en entre­dicho de tales prácticas parezca ple­namente justificada, máxime cuando de su generalización pudieran derivar­se serios peligros para la imagen del sistema democrático, de cuyo descré­dito sólo cabe esperar consecuencias lamentables para el correcto funcio­namiento de las relaciones entre la sociedad y quienes la representan.

Se impone la urgencia de persuadir al ciudadano de que, apoyando a ese tipo de pseudodirigentes, poco puede hacer para la resolución de sus pro­blemas y para la recuperación efectiva del protagonismo que merece. Se tra­ta, en otras palabras, de invadir cual­quier tipo de tejemaneje político y de arbitrar, en su lugar, mecanismos en dirección contraria, de suerte que, sólo a través de la denuncia, del desarrollo de la conciencia crítica y de la for­mulación de alternativas fiables y sin­ceras, será posible poner fin a esta pesadilla y alumbrar perspectivas polí­ticas consistentes, que, rescatando la buena imagen que ha de tener el ejer­cicio serio de la política, hagan inne­cesaria de una vez por todas en Espa­ña y Castilla y León la sórdida pre­sencia de estos perjudiciales diviesos de la democracia.