Cuando a comienzos de 1963 el gobierno de Francia decidió crear la Delégation pour l'Aménagement du Territoire et l'Action Régionale - la célebre DATAR, cuyas oficinas se abren, recoletas pero solemnes, a la sombra de la Torre Eiffel - , el Presidente de la República justificó la decisión porque entendía que con dicha iniciativase trataba de cumplir "una ardiente obligación". Con tan enfática expresión, el gran hombre de Estado que fue Charles de Gaulle no hacía sino presentar ante la sociedad francesa el alcance de ese gran compromiso que siempre ha existido en el vecino país por la Ordenación del Territorio, como política de vertebración y confluencia de intereses al servicio de unos objetivos claramente definidos por el consenso entre las instituciones. De ahí que, con sus luces y sus sombras, esta forma de entender las relaciones del poder con la sociedad y el espacio haya sido sin lugar a dudas uno de los principales instrumentos de la imagen de calidad, prestigio e integración que el "hexágono" francés ha logrado ofrecer de sí mismo; una imagen que es al tiempo reflejo permanente del gran pacto de Estado sobre el territorio, que, desde la puesta en marcha de la DATAR hasta la Ley de 1995,se ha mantenido robusto frente a los cambios, a las alternancias y a las vicisitudes políticas de toda índole.
Hasta qué punto la ausencia en España de un mecanismo de estas características, aunque obviamente adaptado a las peculiaridades del modelo autonómico,ha supuesto un obstáculo para la superación de problemas territoriales y ambientales arraigados en el tiempo y todavía irresueltos, es algo sobre lo que tal vez conviniera reflexionar con la mirada puesta en la voluntad de alcanzar políticas de coordinación en estas materias entre las diferentes regiones españolas. Mientras esto no suceda, yal amparo del reconocimiento que en este sentido debiera otorgarse al Senado como escenario de encuentro y compromiso para una verdadera integración de las distintas perspectivas que convergen en el Estado, los problemas estarán a la orden del día, los agravios surgirán inevitablemente y persistirá, acentuándose incluso, la imagen de esa "España invertebrada" que tan bien definiera Ortega.
A falta de que este engarce interregional sea algún día realidad, las Comunidades Autónomas han logrado ejercer un protagonismo creciente en el campo de las decisiones con impacto territorial, haciendo suyo el importante margen de maniobra que les asigna el Art. 148 de la Constitución. Sería muy interesante, desde luego, valorar de qué manera se ha ido transformando España a medida que los gobiernos autónomos han hecho uso de estas prerrogativas y puesto en práctica un sinfín de actuacionescuyo balance, sintéticamente expuesto, ofrece una mezcla heteróclita de logros incuestionables y dislates manifiestos. Es una forma tal vez demasiado simplista, pero el espacio disponible no da para más, de resumir el sentido contradictorio a que a menudo conduce la toma de decisiones cuando éstas aparecen simultáneamente guiadas, unas veces, por el afán de notoriedad y de capitalización política que aportan de inmediato las operaciones de mayor impacto,y otras, por el propósito de impulsar medidas diseñadas y aplicadas con el rigor y la coherencia necesarios para alcanzar la efectividad y equilibrio pretendidos.
A este crucial desafío se halla expuesta actualmente la Comunidad de Castilla y León, una vez que la responsabilidad contraída en la Ley 10/1998 ha tomado cuerpo en las Directrices de Ordenación del Territorio, dadas a conocer por la Consejería de Fomento y abiertas a debate público. No es una cuestión que deba pasar desapercibida ni mostrarse ajena a las inquietudes de la sociedad y de quienes la gobiernan, entre otras razones porque nuestra región y sus ciudadanos se juegan mucho en el empeño de cara a los horizontes que se perfilan apenas a cinco años vista. Aparte de por su dimensión natural y por la diversidad intrínseca que la distingue, Castilla y León se singulariza en estos momentos en España por una serie de tendencias y perfiles que definen un panorama dominado por la incertidumbre y por la endeblez de las estrategias capaces de integrar los problemas de la región en un plan ambicioso y coherente tanto por lo que respecta a la calidad de su diagnóstico como ala fortaleza de las medidas destinadas a ofrecer soluciones solventes, viables y debidamente asumidas por el entramado social.
Más allá del deslumbramiento que suelen ocasionar los grandes proyectos de infraestructura circulatoria, y que en realidad van eminentemente asociados a la condición de la Comunidad como obligado espacio de tránsito, es en los niveles de la reflexión cotidiana, en los ámbitos de la actividad profesional y laboral más sensibles y preocupados por las situaciones de atonía, donde se percibe, ya sea las ciudades o en el mundo rural, la auténtica envergadura de las insuficiencias existentes y, lo que es más grave, el peso de las inercias y pasividades que condicionan y ensombrecen las expectativas de futuro.
Si tal es el estado de ánimo que a menudo se detecta en el ambiente, hasta el punto de motivar una actitud de desaliento y abandono por parte de alguno de los sectores más activos y competentes de la sociedad, sorprende que esa sensación aflore con tanta fuerza cuando a la par se observan síntomas de dinamismo e iniciativas de crecimiento que inducen a pensar que no todo el panorama resulta tan sombrío como parece. Pero es ahí radica precisamente, a mi juicio, la principal contradicción en que se desenvuelve Castilla y León, la propia de una región donde coexisten desarrollos puntuales y situaciones de desolación demasiado generalizadas. Es la típica dualidad de un espacio en crisis y necesitado con urgencia de medidas que, superando la visión meramente sectorial de los problemas y no eludiendo la responsabilidad con todo el espacio, logren proyectarse en una vigorosa estrategia de Ordenación del Territorio cimentada en las tres premisas que la identifican, es decir, una decidida voluntad política para llevarla a cabo, una capacidad para movilizar en torno a ella al conjunto de la sociedad y la solvencia necesaria para elaborar un proyecto de desarrollo, prestigio y calidad de vida que sea al tiempo integrador, ilusionante y sin ningún tipo de exclusiones.
“Podrán destruir todas las flores, pero nunca detendrán la primavera” (Pablo Neruda, 1973)
Sucedió en Valladolid hace ya tres décadas, y, a pesar del tiempo transcurrido, permanece todavía lúcida en la memoria de quienes la compartimos la experiencia vivida cuando José Ramón Recalde pronunció una conferencia sobre “ Derechos Humanos y Sociedad Democrática” en la Facultad de Derecho. No hace mucho tuve ocasión de comprobarlo cuando, a comienzos de este año, salió a relucir la evocación y el significado de aquel acto en una agradable conversación mantenida con uno de sus hijos, con motivo de su presencia en nuestra Universidad como profesor invitado en uno de los Cursos del Centro Buendía. Según me dijo, habían sido muchos los testimonios recibidos sobre el alcance que las palabras pronunciadas por su padre habían tenido en el recinto vallisoletano a finales de los sesenta, cuando la intervención del entonces joven jurista constituyó un soplo de libertad y una prueba de rigor intelectual de los que tan necesitado se encontraba el mediocre ambiente universitario de la época.
No fue, en principio, un acto sencillo ni cómodo para sus organizadores. La tozuda resistencia del rector de entonces, un tal Suárez Fernández, habituado a reprobar con su conocida petulancia cualquier atisbo de crítica a la dictadura declinante, supuso un obstáculo que dilató en varias semanas la celebración de la iniciativa, finalmente posible merced a la firme actitud del Decano de Derecho, profesor José Antonio Rubio Sacristán, que una vez más hizo gala de su honestidad intelectual y de su inequívoca libertad de pensamiento. En realidad, se limitó, lo que no era poco en aquella situación, a autorizar la iniciativa propuesta por un activo grupo de alumnos universitarios del que, entre otros y como preludio de los prestigiosos profesionales que habrían de ser al cabo de los años, formaban parte destacada Gaudencio Esteban, Juan José Solozábal, Jorge Letamendía, Luis Arroyo y, cómo no, el inolvidable José Luis Barrigón.
Habituado a tomar notas de cuanto considero merece la pena, aún conservo fidedigno el testimonio de algunas de las opiniones y de los argumentos expresados por Recalde aquella tarde a lo largo de una intervención que se prolongó durante cerca de dos horas y media. Que yo recuerde era la primera vez que en la Universidad de Valladolid se aludía a ese tipo de cuestiones. Particularmente me viene a la memoria el impacto que, en un aula a rebosar, tuvieron sobre el auditorio dos reflexiones que, por infrecuentes en los foros académicos convencionales, resultaban tan novedosas como incitadoras del debate que comenzaba tímidamente a insinuarse en la vida política española. Tras hacer alusión a lo que podría suponer en España la necesidad de garantizar con ciertas posibilidades de éxito el tránsito a la democracia, más allá de las confrontaciones sociales, sobre los fundamentos de una Constitución apoyada en el consenso y en la reconciliación, insistió con fuerza en la convicción de que el afianzamiento de un régimen de libertades era inseparable de una solución decidida del problema vasco, consciente de que, de no ser así, el proceso desembocaría en una situación de inestabilidad y de riesgo para la supervivencia de un sistema democrático fuertemente condicionado en sus orígenes por la dilatada duración del régimen franquista. Evocadas ahora, ambas aparecen como ideas premonitorias de una realidad que, en líneas generales, ha ido evolucionando por los derroteros presagiados por Recalde, lo que no era si no la demostración de una gran perspicacia política y de una profunda sensibilidad por cuanto afectaba a la compleja realidad del País Vasco, que por entonces emergía como un problema del que muy pocos como él eran tan conscientes ni se mostraban tan alertados de sus implicaciones futuras.
Traigo a colación estos recuerdos y vivencias, conmocionado por el intento de asesinato de José Ramón Recalde y movido también por el deseo de situar aquel lejano acontecimiento ocurrido en Valladolid en la doble perspectiva que me lleva a valorarlo ahora no sólo como un homenaje a un demócrata ejemplar, sino como la expresión de la vertiente simbólica que encierra su figura en el panorama de extorsión y barbarie que está quebrantando el funcionamiento de la sociedad vasca y perturbando sin cesar la vida política española. Quien conozca lo que significa el matrimonio Recalde-Castells en Euskadi, y sobre todo en San Sebastián, podrá entender bien la idea que deseo subrayar. Si la trayectoria de José Ramón ejemplifica sin paliativos el sentido de la coherencia marcada siempre por una voluntad de lucha insobornable a favor de la libertad y de la tolerancia, en las mismas premisas se desenvuelven los esfuerzos llevados a cabo por María Teresa como artífice de un proyecto cultural progresista (la librería “Lagun”, situada en la donostiarra Plaza de la Constitución), frente al que se han cebado, con la maldad propia de los miserables, quienes, desde la ultraderecha ayer o desde el nacionalismo fascista en nuestros días, consideran a la libre expresión de las ideas como la diana hacia la que proyectar su fanatismo y brutalidad. Por eso, atentar contra lo que esta pareja significa supone el más alto grado de perversidad hacia el que podía orientarse el terrorismo, precisamente porque en el centro de sus acciones de muerte ha situado a los símbolos más representativos de la democracia y de la libertad, imponiendo así una escala de terror que desborda con creces los atroces perfiles de la agresión individualizada.
La intención de asesinar a Recalde se inscribe, efectivamente, en esa estrategia que desde el vil asesinato de Gregorio Ordóñez no ha tenido otro objetivo que la aniquilación de figuras altamente representativas de la democracia municipal, de la intelectualidad progresista y del empresariado: en suma, de lo mejor y más creativo de la sociedad vasca, de lo que en mayor medida la prestigia y avala en España y el mundo, nombres emblemáticos cuya relación se suma a la de cuantos, con idénticas cualidades y connotaciones, han sido víctimas de la violencia mortífera en innumerables puntos del país. Cuando se observa tamaña vesania, y su persistente reiteración, no es fácil resistirse a la sensación de abatimiento, miedo e incertidumbre, por más que a veces quede contrarrestada por las manifestaciones de repulsa y condena promovidas por la ciudadanía con la intermitencia que ocasionan los atentados.
Es el reflejo de un sentir popular que progresiva e irreversiblemente ha ido ganando fuerza en la calle para mostrar que, con el solo poder de la palabra o con la fuerza elocuente del silencio, somos siempre muchos más. No es fácil hacer previsiones ni anticipar el rumbo de los acontecimientos, pero de lo que tampoco cabe duda es de que, cuando son tantos los pilares amenazados del edificio social, político y económico vasco, cuando un sector del nacionalismo democrático se rebela contra la destrucción implacable de sus elementos más valiosos y considera como suyos a todos los perseguidos por la vileza terrorista, y cuando incluso, de seguir así, el Partido Nacionalista Vasco corre el riesgo de romperse de nuevo,algo, más pronto que tarde, tendrá que moverse en la dirección adecuada. Y lo hará necesariamente de la mano de todas las opciones democráticas responsables (incluido un PNV renovado), de la inquebrantable movilización ciudadana y de cuantos, como Recalde, sigan enarbolando la bandera de la paz, de la tolerancia, de la libertad y del desarrollo frente a la desolación, la muerte, la tribu y la ruina.
Durante la presente legislatura la cuestión nacionalista ha llegado a alcanzaren España cotas detensión que no dejan de sorprender tanto a propios como a extraños. A quienes desde fuera del paísexaminan con curiosidad el decurso de los acontecimientos les resulta dificilmente comprensible el hecho de que, cuando se cumplenveinte años del referendum constitucional, que tanto ha contribuido a la resolución de contenciosos históricos pendientes,todavía la configuración del modelo de Estado siga suscitando conflictos, alentando aceradas discrepancias y, lo que es más preocupante, manteniendo abierta una sensación de incertidumbre que nadie sabe con seguridad cuándo y cómo será definitivamente superada.
Pero es, sobre todo, en el escenario de los contactos y las relacioneslabrados entre los españoles, donde el problema adquiere, como es natural, perfiles de confusión y enrarecimiento que en nada ayudan a afianzar la edificación sólida de ese espacio moderno y fecundo de convivencia que muchos creemos ha de ser España. Ciertamente, la densidad del clima tiene mucho que ver con los ambientes de controversia que periódicamente reverdecen con motivo de las campañas electorales o con circunstancias coyunturalmente propicias para enmarcardentro de la polémica el resultado deseable de los procesos de negociación, habitual“tour de force” de la política española.
La historia reciente de nuestro país está jalonada por un sinfín de episodios de esta naturaleza, hasta el punto de que los efímeros momentosde libertad vividos desde el último cuarto del siglo XIX hasta nuestros días tienen en la voluntad de afrontar la cuestión de la estructura politico-territorial del Estadouno de sus principales factores de engarce, por más que, como bien se sabe,siempre resultaran fallidos hasta que la Constitución de 1978 trató de saldar un problema histórico, de cuya eficaz solución dependía la consolidación de la democracia.
Me inclino a pensar que la subida de tono a la que hemos asistido en los últimos mesesauguraque tal vez nos encontremos ante una etapanueva, distinta de las anteriores, marcada por rumbos imprevisibles, sobre todo cuando se tienen en cuentala fuerte carga emocional de losargumentos utilizados, las salidas extemporáneas de la mayoría de los líderes políticos,y la dificultad de encontrar, en medio de este pandemonium, opciones de salida realmente satisfactorias para todos. Nunca como hasta ahora se había llegado a una decantación tan rotunda de las posturas ni las razones blandidas para defenderlas se mostraban tan alineadas a favor de posiciones que,pugnando entre sí con escasas posibilidades de confluencia, han llegado incluso a amenazar con poner en entredicho el valor de compromisos- el texto constitucional o las mesas de Ajuria Enea y Madrid - que siempre se habían considerado como los firmes asiderosde una voluntad compartida frente a cuestiones de particular relevancia.
En toda esta trayectoria la capacidad de iniciativa ha estado muy pocas veces en manos de quienes desde siempre habían defendido las reglas del juego ya consolidadas y aparentemente asumidas por todos. Desde la firma de la Declaración de Barcelona,en el pasadomes de Julio, toda una serie dehitos y de proclamas, cada vez con mayor resonancia y de todos conocidos, han ido reconduciendo unilateralmentela vida política española hasta desembocar en una situación confusa o, cuando menos, repleta de incógnitas, que solamente podrán ser despejadas cuando la clarificación de las ideas vaya acompañada de la voluntad política necesaria para la toma de decisiones que hagan posible la recuperación del pulso debilitado. Y es necesario que así sea porque, si nos atenemos al cariz de las actitudesen boga o de las que puedan de pronto aparecer en el futuro, el proceso puede acelerarse de manera muy sensible ante el venturoso calendario electoral que se vislumbra en el horizonte.
En mi opinión una parte sustancial del discurso planteado ha seguido poniendo el énfasis en la vieja polémica empeñada en confrontar la vitalidad “per se” de los nacionalismos periféricos con la obsolescencia de una visión castellano-céntrica de España, renuente a asumir la capacidad innovadora que aquéllos representaban como una realidad que, insatisfecha con el modelo de Estado cimentado en la Constitución, perseguía su afianzamientoen el contexto de la posición adquirida en una Europa integrada, en la que las reivindicaciones nacionalistas podrían encontrar una inserción más confortable y afín a sus pretensiones de autogobierno. Sobre esta argumentación, que los partidos nacionalistas vasco y catalánhan sacralizado al máximo, se ha sostenido una estrategia que, cerrada a cualquier tipo de polémica, no ha hecho sino profundizar en la dicotomía señalada, hasta convertirla en una especie de fractura crónica entre territorios que es preciso a todas luces superar con inteligencia, audacia y sobre todo con auténtica capacidad de iniciativa política.
Es ésta, por tanto,una ocasión que invita a reflexionar sobre la construcción del Estado desde la perspectiva de los ámbitos político-territoriales que hasta ahora han permanecido silentes, aceptando recriminaciones sin cuento y faltos de reflejos a la hora de aportar ideas, creativas, innovadoras y de progreso,en un tema que a nadie, y menos aún cuando ostenta responsabilidades políticas, puede dejar indiferente. En este envite se echa, en efecto, de menos el caudal de reflexiones provenientes de Castilla y León, máxime cuando “a priori” se ve forzada a desempeñar dos funciones antagónicas y complementarias entre sí: la que se la asigna, por un lado, como artífice y expresión simbólica de una idea de España sometida a rechazo y controversia, y la que la compete, por otro, en su calidad de territorio necesitado de superar una imagen llenade tópicosy de reproches, muchos de ellos fraguados en el clima de simplificación intelectual, al menos por lo que respecta al entendimiento de Castilla,alumbrado hace un siglo y que cien años después es necesario modificar sin más dilaciones ni silencios clamorosos,entre otras razones porque la imagen que el noventayocho pretendió construir de España fue del todo inoperante, agravada por todo lo que sucedería después, para incorporar y dar respuesta a los regionalismos y nacionalismos emergentes.
Una modificación que sólo puede venir de la mano deactitudes que, eliminando trasnochados estereotipos, hagan de ella una región abierta e innovadora, en la que cobren idéntica fuerza las posturas defensoras sin reticencias de la plurinacionalidad del Estado y las que al tiempo subrayan las múltiples ventajas y oportunidadesque se derivan de una visión integradora de los diferentes elementos que lo componen. Conciliar las ideas de pluralidad e integración, de reconocimiento del valor de la diferencia y de la solidaridad, e impulsarlas con la consistencia que otorga el propio convencimiento y la solidez de los argumentos esgrimidos, poniendo al descubierto toda la riqueza de connotaciones propositivas que entraña, puede convertirse en una de las principales contribuciones que desde Castilla y León cabría hacer en estos momentos de zozobra e indefiniciones, en los que ni la unilateralidad de los planteamientos ni su artificial confrontación ni los enfoques a corto plazo parecen aconsejables.
Por el contrario, abundar en la línea señalada no sería tampoco una sugerencia baladí para conmemorar con verdadero sentido del momento histórico el doble compromiso que para nuestra región presenta en este año de efemérides conseguir la eliminación de las falaciasacuñadas sobre ella hace un siglo y sentar las bases que permitan articular, en el vigésimo aniversario de la Constitución,una reflexión moderna, abiertay con visión de futuro sobre las tres vertientes - político, cultural y constitucional - desde las que necesariamenteha de ser concebida la vigencia y razón de ser de un Estado en el que, al fin,nadie se sienta extraño ni incómodo.
Hace algún tiempo, y con ocasión de un debate sobre la situación de la Universidad española, una de los intervinientes, prestigiosa científica madrileña, me señaló que, a su juicio, entre los motivos a los que atribuir la crisis actual de la enseñanza superior no habría que olvidarla falta de reconocimiento de la función del "maestro" como un referente básico de la labor y de los proyectos en ella realizados. Siempre he pensado que esta reflexión, quizá cuestionable hoy para muchos por considerarla equivocadamente reaccionaria,no encerraba ninguna postura nostálgica ni tampoco se hacía eco deañoranzas por la desaparición de los viejos tiempos en que la vida universitaria gravitaba en torno a un limitado número de egregios profesores, que dominabanelambiente con sus decisiones, ejerciéndolas con esa mezcla de paternalismo y soberbia que tantos sinsabores provocó en quienes se sentían inermes ante dosis excesivas de discrecionalidad. Por suerte, hace tiempo que estos talantes han quedado definitivamente relegados al olvido, aunque a veces se hayan visto sustituidos por intereses y corporativismos de nuevo cuño, mucho más mediocres y no menos sectarios que aquéllos.
Pero esa es otra cuestión, en la que ahora no deseo entrar. Mi defensa del maestro universitario, con toda la riqueza de matices y connotaciones que encierra el término, se debe a la convicción de que el proceso formativo del docente y del investigador sólo es realmente sólido y cobra consistencia cuando sefraguaal socaire de la relación mantenida con alguien cuya autoridad intelectual, prestigio y profesionalidad le convierten en el depositario de ese enorme caudal de posibilidades capaces de enriqueceruna trayectoria que de ninguna manera puede consolidarse en solitario o de forma meramente autodidacta. Da igual que quien merezca este tratamiento se encuentre cercano o distante en el espacio, que la diferencia de edad sea mayor o menor, que la relaciónse resuelva en un clima de sintonía o de permanente controversia. A la hora de la verdadtodo eso es indiferente, porque de lo que se trata es de que la relación entre maestro y discípulo, construida en torno a un equipo y sobre la base de un proyecto sólido de descubrimiento ytransmisión del saber, esté claramente definidapor el margen de responsabilidades que compete acada cual y por el propósito compartido de que el contacto sea gratificante para ambas partesy, sobre todo,provechoso para la que, por razones obvias,más tiene que aprender.
Si creo y defiendo estas ideas es porque la fortuna me ha hecho conocer y valorar en toda su plenitud las ventajas que entraña el haber disfrutado de un excelente maestro. Este rango se lo concedo con gratitud y sin reservas de ningún tipo al Profesor D. Jesús García Fernández, Catedrático de Geografía Física, que a finales de este mes concluye por edad su laboracadémica convencional para encaminarse, ya con todos los parabienes como profesor emérito,hacia una jubilación activa, es decir, sin ruptura alguna con la que ha sido una de las trayectorias científicas más fecundas y meritorias efectuadas en el Alma Mater vallisoletana. No voy a aludir a la importancia que ha tenido para mí una vinculación académica y científica que contabiliza ya siete lustros, en mi caso toda una vida. Circunscribir la valoración a una cuestión meramente personal empequeñeceríala talla del personaje, pues la rebasa con holgurapara convertirse en algo que, en justicia,no debierapasar desatendido ni en la ciudad que le vió nacer ni en la región a las que ha dedicado la mayor parte de sus desvelos y muchas de sus contribuciones más conspicuas.
Quienes le conocen sabrán bien de qué estoy hablando y se mostrarán de acuerdo conmigo cuando afirmo que el conocimiento científico de Castilla y León seríamuy distinto, y desde luego, mucho más pobre sin la ingente aportación llevada a cabo mucho antes de que se comenzase a hablar con propiedad de lo que hoy constituye, ya sin confusionespara nadie, el territorio de nuestra Comunidad Autónoma, tal y como quedó demostrado en el Primer Congreso sobre la regióncelebrado en Burgos en 1982, y del que fue su principal artífice. Sus trabajos sobre ella, como parte de una obra muy notable,han definido un modo de entender la realidad en el que encuentran perfecto engranaje la sensibilidad por la tierra y el análisis de los hechos sin concesiones a la especulación vana ni al tópico fácil. Asumiendo los enfoques empiristas y racionalistas que tanto prestigio aportaron ala Geografía Regional francesa, con los mimbres de pensamientoheredados de la Institución Libre de Enseñanza, y fiel albacea intelectual de ese gran maestro de geógrafos que también fue D. Manuel de Terán, su plasmación en el estudio de los ámbitos espaciales que le resultaban más afines - Castilla, como él la ha llamado siempre,la España Atlántica, concepto por él acuñado, o de Valladolid, entre otras líneas cultivadas -hizo de García Fernándezun meticuloso indagador de la realidad espacial en todas sus manifestaciones y perspectivas. Una realidad que, tanto en su dimensión histórica como contemporánea, permitió ofrecer de manera integrada, coherente y con una articulación dialéctica sin fisuras la valoración de fenómenos y situaciones que hasta entonces se habían abordado de manera fragmentaria, superficial, más próxima al simple inventario que al documento trabado en el que ha de apoyarsela aportación científica digna de tal nombre.
En sus escritos ha sabido crear además un estilo inconfundible, muy personal, tan original como su letra manuscrita, y con la ventaja añadida de saberlos transmitir con la profundidad y voluntad divulgadora que unicamente puedenprovenir de quien está seguro de lo que hace, fiel a unos enfoques que, resistentesal paso del tiempo aunque permeables a la reflexión crítica, han acabado por darle en buena parte la razón. En esta tarea no se ha encontrado sólo, pues, aunque los cambios en la vida universitaria hayan lesionado en los últimos años la supervivencia de la labor en equipo y provocado un exceso de atomización en la forma de organizar el trabajo, la huella de su magisterio se deja sentir, directa o indirectamente, en cuantos en Valladolid y en otras Universidades españolas y extranjeras se sienten tributarios de un entendimiento de la Geografía como ciencia dedicada a la interpretación integradora de las transformaciones espaciales y al servicio de la sociedad. Sin duda, estas cualidades han prevalecido a la postre sobre el contrapunto marcado por un talante peculiar, en el que se entremezclan ciertas dosis de orgullo, de franqueza sin concesionesy de rechazo hacia lo que no se corresponde con su visión estricta de las cosas.
Pero anteponer este argumento a la valoración objetiva de su encomiable bagaje universitario supone una distorsión impropia, sobre todo cuando, por encima de todo ello, prima el balance conseguido y la gallardía demostrada en la defensa de posturas y de actitudes que, en los años dificiles de la dictadura, eran respaldadas excepcionalmente por muy pocos. Tanto entonces como ahora García Fernández ha permanecido fiel a su ideario, sabiendo forjar, con sus iniciativas y suimpresionante capacidad de trabajo, un legado queenaltece y prestigia a nuestra Universidad.
Más allá de la posible sorpresa provocada o de las reacciones, de uno u otro signo, que eventualmente pudieran suscitar, lo cierto es que nada tienen de originales ni de innovadoras las declaraciones efectuadas de cuando en cuando por algunos de los dirigentes actuales del PNV a propósito de la posibilidad de que a corto plazo el País Vasco logre figurar como uno más entre los Estados que integran la Unión Europea. Posiblemente, tal y como es planteada, y aprovechando el factor de oportunidad que habitualmente la anima, la idea suele llamar la atención y alcanzar con creces el nivel de resonancia pretendido, aunque conviene reconocer que si la proclama es coherente con el arriesgado rumbo emprendido por el nacionalismo vasco democrático en los últimos meses, el fondo de la cuestión ni le resulta privativo ni debe situarse en el terreno estricto de una reivindicación fraguada al calor de sus circunstancias particulares sino que aparece conectado de lleno con la intencionalidad de una corriente mucho más amplia que hace mella en áreas específicas sumidas en una situación de progresivo debilitamiento geopolítico.
La década de los noventa se ha limitado, en efecto, a sancionar en determinados escenarios un proceso larvado con anterioridad a favor de una recomposición profunda, y quizá irreversible, de los cimientos que han asegurado durante décadas sus esquemas de inserción en las relaciones internacionales de equilibrio y, sobre todo, garantizado el respeto del “statu quo” establecido por los límites fronterizos, ya estuvieran fuertemente enraizados en la historia, o bien fuesen acordados tras la Segunda Guerra mundial. Un equilibrio sustentado con firmeza en la lógica del funcionamiento estatal, que, socialmente asumido de forma mayoritaria, se identifica con la aceptación del papel del Estado-nación como ese “modelo de organización globalizante”, definido Edgar Pisani en sintonía con el reconocimiento de las posibilidades abiertas por la sustitución de un sistema simplemente respetuoso de las reglas del juego económico, como el dominante hasta la crisis de los años treinta, por otro dispuesto al desempeño efectivo de una responsabilidad directa en la gestión de los mecanismos de reproducción social.
Sin embargo, a la vista de las tendencias observadas, el rechazo ferviente del sistema no está respondiendo tanto a las ineficiencias generadas por los excesos de la burocratización o a sus rigideces estructurales como a la puesta en entredicho de su capacidad como mecanismo regulador en el contexto de las premisas introducidas por la globalización, cuya dimensión económica va inevitablemente asociada a implicaciones políticas y territoriales de enorme magnitud. Entre ellas merecería resaltar el alcance que sin duda tiene la profunda revisión operada en los esquemas interpretativos de las funciones asignadas al Estado, a medida que su margen de maniobra y sus capacidades potenciales entran en conflicto con la presión ejercida desde los nacionalismos excluyentes que tratan de consolidar sus posiciones a partir de una retórica repetitiva y argumentalmente circular, con la confesada intención de convertirse en factores desencadenantes de un nuevo orden geopolítico, que encuentra su razón de ser y el fundamento de su existencia en el arrumbamiento de buena parte de los principios que hasta hace apenas una década habían hecho posible la etapa de crecimiento y estabilidad que Fourastié calificó como la de los “Treinta Gloriosos”.
En esencia, el apogeo de estos nacionalismos no es ajeno, en mi opinión, a la defensa de pautas de actuación regidas por un hilo conductor trenzado a partir de dos premisas esenciales, entre las que no es difícil percibir tan sutiles como estrechos vínculos de engarce. La primera se corresponde con la búsqueda de la competitividad a partir de los máximos niveles posibles de soberanía, entendida no sólo como el soporte político férreamente defensor de la identidad sino, ante todo, como la palanca capaz de garantizar una plena inserción en la lógica selectiva de la “economía-mundo”, libres de ataduras o dependencias amenazadoras de un objetivo que ha de ser logrado, y satisfactoriamente, a cortísimo plazo.
De ahí que la cuestión de la escala, planteada en términos de superficie, haya experimentado una valoración inversa a la que comúnmente se la había reconocido. Es decir, el tamaño se convierte más en un obstáculo que en una virtualidad dentro de un panorama frenéticamente condicionado por la concurrencia, lo que explicaría, en suma, la acreditación como recurso de la pequeña dimensión física, máxime cuando favorece el pleno dominio sobre el territorio, subraya el hipotético valor competitivo de la homogeneidad y fortalece aquellas economías de escala que en realidad interesan, es decir, las que una gran metrópoli o un sistema urbano particularmente dinámicos sean capaces de engendrar a partir de un poder centralizador de las iniciativas y de la atracción privilegiada de los flujos financieros transnacionales. Mas estas potenciales cualidades encuentran, por otro lado, un asidero perfecto en los argumentos que menosprecian la búsqueda de complementariedades con otros escenarios del propio Estado, desechando los vínculos procurados por una historia compartida, que de pronto se mixtifica o manipula para justificar actitudes renuentes a fórmulas de solidaridad, rechazadas por falaces, obsoletas o esterilizantes.
El mundo actual ofrece sobrados ejemplos de esta tendencia, unos en ciernes, otros ya en fase de avanzada consolidación. Pero es en Europa donde sin duda adquiere su plasmación más elocuente, al abrirse a un variopinto muestrario de situaciones en el que no parece ausente ninguno de los procesos susceptibles de adscribirse con mayor o menor fidelidad el comportamiento señalado, y de los que poca ambigüedad cabe admitir merced al esfuerzo de difusión mediática que sobre ellos y desde ellos se realiza.
Pascal Boniface nos acaba de recordar que si a comienzos de los años veinte el espacio europeo se distribuía en 23 Estados, delimitados entre sí por 18.000 Kms. de fronteras, en 1998 la cifra de entidades políticas soberanas asciende ya al medio centenar y a más de 40.000 los kilómetros del trazado fronterizo, como resultado de un proceso exacerbado durante la última década, en el que al desmantelamiento de la Unión Soviética se ha unido la fragmentación de Checoslovaquia y la brutal demolición de la Federación Yugoslava, como sus hitos más notables. Un panorama que, aunque con los inevitables y justos matices, no está desconectado de las pasionales proclamas de la Liga Norte italiana, que fundamenta su pretendido reconocimiento en la separación del Sur, o de las calculadas presiones a favor del “derecho a la autodeterminación” en algunas de las Comunidades Autónomas más prósperas de España, por más que su fortaleza económica no pudiera entenderse en el tiempo si no dentro del Estado en que se han encontrado históricamente insertas.
En cualquier caso, tras la reafirmación identitaria en la que con ahínco se arropan muchas de estas opciones subyace una voluntad de repliegue sobre sí mismas pero siempre con la mirada puesta en la estrategia más adecuada para facilitar la incorporación de sus ámbitos de actuación, y sin fisuras incómodas, a los postulados de la economía globalizada. Se convierten, por ello, en la expresión más representativa del engarce mecanicista que se produce entre lo global y lo local, tratando de poner al descubierto las aparentes disfuncionalidades que en este panorama de vínculos a gran escala presentan los Estados nacionales, no ya porque su intermediación o sus responsabilidades coordinadoras se antojen anacrónicas sino porque aparezcan drásticamente invalidados los objetivos reequilibradores y de resistencia que les competen frente a las distintas modalidades de segregación al que en ese mismo contexto propenden, fuera de todo mecanismo de control, sistemas socio-económicos y territoriales estructuralmente heterogéneos.
De ahí que, en el empeño por fragilizar el Estado – para llegar al “Estado mínimo”, tal y como lo ha descrito en estas mismas páginas por Gurutz Jáuregui- no sorprenda la insistencia obsesiva en el escenario integrado europeo entendido como el marco óptimo para el desenvolvimiento de esta estrategia, susceptible de verse arropada por las múltiples fórmulas de cooperación interregional o por las presiones incesantes a favor de rupturas graduales en pro de la soberanía. Mas también es cierto que si este discurso se acoge con fruición en la periferia europea a los planteamientos que preconizan el concepto de “Estado-Región” como el paradigma mejor conectado con la lógica de la economía global, no olvidemos que en el “centro” cada vez cobran más resonancia las reflexiones cautelosas o críticas frente a las sugerencias de cesión por el Estado de atribuciones y soberanía a las instancias comunitarias.
L a notable expectación que cada cuatro años despierta la elección de rector ‑proceso en el que de nuevo se halla embarcada la Universidad de Valladolid‑ no se debe tanto al interés ocasionalmente provocado por unacontienda electoral como al hecho de que, a través de ella, se dilucida la personificación de quien ha de desempeñar la que posiblemente tiende a consolidarse como una de las más importantes responsabilidades enel campo de la gestión de los recursos de toda índole. En realidad, tal significado no es ajeno a esa especie deparadoja que todavía sigue caracterizando a la Universidad en el sentido de que, pese a las limitaciones que en ocasiones mediatizan el desarrollo de sus actividades o a las inercias de que adolecen aspectos esenciales de sudinámica de funcionamiento, cada vez son más sólidos los argumentos que ratifican el alcance de su repercusiónsobre el entorno que la rodea, hasta el punto de que no es fácil encontrar otras instituciones, al margen, por supuesto, de las relacionadas con la decisión política, dotadas de una capacidad de incidencia tan formidable ya sea desde el punto de vista cualitativo como en conexión con la pluralidad de manifestaciones y de perspectivashacia las que potencialmente es capaz de proyectarse. Sin embargo, y por más que estas facultades teóricassean en principio consustanciales a la propia esencia de la realidad universitaria, su materialización concreta y, sobre todo, su nivel de efectividad distan mucho de merecer en todos los casos una valoración uniforme. Por contra, dependen de múltiples y decisivos factores que no deben pasar desapercibidos, pues, como hace tiempo destacó Ramón y Cajal, no es la simple posesión de una cualidad lo que asegura el logro de las ventajas que en teoría propicia sino su correcto acomodo a una línea de acción ‑o «de conducta», en palabras del pensador‑ que verdaderamente lo garantice.
Entre esos factores, y con la mirada puesta en la experiencia universitaria vallisoletana, no se debe olvidar, en primer lugar, el caudal de posibilidades que, como premisa primordial, derivan de una poderosa dimensión de escala sin la cual difícilmente una institución de este tipo estaría en condiciones de afrontar satisfactoriamente loscompromisos planteados. Al invocar este criterio no se está haciendo referencia únicamente al tamaño o a lasimple magnitud cuantitativa de sus variables principales, sino a la envergadura de su capital formativo yhumano, a la entidad de su oferta lectiva, a la potencia y difusión de su labor científica, a la riqueza de susvínculos con la realidad social y económica en que se inserta, a la amplitud, en suma, de sus horizontes.
De ahí que, cuando esta serie de indicadores son objetivamente analizados el panorama se despeja, estableciendo unanítida divisoria entre las universidades con verdadera solvencia y las que, producto a menudo de una malentendida equidad territorial, han proliferado por doquier para satisfacción de intereses localistas o deambiciones políticas que bien poco tienen que ver con el enfoque que desde la Universidad se ha de dar para lacorrecta resolución de los problemas. Ante la atomización y fragmentación a que ha llegado el sistemauniversitario en España los planteamientos propugnados por aquellas Universidades en las que ‑como la de Valladolid‑ la tradición se enriquece con los méritos de la propia consistencia no pueden ser otros que los quesubrayen el valor de la fortaleza adquirida, y de las ventajas comparativas que ello ha generado, como principiode salvaguarda frente a un panorama concurrencial amenazado por el riesgo de que la utilización demagógicadel agravio o la dispersión errática de los recursos lleguen a primar como moneda de cambio frente a pautas deracionalidad y de eficiencia universalmente definidas.
Mas, por otro lado, es obvio que la defensa de una postura como ésta es inseparable de la puesta en prácticade una plan de actuación coherente y ambicioso, concebido para integrar el desarrollo de las propias potencialidades en un verdadero programa de futuro. Si los mecanismos de funcionamiento democráticoaparecen explícitos en la norma, la cuestión no estriba ya sólo en limitarse a defenderlos formalmente sino engarantizar que en la práctica responden, para identificarse con él, a un planteamiento bien asentado, compartidopor todos, o al menos asumido por la mayoría. ¿Cómo, si no, se podría lograr la articulación en torno a unproyecto operativo de una realidad tan extraordinariamente compleja y dispar como la que hoy configura, porejemplo, la Universidad de Valladolid, estructurada en 22 centros y 80 departamentos, en los que se integran 2.200 profesores, responsables de la docencia de 40.000 alumnos y donde las funciones de gestión y servicios dependen de la labor de cerca de 900 personas, todo ello repartido en cuatro provincias, diversas entre sí y con particularidades muy marcadas?
La magnitud y heterogeneidad de las variables que organizan una Universidad moderna justifican la afirmaciónde que tal vez no exista un organismo en el que los propósitos de armonización y convergencia tropiecen conmayor número de cortapisas. De ahí que, centrándonos en nuestro caso, la única forma de aliviar el peso deestas servidumbres estructurales no pueda ser otra que la que provenga de la voluntad de aprovechar almáximo los instrumentos previstos con tal fin en la estructura orgánica del sistema. Si aún queda bastante camino porrecorrer en aspectos esenciales de la ordenación y articulación funcional de los departamentos, o en los queconciernen a los centros en un entramado de decisiones cada vez más complejo y obligado a fórmulas flexiblesde cooperación, no cabe duda que nunca como ahora cobra tanta fuerza la propuesta a favor de convertir definitivamente al claustro en ese foro activo de reflexión, debate y acuerdo que la Universidad precisa.
Constituye, en efecto, una exigencia imperiosa aunque sólo sea porque, tratándose de su órgano más representativo, opera también como indispensable elemento aglutinante de voluntades dispersas, superador de recelos,y, por ende,el único capaz de favorecer actitudes de encuentro y confluencia sin las que jamás será posible lograr la reforma de los estatutos, inamovibles hasta ahora por mor de absurdas intransigencias e inhibiciones y pesada losa que desde hace años bloquea una y otra vez la voluntad de modernización de epígrafes esenciales de la vida universitaria.
En este marco, con sus indudables logros y aún evidentes carencias, pero con el marbete de ser sin lugar adudas la más relevante Universidad de Castilla y León, la de Valladolid se abre a una etapa crucial de gestión ydecisiones. Una etapa en la que la identificación personal de la responsabilidad, y del equipo asociado a ella, noes asunto en modo alguno baladí. Pues, más allá de las legítimas pretensiones que animan a quienes persiganejercerla, la experiencia es harto aleccionadora a la hora de clarificar los perfiles de la idoneidad para afrontar mejor los tiempos, ilusionantes pero inciertos y contradictorios a la vez, que se avecinan. En estas condicioneslos requisitos de liderazgo se elevan por encima de la profesionalidad académica, del voluntarismo personal, delas descalificaciones innecesarias o de las proclamas y ocurrencias más o menos ingeniosas obienintencionadas.
Reclaman, antes bien, cualidades primordiales y en cierto modo innovadoras que, en esencia, conectan de lleno con la capacidad para lograr la búsqueda permanente de los equilibrios más adecuados entre el funcionamiento interno y transparente del complejo universitario y las interrelaciones que lo imbrican con los cambios ocurridos fuerade sus límites estrictos. En otras palabras, el gobierno de la Universidad pasa necesariamente por la defensa yconsecución de un triple objetivo: la preservación de su condición de servicio público de calidad, la defensa deuna concepción integradora y solidaria de todos sus componentes en sintonía con un proyecto coherente y viable, y una actitud de firmeza en los procesos de negociación que cada vez con más fuerza han de condicionar el cumplimiento de sus fines estratégicos. Tareas nada fáciles pero que, de lograrse, pueden conferir a la experiencia universitaria vallisoletana a construir en los próximos años una dimensión aleccionadora como escenario ejemplar y punto de referencia obligada.
Si cualquier momento es bueno para reflexionar sobre Castilla y León y sus perspectivas de futuro, merece la pena aprovechar algunas ocasiones particularmente significativaspara suscitar ideas o temas de interés que abran camino al debate o, al menos, aviven esa toma de conciencia crítica de la que tan necesitada está nuestra tierra. Dos acontecimientos de especial relieve avalanesta sugerencia: la celebración del Día de la Comunidad en el año en que se conmemora el decimoquinto aniversario de la aprobación del Estatuto de Autonomía, y la inminente puesta en marcha, a partir del Consejo Europeo convocado el día 3 del próximo mes de Mayo, de la tercera fase de la Unión Económica y Monetaria, que contempla simultáneamente laaceptaciónde los Estados partícipes ‑ entre ellos, España ‑, la creación del Banco Central Europeo, el establecimiento del Sistema Europeo de Bancos Centrales y la adopción formal del Reglamento de instauración del euro. La diferencia temporal que separa ambos acontecimientos y la especificidad de sus matices respectivos no impiden considerarlos de manera conjunta como factores determinantes de una realidad regional que, firmemente asentada en el tiempo, no ha de permanecer en absoluto ajena a las transformaciones presumibles en el espacio comunitario.
Y es que, a decir de verdad, se echan de menos las aportaciones efectuadas en esta dirección. El copioso acervo teórico acumulado ya sobre las implicaciones económico‑financieras derivadas de la moneda única, y que tras el Consejo Europeo de Amsterdam (junio de 1997) se ha enriquecido de manera espectacular, contrasta con la limitada atención que hasta ahora se ha prestado al análisis de las repercusiones que tan importante decisión puede ocasionar en la evolución de la compleja estructura territorial de la Unión Europea. De ahí los numerosos interrogantes que afloran por necesidad: ¿cómo va a evolucionar la convergencia entre las regiones en un marco tendente a la convergencia macroeconómica entre los Estados?; ¿van a prevalecer los criterios de selectividad y de máxima eficiencia en el comportamiento de los agentes y en la asignación de los recursos, muy por encima de los de equidad propugnados como uno de los pilares básicos de la construcción europea?; o, dicho de otro modo, ¿cómo se van a reorientar, dentro de este contexto, los principios de solidaridad mantenidos a través de los Fondos Estructurales y de Cohesión, en cuya materialización tan decisivo papel jugó a comienzos de los noventa el Gobierno de España?. Son incógnitas abiertas, a las que todavía no se ha dado una respuesta clara y convincente, tal vez porque las preocupaciones se orientan a favor de la consecución sin más reservas delos grandes equilibrios, en sintonía con la voluntad de disciplina económica exigida por Alemania y con la mirada puesta en el reconocimiento de las ventajas de estabilidad y rigor inherentes a la unión monetaria e impelidas por la plena integración a escala mundial de los mercados de bienes y de capitales.
Descender del terreno de los grandes planteamientos teóricos, muy madurados y repletos de redundancias, a la concreción planteada por la dimensión regional no parece ejercicio demasiado confortable cuando se contempla desde la perspectiva de los territorios que integran las "periferias" de la Unión, y sobre todo cuando la tendencia previsible apunta a que gradualmente van a dejar de ser espaciosprotegidos para identificarse como escenarios plenamente expuestos a los desafíos de la competencia y a las reglas del multilateralismo. Circunstancias éstas que además pudieran agravarse si, como todo parece indicar, culmina a medio plazo la incorporación de algunos países dela Europa oriental y de Chipre, una vez iniciadas las negociaciones a finales del pasado mes de Marzo, y cuyo coste, sólo en la primera fase (2000‑2006), se ha evaluado en doce billones de pesetas, casi tres veces superior a todo el aporte financiero de los Fondos Estructurales durante la programación plurianual 1994‑1999.
Tal es la situación en la que necesariamente hay que insertar el horizonte evolutivo de Castilla y León, por más que nadie cuestione los avances logrados a lo largo de los tres lustros de régimen autonómico. Pero las luces no deben ofuscar ni impedir la valoración sincera de la magnitud de las penumbras, allí donde éstas aparezcan. De algunasse ha hecho eco recientemente un editorial de este diario, al traer a colación cálculos ‑ como" datos preocupantes" las definíamuy expresivos efectuados por rigurosos órganos de investigación socio‑económica. Si nuestra región aparece sumida en una profundísima crisis demográfica, producto de la desvitalización natural y de un nivel envejecimiento que no admite parangón con ninguna otra Comunidad Autónoma, no es menos cierto que también acusa severas resistenciasa la recuperación del crecimiento en todos los sectores productivos y en el empleo, de forma que la correlación entre ambas variables ha relegado globalmente a Castilla y León en el pasado bienio a la penúltima posición entre las regiones españolas, sólo por delante de una situación tan crítica como la que ofrece el problemático y singular panorama asturiano. Descolgado de las regiones interiores, que sorprendentemente arrojan en este período síntomas progresivos como jamás se habían detectado, el espacio castellano‑leonés se muestra como una realidad marcada por el estancamiento, sin que las manifestaciones locales de vitalidad consigan mitigar una sensación de atonía generalizada.
Por eso, cuando se recorre su bellísimo e inmenso territorio ‑ ¿cómo entenderlo en estas condiciones: como servidumbre o como posibilidad? ‑,y de forma patentetras rebasar el área de impacto directo de Valladolid, se tiene la impresión de que la intensificación de las disparidades marca la nota dominante en la configuración geográfica del marco regional, mostrándose, con todos los matices que se quiera, como una especie de "archipiélago económico", donde emergen islotes o puntos aislados de cierto dinamismo, aunque en la mayor parte de los casos su fragilidad les impida convertirse en auténticos impulsores de sus respectivas áreas de influencia. A lo sumo, la aparición de algunos ejes de desarrollo ‑ vigoroso y consolidado en el bajo Pisuerga, en proceso de reafirmación a lo largo del valle del Duero ‑ o de áreas beneficiadas por su atractivo patrimonial, residencialy de ocio ‑ no hay que perder de vista el significadode los fenómenos de cambio ya percibidos en la provincia de Segovia ‑compendia el elenco de manifestaciones expansivas de cierta consistencia que, sin embargo, deben ser relativizadas o sometidas a evaluación más rigurosa en otros escenarios en los que prima el carácter puntual, o a veces meramente coyuntural, del crecimiento.
Reflexionar en torno a estas cuestiones ha dejado de ser un ejercicio simplemente académico para convertirse en un tema abierto a la confluencia de enfoques, metodologías y estrategias, pues ciertamente no existen soluciones predeterminadas ni recetarios de validez apriorística o unidimensional. Cuantos nos dedicamos a estos temas sabemos hasta qué punto la lógica del desarrollo regional se muestra reacia a cualquier tipo de simplificación o a planteamientos apoyados en el esquematismo voluntarista. Pero también somos conscientes, a tenor de la experiencia comparada y sobre todo en función del conocimiento a fondo del territorio, de que cualquier medida encaminada a la valorización de un espacio crítico en un contexto fuertemente concurrencial va inevitablemente asociada, al menos como punto de partida, al cumplimiento de dos requisitos primordiales: de un lado, la acreditación, tan bien diseñada como hábilmente abordada, de la Comunidad Autónoma ante el exterior sobre la base de las ventajas comparativas y competitivas que sin duda posee; y, de otro, la implicación efectiva de todos los agentes sociales, lejos de las fragmentaciones y enfrentamientos que tanto perjuicio la han ocasionado, en torno a un proyecto realmente movilizador de estrategias de desarrollo complementarias.