17 de junio de 2009

¿Nos hace la globalización más vulnerables?

El Norte de Castilla, 17 de Junio de 2009

El mundo se ha hecho más pequeño y nosotros hemos agrandado nuestra perspectiva respecto a él. Conseguimos entender la distancia como una variable superada, que en poco condiciona la movilidad a gran escala mientras se afianza en nuestra mente la sensación de que nada de lo que ocurre más allá de nuestras fronteras nos es ajeno. Viajamos a largas distancias y, en apenas unas horas de viaje, lugares geográficamente remotos nos pueden ser tan familiares como las referencias espaciales que habitualmente nos resultan más afines. A medida que esto sucede aumenta en nosotros la sensación de que, controlando la percepción del espacio, los problemas que le aquejan, dada la simultaneidad del tiempo, nos pueden llegar a afectar de una u otra manera sin que podamos evitarlo. Nos hemos hecho inmunes a la distancia. La vecindad en el reconocimiento de los problemas se ha acabado imponiendo sobre la lejanía con que puedan tener lugar. Mc Luhan lo denominó la “aldea global”. Más propiamente cabría entenderlos como expresión del universo de lo inmediato.

Ahora bien, si las posturas ideológicas de cada cual relativizan la sensibilidad mostrada hacia la gravedad de la situación en que se encuentran los más desfavorecidos, generando solidaridades o indiferencias en quienes las sienten como parte o no de su percepción del mundo que les rodea, apenas hay matices entre unos y otros cuando nos damos cuenta de que situaciones críticas distantes en el espacio, que no distintas en la realidad, nos pueden hacer mella en un tiempo que somos incapaces de controlar de antemano. Lo mismo en Nueva York que en Madrid o en Yakarta las reacciones convergen ante un panorama de tragedias, amenazas o incertidumbres.

El impresionante caudal de información de que se dispone ayuda a que eso ocurra. La información es instantánea y, cuando transmite problemas y riesgos globales, lo hace con toda contundencia y con un efecto in crescendo, que no cesa de aumentar la magnitud del hecho hasta hacerlo tan agobiante como insoslayable. La propia noción de catástrofe se ha ido modificando al compás no tanto de sus manifestaciones más traumáticas como de la toma de conciencia de que los factores que las pueden provocar se escapan a los mecanismos habituales de control, lo que lleva a tener la sensación de que, aun no existiendo objetivamente los factores naturales que pudieran ocasionarlas, no se descarta la posibilidad de que ello pudiera ocurrir, al amparo de la visión de proximidad que aporta el conocimiento del hecho con independencia de donde suceda. ç

Hace unos meses la prensa estadounidense se ha hecho eco, algo sorprendente hasta ahora, de la conmoción provocada en la sociedad norteamericana por el terremoto que afectó al centro de Italia, con imágenes sobrecogedoras que han contribuido a la idea de que en Europa también puede suceder tragedias de efectos devastadores. Tragedias de las que tampoco se han visto liberados los Estados Unidos, donde las imágenes de la Nueva Orleáns asolada por el huracán siguen presentes en una sociedad en la que curiosamente son los riesgos los que promueven actitudes de solidaridad con el resto del mundo por encima de las que cupiera atribuir a las sensibilidades con los pobres de la Tierra. Ciertamente vivimos, en suma, en una época en la que la catástrofe, o la idea de poder sufrirla, no deja a casi nadie indiferente.

Y, dentro de las catástrofes, hay tres que con especial acuidad pueden llegar a desestabilizar, ya lo están haciendo, objetiva y subjetivamente, nuestras vidas. Ocurre con las manifestaciones asociadas, directa o indirectamente, a los siniestros de carácter climático en la idea de que pudieran deriva del calentamiento de la Tierra y de sus consecuencias a escala planetaria; está ocurriendo con la crisis económica, que ha convulsionado y puesto totalmente en entredicho la estructura de un modelo de internacionalización del capital apoyado en la especulación y en el descontrol, con gravísimas repercusiones para los trabajadores y las empresas; y ocurre ante todo con el accidente o la enfermedad, sin duda los riesgos que más nos inquietan y aterran. Conmocionados ante los accidentes aéreos, el temor por la pérdida de la salud explica el pánico surgido con la proliferación sorprendente del Ebola, permanentemente aflora cuando se habla del Sida que no cesa, hizo acto de presencia en nuestras pantallas cuando se descubrió el síndrome de Creufeldt-Jakob, el llamado mal de las vacas locas, o nos alarma sobremanera cuando se nos habla de la difusión incontrolada de los virus gripales que, pasando de los animales a las personas, o viceversa, y propensos a mutaciones imprevisibles, nos sitúan en un escenario de indefensión e incertidumbre, que la propia psicosis de alarma se encarga de alentar, incluso irracionalmente, sin dejarnos apenas otra capacidad de respuesta que la de la espera, la resignación o la confianza en que, al fin y con mucha suerte, no llegue a afectarnos.

La globalización y sus secuelas nos han aportado muchas cosas, contradictorias entre sí pero ineludibles en un contexto de mundialización económica e informativa imposible de neutralizar. Mas de lo que no cabe duda es que, en cuanto a la percepción que tenemos del peligro, nos coloca en una posición de gran fragilidad, posiblemente exagerada y no tanto porque a veces podamos desconfiar de los medios capaces de neutralizarlo como por el hecho de que nuestra capacidad psicológica de resistencia se ha ido debilitando a medida que se afianza el convencimiento de que lo que pasa lejos puede ocurrir también cerca, en nuestro entorno más próximo, en cualquier momento y sin que podamos evitarlo.

15 de mayo de 2009

EL TERRITORIO NO SE MERECE ESTO


El Norte de Castilla, 15 de Mayo de 2009


"E l territorio es un bien no renovable, esencial y limitado. La sociedad encuentra en él soporte o sustento material a sus necesidades, así como referente de su identidad y cultura. Las características naturales de cada territorio y las pervivencias en él de trazos y formas que provienen del pasado le confieren singularidad y valores de diversidad. Por ello, el territorio debe ser entendido como recurso, pero también como cultura, historia, memoria colectiva, referente identitario, bien público, espacio de solidaridad y legado. La nueva cultura del territorio debe tener como primera preocupación encontrar la forma para que, en cada lugar, la colectividad pueda disfrutar de los recursos del territorio y preservar sus valores para las generaciones presentes y venideras».

Con esta reflexión comienza el Manifiesto por una Nueva Cultura del Territorio que un grupo de profesionales relacionados con el tema (geógrafos, arquitectos, ingenieros y sociólogos fundamentalmente) suscribimos en Mayo del 2006 con el fin de llamar la atención sobre la gravedad de los impactos que estaban teniendo lugar en España como consecuencia de actuaciones que lesionaban la calidad del territorio, daban origen a procesos de transformación contradictorios con las características del entorno y alteraban de manera irreversible la personalidad distintiva de los paisajes.

Se trataba, en cualquier caso, de poner en evidencia un hecho que por desgracia ha llegado a identificar a nuestro país sobremanera. Me refiero a esa pobreza preocupante que tiene la cultura territorial existente en España, plagada de tópicos, incorrecciones e insensibilidades, sin duda como consecuencia de errores u omisiones inconcebibles en el proceso de formación o posiblemente también como resultado de esa propensión a ver el impacto de los procesos de transformación a corto plazo sin plantearnos, con la seriedad necesaria, sus implicaciones hacia el futuro. Ambas posturas han ido, en mi opinión, entrelazadas; de ahí que, en buena medida, la intensidad de la crisis a que nos enfrentamos tiene mucho que ver con esa actitud renuente a mirar más allá de lo inmediato cuando sus oropeles ocultan lo que puede suceder en el caso de que las coyunturas favorables dejen de serlo.

A esa visión respetuosa con los rasgos que definen a un espacio y clarificadora de hasta dónde y cómo se puede actuar para que los objetivos de desarrollo, calidad y bienestar se cumplan, y con la mirada puesta en la mejor relación posible entre la sociedad, la economía y el entorno, se denomina Ordenación del Territorio. Concepto fraguado en la Europa occidental, más riguroso y pertinente que el de simple 'gestión' con que a veces se plantea, el hecho de ordenar el territorio, como expresión de una voluntad política de regulación de los procesos con incidencia territorial, implica un doble e inexcusable requisito. De un lado, reconocimiento de la trascendencia que acompaña a las intervenciones previstas, a sabiendas de que cualquier actuación indebida puede ocasionar, en virtud de su irreversibilidad, deterioros muy difíciles o imposibles de corregir; y, de otro, sólido rigor en los análisis que sustentan el conocimiento de la realidad, entendiéndola como algo específico, singular, cuyo estudio debe ser abordado con criterios tan claros como bien fundamentados.

La Ordenación del Territorio es siempre un desafío permanente para las administraciones públicas, en los distintos eslabones de la trama decisional. Por tanto, todas las preocupaciones son pocas cuando de planificar las iniciativas de transformación se trata. El crédito de la autoridad institucional se refuerza cuando establece mecanismos de asesoramiento refractarios a la frivolidad y, menos aún, a la estafa de quienes tratan de ofrecer ganga por mena. Y es que la toma de decisiones en este delicado terreno exige información elaborada con plena garantía y fiabilidad, lo que lleva a la consideración de que cuando eso no sucede quienes orientan sobre lo que ha de hacerse sin los requisitos exigibles a un estudio serio pueden partir de la sensación previa de que las cautelas y las exigencias son demasiado laxas o no tan rigurosas como se debiera.

Sabemos que esto ha ocurrido en muchos lugares de España, donde los informes realizados para sustentar las políticas a seguir han carecido de los requisitos de calidad exigibles ya que el nivel de tolerancia que se presumía por parte del destinatario era grande. Quiero pensar, e incluso estoy seguro de ello, de que no es el caso ante la sorpresa provocada por las increíbles deficiencias técnicas que ofrecen las Directrices de Ordenación de la Montaña Cantábrica Central, que, al presentarse a información pública, tras ser aprobadas en primera instancia por la Junta de Castilla y León, han demostrado ser un verdadero despropósito. La responsabilidad de su elaboración ha correspondido a una consultora privada, de frecuente presencia en el panorama de los estudios territoriales en nuestra comunidad autónoma. Carezco de argumentos para saber si lo sucedido es moneda corriente o un caso aislado, pero de lo que no cabe duda es que lo detectado supone una advertencia muy seria que habrá que tener en cuenta.


No se puede tolerar la trivialización con un tema tan sensible y del que dependen la correcta decisión y el buen gobierno del territorio. Efectuar estudios encaminados a la mejor ordenación del espacio no debe ser nunca un ejercicio baladí. Requiere rigor científico, metodologías solventes, credibilidad técnica y seriedad en la presentación de resultados. Hacerlo de otro modo, como ahora ha sucedido en el caso que nos ocupa, supone precisamente todo lo contrario: falta de profesionalidad, ausencia de respeto hacia el cliente y menosprecio por el ámbito espacial que se trata de analizar y ordenar. El territorio no se merece este tipo de prácticas. Castilla y León tampoco.

2 de mayo de 2009

AL RECLAMO DE LOS LIBROS


El Norte de Castilla, 2 de Mayo de 2009


Un año más, cuando llega la primavera, y con ella la Feria que lo proyecta en el espacio público, erigimos al libro como factor de celebración, como punto de encuentro de los ciudadanos que se dan cita en torno a la capacidad de convocatoria de la obra impresa y encuadernada. Quizá se hace como demostración de ese empeño que las sociedades humanas han tenido de encontrar en ella la prueba de su perennidad en el tiempo, su mecanismo de supervivencia frente al olvido. El libro nos sobrevive, ya que, como afirmó Emilio Lledó, «es el recinto de la memoria», un producto de posibilidades asombrosas que día a día nos recuerda hasta qué punto somos deudores de quienes con su talento y su esfuerzo plasman negro sobre blanco el resultado de su creatividad.

No nos engañemos, el mundo del libro es tan diverso como los derroteros hacia los que se orienta el hecho de imaginar y de escribir. La calidad varía como la propia vida, se proyecta en escenarios donde todo cabe y donde es posible descubrir las manifestaciones e ideas más insospechadas. Pero siempre, en medio de esa plétora emerge la calidad en la obra que nos envuelve y de la que jamás nos olvidaremos.

En cierto modo, nuestras vidas dependen de los libros, de esos libros que descubrimos en la infancia, unos mediante consejos otros furtivamente, por mor de una libertad que conduce a la lectura y cuya huella persiste indeleble. Pues, ¿qué hubiera sido de nuestras infancias sin el soporte de esos libros que nos abrieron al descubrimiento de la vida y sus infinitos horizontes?. En la juventud, en la madurez, en todo momento el tiempo se identifica y modula con los vaivenes de la lectura y de las apetencias a que lleva el afán por no perder el hilo de una buena historia o de un esclarecedor ensayo. Muchas veces nos vemos envueltos en tramas que nos enganchan e incluso cautivan; cada cual a su modo encauza sus afanes lectores en un caleidoscopio bibliográfico donde siempre es posible encontrar aquello que estabiliza la búsqueda y propicia la lectura reposada, sin importar muchas veces el lugar donde eso ocurre.

Y es el que libro representa, en mi opinión, tres cosas a la vez: es compañía, leal y entrañable; es mensajero, callado y ocurrente, flexible y cabal; y es, finalmente, herramienta efectiva contra el adocenamiento y la ignorancia. Leer, advirtió Francisco Ayala, nos sitúa en la «perspectiva de quien sabe mirar hacia delante, hacia atrás y en todas las direcciones al mismo tiempo». En papel, en formato digital... el libro permanecerá siempre asociado a las grandes aventuras de la humanidad. De las más fascinantes y maravillosas.

30 de abril de 2009

URBANISMO ABUSIVO E INDIFERENCIA PÚBLICA



El Norte de Castilla, 30 de Abril de 2009


A penas una lacónica nota de prensa ha dado cuenta del informe recientemente aprobado por el Parlamento Europeo sobre «el impacto de la urbanización extensiva en España en los derechos individuales de los ciudadanos europeos, el medio ambiente y la aplicación del Derecho comunitario». La referencia ha sido fugaz y, como suele suceder con las noticias incómodas o que no se consideran sustanciales, pronto anulada por la vorágine informativa que obliga a mirar en otras direcciones.

Y, sin embargo, el tema reviste una enorme importancia por razones que no conviene descuidar: es, de un lado, la primera vez que un país de la Unión Europea es descalificado con tanta contundencia sobre la forma de ordenar, mediante el urbanismo, su propio territorio; y supone, de otro, un aldabonazo en la conciencia de los poderes públicos y de la ciudadanía en general, destinatarios de las críticas alusivas a un modelo de crecimiento urbano que lesiona principios y derechos que tienen precisamente en la calidad de vida asociada a la calidad de territorio su punto de referencia fundamental.

No es una denuncia que haya surgido por vez primera. Ya en dos ocasiones anteriores (2005 y 2007) el mismo órgano criticó severamente los abusos de esta naturaleza cometidos en nuestro país con argumentos de los que también se haría eco a finales del 2006 el Relator Especial de Naciones Unidas «sobre Vivienda Adecuada». Destacó datos sorprendentes, al señalar que «la compra de una vivienda residencial sobre plano y su posterior venta antes de la firma de la escritura de propiedad puede generar, en algunos casos, plusvalías de más del 846% en menos de un año», o que «el 26% de los ingresos de los ayuntamientos procede de la especulación urbanística, la cual aporta a las autoridades locales más ingresos que el Gobierno central». «España - concluía el Relator de la ONU - debería reflexionar sobre sus políticas económicas y sociales, de modo que las políticas y leyes que emanen de esta reflexión adopten un enfoque de la vivienda y el suelo basado en los derechos humanos». Este informe pasó desapercibido e ignoro si alguna referencia mereció en los órganos de comunicación social.

Pero la realidad es tozuda y, por más que se intente enmascarar o eludir, acaba aflorando con mensajes aún más aleccionadores, que dicen bien poco de la capacidad de reacción de aquéllos a quienes se dirigen cuando persisten en la misma actitud de indiferencia denunciada. El Parlamento europeo, con observaciones y conclusiones muy duras, aprobadas por la mayoría, ha vuelto a llamar la atención sobre un problema que ha puesto a España en el punto de mira de quienes se preocupan por la defensa de un entorno saludable, sostenible y respetuoso con sus valores ambientales. Incluso llega a hablar de que «en España se ha generado una forma endémica de corrupción», advirtiendo del riesgo de congelación de los fondos comunitarios hasta que no se ponga fin a este tipo de actuaciones. No obstante, los eurodiputados españoles se han mostrado disconformes con el acuerdo de la Eurocámara, mientras el Gobierno lo ha ninguneado. El voto negativo de los pertenecientes al Partido Popular tuvo su correlato en la abstención de los socialistas. Un tema incómodo para ambos, en la medida en que ponía de relieve las vergüenzas domésticas a la par que sacaba a relucir responsabilidades implícitas en las que de forma directa se han visto envueltos representantes de todas las formaciones.

¿Qué está pasando en España cuando se trata de algo tan relevante como la calidad de su patrimonio territorial?. Cabe pensar que la batalla por la defensa de los valores ambientales y de la calidad del territorio está seriamente amenazada. A nadie con responsabilidad en el ámbito de la decisión pública parece importarle gran cosa el tema. Un pacto de silencio domina la escena sobre el particular. El principio del 'todo vale' se ha impuesto como principio al amparo de una justicia que en la mayoría de los casos actúa tarde y con sorprendente tibieza.

Tanto en momentos de expansión económica como de crisis la sensibilidad ambiental brilla por su ausencia. Los desastres cometidos por la urbanización abusiva de que ha sido objeto durante los últimos diez años todo el espacio susceptible de ofrecer pingües beneficios a quienes pudieran beneficiarse de ello no van a la zaga de las tolerancia concedida a cuantos en un contexto recesivo puedan encontrar en el pillaje de los valores ambientales el pretexto para justificar demagógicamente que ante todo priman el empleo y la riqueza que con ello se genera. Invocan un argumento que, en verdad, no resiste la mínima crítica: el empleo logrado siempre es precario y fugaz y, por lo que respecta a la riqueza, sólo su magnitud es perceptible en quienes a la postre engrosan sus patrimonios sin escrúpulo alguno.

Tal es la lógica que ha regido para la mayoría de los ciudadanos el crecimiento urbanístico en España ante la permisividad de quienes tenían el deber de controlarlo. Algún día habrá que inventariar los casos de corrupción que en nuestro país se han fraguado en torno a la construcción inmobiliaria. Mucho me temo que no se haga, pues, si se hace, el escándalo superaría las previsiones más pesimistas. Hay que ser beligerante con este tema porque creo que, más allá de la corrupción que pueda emponzoñar la imagen de los implicados en las malas prácticas urbanísticas, en el fondo acaba minando los cimientos morales de la sociedad, adultera su jerarquía de valores, enaltece la primacía del desaprensivo y supone una perversión de la democracia cuando se respaldan electoralmente comportamientos delictivos, que lo entienden como una demostración de su impunidad ante la ley.

23 de abril de 2009

VILLALAR: ¿EVOCACIÓN U OPORTUNIDAD?


El Norte de Castilla, 23 de Abril de 2009


L os actos que dan contenido y proyección a la conmemoración de Villalar han ido incorporando año tras año formas de expresión festiva que en cierto modo se muestran ya convencionales y hasta percibidas como rutinarias en la mentalidad de los ciudadanos. Es normal que así ocurra, pues en eso consiste precisamente la fiesta que nos ocupa: reconocimiento a la labor de quienes son considerados dignos para ello; solemnes declaraciones oficiales que apuntan ideas en las que se mezclan los objetivos conseguidos con los que se pretende lograr; concentración multitudinaria en las campas de Villalar de los Comuneros, convertidas en espacios concurridos en los que todo cabe y todo es bienvenido. Un entorno, al fin, incluyente desde el momento en el que el poder decidió, con buen criterio, asumirlo, convencido de que los vientos de fronda ya habían pasado y que las ventajas que deparaba el encuentro, fortuito o buscado, con unos y con otros suplía las incomodidades a la par que arrumbaba para siempre los recelos de otro tiempo.

Es una fiesta de evocación, de recuerdos cimentados sobre una fecha emblemática, a la que en su día se acogió la naciente comunidad autónoma para hacer de ella la referencia con la que celebrar el hecho de haber visto la luz en medio de no pocas incógnitas y dificultades. Pero no es menos cierto que esta elección de la efeméride conmemorativa nos remite a un episodio de derrota, que, aunque lejana en la memoria, induce a pensar que en el presente también encierra de una u otra manera una carga de compromiso nada desdeñable. En otras palabras, celebrar una derrota implica, al margen de los fastos con los que se celebre, la voluntad política permanente de superarla. He ahí, por tanto, la gran paradoja que, a mi juicio, entraña el hecho de sentirse optimista y confiado cuando la motivación que impulsa a hacerlo hunde sus raíces en una frustración histórica.

Mas se trata de una frustración que, lejos de condicionar y mediatizar las perspectivas de futuro, debe convertirse en un importante factor de motivación. Sobre todo cuando las circunstancias obligan en este sentido y fuerzan a canalizar las decisiones en la dirección más adecuada para que Castilla y León consiga afianzar las posiciones que la corresponden en el escenario de inseguridades en que se ha convertido esta primera década del siglo XXI. Y es que la toma en consideración de lo que significa la rota de Villalar no ha de ser entendida sólo como una mera evocación de lo que sucedió en la primavera de 1521 sino como una oportunidad para someter a reflexión muchas de las dudas con que todavía tropieza nuestra construcción como comunidad autónoma consistente.

Podemos admitir que el diagnóstico a que hoy nos conduce un análisis objetivo de la realidad regional se identifica con un escenario donde coexisten procesos de transformación relevantes, aunque muy selectivos territorialmente, con la persistencia de problemas cuya solución dista mucho de ser afrontada. Problemas derivados de la crisis demográfica estructural que nos aqueja desde mediados del siglo pasado, carencias provocadas por la debilidad o las dificultades de elementos importantes del sistema productivo, tanto agrario como industrial, insuficiencias en servicios destinados a atender las necesidades de una sociedad cada vez más exigente y que observa cómo la disparidad se impone en función de los lugares de residencia.

Con todo, no cabe duda que Castilla y León ha avanzado al compás de los propios cambios ocurridos en el panorama español y en sintonía con los que a la par la han favorecido como región amparada en el flujo proveniente de los Fondos europeos, que le han llevado a abandonar el rango de las regiones asistidas para figurar en el de aquellas encaminadas a la valorización de sus potencialidades mediante el adecuado aprovechamiento de sus capacidades innovadoras. Así entendido, podemos llegar a la conclusión de que en el balance entre avances y estancamientos o retrocesos el saldo aparente no es tan negativo como a veces podría pensarse, ya que todas las regiones españolas, y con evidentes matices, han conseguido en los últimos veinte años efectuar ese tránsito que cabría denominar de espectacular, aunque en el camino hayan surgido costes e impactos que no están aún suficientemente valorados y que algún día saldrán a la luz.

A la postre, es muy probable que, inmersos en un contexto de transformación integral y con potencialidades reconocidas, muchos de los aspectos críticos detectados puedan mitigar su gravedad a un plazo razonable. Pero de lo que no hay que desprenderse es de la sensación de que la fortaleza para hacer frente a esos retos pudiera adolecer de algo que hoy por hoy sigue siendo incuestionable: la insuficiencia de los mecanismos capaces de hacer posible el afianzamiento de la cohesión interna sobre la base de una pretendida identidad castellana y leonesa.

Experiencias recientes revelan hasta qué punto ante una situación marcadamente crítica han vuelto a aflorar prejuicios y cautelas que cuestionan la pertinencia de una acción conjunta a favor de la integración financiera al servicio de un desarrollo por el que todos debieran apostar. Al tiempo suspicacias, prevenciones y argumentos de otra época hacen de nuevo acto de presencia para poner en cuestión la propia existencia de la comunidad autónoma como tal. Aunque sigue abierto, es un debate que habría ya que superar. Y ello por una razón obvia: tal y como está configurado el marco autonómico español, y ante la que se nos viene encima, parece llegado el momento de asumir que, más allá de los símbolos identitarios y de las convicciones legadas por la historia, la cuestión ya no estriba tanto en esforzarse por lograr esa identidad regional discutida como en alcanzar de una vez el acuerdo que nos lleve a garantizar, como mecanismo reactivo ante el futuro, el sentimiento de pertenencia a un espacio común en el que necesariamente estamos obligados a trabajar juntos a favor de un proyecto de desarrollo regional compartido. Es la única forma de saldar el fracaso histórico que supuso Villalar.


3 de abril de 2009

EVIDENCIAS Y RECTIFICACIONES



El Norte de Castilla, 3 de Abril de 2009


Es probable que la profunda crisis en la que está sumida la economía contemporánea obligue a revisar muchos de los argumentos que en los años de expansión y bonanza eran casi axiomáticos. Durante mucho tiempo ha dado la impresión de que el modelo estaba consolidado, merced a unas tasas de crecimiento más que satisfactorias, una tendencia del empleo al alza, una capacidad adquisitiva que, contemplada como estable y duradera, permitía acometer consumos de gran envergadura, soportados por endeudamientos atendibles sin riesgos aparentes. El mismo concepto de globalización fue entendido más como garantía que como cautela, convencidos de que la movilidad a gran escala del capital siempre sería beneficiosa para el funcionamiento de un sistema, que encontraba precisamente en la ausencia de fronteras la razón en la que se amparaban las previsiones hacia una distribución generalizada de la riqueza. Ante un escenario tan confortable, todo abundaba a favor de la puesta en entredicho de cualquier mecanismo operativo de control y vigilancia.


De esa misma postura participó España a lo largo de la última década. No hay que hacer excesivo esfuerzo de memoria para darse cuenta de que apenas se habló de economía en aquella larga etapa. La inercia del crecimiento enmascaró la debilidad de los cimientos sobre los que se sustentaba, sin importar mucho los efectos producidos, los enormes costos ambientales e incluso las corrupciones y denuncias que eran archiconocidas antes de que la justicia comenzase a intervenir. El debate político fue muy pobre, crispado en exceso y centrado a menudo en cuestiones que antepusieron la confrontación al acuerdo, creando fracturas que aún no se han superado. De pronto, y aunque ya existían señales de alarma que apuntaban a la finalización de la etapa expansiva, sobrevino la crisis con manifestaciones que tardaron mucho tiempo en ser reconocidas en toda su gravedad.


La magnitud del problema, y las derivaciones que está presentando, evidencian muchas insuficiencias, que conviene destacar. Revela falta de visión anticipatoria y prospectiva, capaz de detectar las limitaciones de un modelo de crecimiento insostenible. Acusa, por otro lado, la ausencia de mecanismos para acometer soluciones con visos de efectividad a medio y largo plazo. Pone al descubierto carencias muy serias desde el punto de vista estratégico, por lo que respecta a la solidez de la política industrial y el fortalecimiento de una vigorosa cultura empresarial. Y es contundente, en fin, a la hora de destacar las dificultades a que el país se enfrenta cuando se trata de abordar los problemas de esta dimensión sobre la base de compromisos asumidos por las organizaciones, a la par que se detecta una posición débil o, en todo caso, menos fuerte de lo que se creía en ese escenario internacional en el que sólo priman quienes poseen peso específico en la toma de decisiones de gran alcance.


Cada una de estas evidencias requeriría un tratamiento pormenorizado, que aquí resulta imposible. Pero sí destacaré, de entre ellas, dos ideas que considero pertinentes. La primera tiene que ver con la necesidad de redefinir el modelo estratégico que España necesita para lograr salir de la crisis. No es, desde luego, tarea fácil ni seguramente cómoda, pero algo, y muy importante, hay que hacer si se desea pasar de las terapias puntuales y de corto horizonte a iniciativas con visos de perdurabilidad. Por más que las medidas adoptadas a escala mundial deban ser tenidas en cuenta, es obvio que las de carácter nacional resultan trascendentales.


En realidad, bastaría centrar este modelo en una visión primordial, esto es, la que prima la incentivación de una cultura empresarial, tan alejada de la consideración laudatoria que han merecido carreras meteóricas basadas en la especulación y el enriquecimiento fácil como proclive a la defensa de las que, en cambio, se decantan a favor del sentido del riesgo, de la innovación, de la mejora de la productividad y de la capacidad competitiva del país. en la línea que abunda a favor de un "capitalismo de los empresarios" frente a un "capitalismo de los especuladores." Una cultura empresarial que evite disfunciones como la de ser una gran potencia en la fabricación de automóviles cuya capacidad estratégica de futuro se encuentra condicionada al no disponer de patentes de vehículos propios o la de ver cómo se pierde poder de decisión ante la deriva en que se han visto inmersos importantes proyectos empresariales tras su privatización, de lo que es ejemplo la lamentable trayectoria seguida por ENDESA, por no hablar de las ventajas que hubiera supuesto en circunstancias críticas la disponibilidad de una sólida banca pública, que ahora tanto se echa de menos.


Y, por otro lado, no es escasa la relevancia que se ha de otorgar al restablecimiento de la confianza institucional. En una estructura de poder fuertemente descentralizada la toma de decisiones anticrisis obliga necesariamente al fortalecimiento de directrices apoyadas en el acuerdo y en la negociación. Si importante es el diálogo social, la cuestión clave remite al engarce que en situación cercana a la emergencia pudiera fraguarse entre el Gobierno central y los de las Comunidades Autónomas. No sorprende, por tanto, que muchos ciudadanos se pregunten, asombrados, cómo es posible que a estas alturas no haya tenido lugar, al máximo nivel, ningún encuentro o debate planteado en este sentido entre ambos niveles de la administración pública, implicando al tiempo a los Ayuntamientos, con el fin de interpretar la gravedad de los problemas, efectuar un diagnóstico riguroso al respecto y asumir responsabilidades compartidas frente a riesgos y desafíos que a todos conciernen sin excepción, dada su relevancia como problema de Estado y habida cuenta de que es precisamente a esta escala como se están abordando los problemas en los principales países de nuestro entorno.

10 de febrero de 2009

EXPERIENCIA UNIVERSITARIA Y PERCEPCIÓN DEL TIEMPO


El Norte de Castilla, 10 de Febrero de 2009


Nunca había asistido a un encuentro como ese. Se trató de un acto multitudinario, complaciente, destinado a una finalidad que personalmente se agradece: el reconocimiento por parte de la Universidad de la experiencia acumulada por su personal docente y de servicios a lo largo de dilatados períodos de tiempo. Al cuarto de siglo de actividad reconocido desde que a partir del año 2000 se inicia este tipo de ceremonia aparece sumada ahora la mención otorgada a quienes, como es mi caso y el de los de mi generación, llevamos ya más de treinta y cinco años de su vida ocupados en los quehaceres universitarios. La antesala de la jubilación. Siete lustros no representan, desde luego, una perspectiva baladí. Equivalen a la vida activa de una persona y significan a la par el compendio de lo que ha hecho y de lo que su labor ha representado para la Institución en que ha desplegado sus afanes, esfuerzos y compromisos. Unos más felices y afortunados que otros, pero todos obligadamente asumidos.


¿Qué otra cosa podría hacerse si de manera inevitable todos somos dueños de nuestras palabras y de nuestros silencios?. No se valoran los méritos específicos, que otros instrumentos de consideración estiman, sino algo tan fundamental como es la veteranía en el ejercicio de una tarea que, con sus luces y sus sombras, forma parte indisociable de nuestra personalidad. Pero, sobre todo, la asistencia a un acto de ese tipo, donde en los rostros se aprecia algo más que la impronta de la madurez, aporta la vivencia que da fehaciente idea de la envergadura del tiempo transcurrido. Una vivencia que sólo se tiene cuando, como diría Machado, “al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”.


Y es que la idea del tiempo cambia con la edad. La ansiedad de asirlo cuando nos resulta demasiado fugaz y acelerado provoca la sensación de que ya no se controla el paso de los días como cuando en la infancia o en la juventud percibíamos que todo transcurría mucho más despacio. Cuando ahora miramos a nuestra espalda somos conscientes de que en el camino hemos dejado muchas huellas que son ya simplemente el pasado. Para bien o para mal son las que marcan nuestro paso por la vida, nos revelan en el recuerdo lo que hemos hecho o dejado de hacer, las decisiones correctas, los errores cometidos, las esperanzas frustradas, las satisfacciones ganadas a pulso o por el azar. Las amistades, las complicidades, los desencuentros, las decepciones. Nada extraño: son las cosas que habitualmente pasan en la trayectoria de una sociedad.


Todo un balance de experiencias se acumula en la memoria, que ésta trata de seleccionar distinguiendo claramente entre lo que merece ser recordado y lo que, por irrelevante o banal, ha de quedar relegado al olvido. Cuando nos situamos en una etapa en la que los recuerdos priman sobre el proyecto que nos queda por delante, tendemos a pensar que, en efecto, “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar”, como escribió para siempre el gran poeta de Paredes de Nava, al que el profesor Valentín Conde, en una excelente intervención, nos recordó, entre otras interesantes reflexiones, como advertencia.


Nos vemos situados en medio de la corriente que circula sin parar, que no se puede detener, con rumbo inexorable… con viento a la espalda, y con brisa apaciguada en el rostro. Es “el río que nos lleva”, evocando aquella excelente novela de mi admirado José Luis Sampedro, ejemplo de senectud bien llevada. No necesitamos remos porque la nave aprovecha el flujo inducido por la pendiente. Pero, ay, es entonces, al darnos cuenta de que las cosas tienden en esa dirección cuando debemos enfrentarnos al horizonte de la vida que resta y contemplarlo con audacia y con la visión de que el tiempo sigue existiendo y abierto a nuevas oportunidades, que en buena parte de los casos quizá permanecen aún inéditas. Me viene a la memoria la frase que mi colega y buen amigo Lluis Cassasas i Simó, geógrafo eminente de la Universidad de Barcelona y ya desaparecido, me dijo hace años cuando ambos contemplábamos en un trabajo de campo el impresionante baluarte de basalto en Castellfollit de la Roca, en la provincia de Girona. Su consejo, muy propio de un hijo de Sabadell, jamás se me ha olvidado: “Mira, para sobrevivir al paso del tiempo, siempre hay que tener una pieza en el telar”. Lo tengo presente y lo aplico cada día, aunque mis telares necesiten a veces reparaciones y cuidados que no acierto a darles.


Una inquietud que Manuel Vicent ha sabido reflejar muy bien al escribir hace poco que “no existe otro remedio conocido para que el tiempo discurra muy despacio sin resbalar sobre la memoria que vivir a cualquier edad pasiones nuevas, experiencias excitantes, cambios imprevistos en la rutina diaria. Lo mejor que uno puede desear son felices sobresaltos, maravillosas alarmas, sueños imposibles, deseos inconfesables, venenos no del todo mortales y cualquier embrollo imaginario en noches suaves, de forma que la costumbre no te someta a una vida anodina. Que te pasen cosas distintas, como cuando uno era niño”. Toda una lección de advertencias saludables y pertinentes con la mirada puesta en el futuro cuando lo que prevalece en el pensamiento es la consistencia del pasado que fue.

3 de febrero de 2009

ENTRE LOS DESEOS Y LA REALIDAD



El Norte de Castilla, 3 de Febrero de 2009



"Lo mismo que rechazo ser un esclavo, rechazo ser un dueño”. Con frases como ésta, tomada de Abraham Lincoln, Barack H. Obama enardeció a la multitud que le acogió en Washington, ante el Memorial que recuerda a quien abolió la esclavitud, dos días antes de su toma de posesión como Presidente de los Estados Unidos de América. Expectación, esperanza, ilusión, confianza, entrega. Nunca habíamos visto un sentimiento de apoyo como el que la sociedad norteamericana ha mostrado hacia el hombre nacido en Honolulu hace 47 años, merecedor de un reconocimiento que, según las encuestas, emana de casi el 70% de los ciudadanos norteamericanos, incluyendo entre ellos a muchos de los que en su día apoyaron a John Mcain. “Todo ha cambiado desde el 4 de Noviembre del 2008”, afirman cualificados representantes de la sociedad estadounidense, dando entender que más que un cambio lo que realmente se ha producido con la elección de Obama es una "revolución".


¿Una revolución?, ¿qué revolución?, ¿hacia dónde?. ¿Hasta qué extremos y con qué niveles de esperanza están depositadas estas expectativas, que comparten norteamericanos y ciudadanos de todo el mundo, deseosos de eliminar de su vista cuanto antes la siniestra imagen del tandem Bush-Cheney y su camarilla, para experimentar la agradable sensación de que otra forma de gobierno en Estados Unidos y de cara al mundo es posible?. Sin duda, esta necesidad de ruptura ha sido determinante en el triunfo de la opción demócrata, de la que al final han participado muchos partidarios del otro candidato. Pero también ha contribuido el convencimiento de que la desastrosa deriva a la que había llevado al país la gestión del incompetente tejano requería una drástica solución alternativa, necesariamente correctora de estilos, pautas, acciones y omisiones que han dejado tras de sí un panorama desolador. Tras el desastre, sobreviene inevitablemente, por necesidad psicológica e higiene mental, la esperanza.


Durísima tarea la que le espera al que fuera senador por Illinois. De momento la ilusión prevalece sobre la contundencia de los hechos. Priman los deseos sobre la realidad. Se antepone la esperanza a la percepción de los límites que la obstaculizan. Con todo, en breve acabará imponiéndose la prudencia y hasta es posible que no tarde en aflorar la decepción a sabiendas de que los procesos de cambio en la historia son mucho más lentos de lo que se desearía, por mor de las inercias e intereses que los obstaculizan. Es muy probable que la política de Obama a corto plazo se centre en suturar las heridas abiertas en su propio país, entre otras razones porque hay muchos sectores que lo han apoyado no dispuestos a esperar en exceso a que se note que algo está cambiando a mejor para ellos. Ligeros retoques en la política internacional – con el problema de Oriente Próximo como factor determinante de su mensaje global - tratarán de demostrar que el camino hacia la paz se sitúa en los antípodas del sectarismo y la brutalidad de su predecesor. Y poco más.


A partir de ahí, cuando transcurra un año de mandato, el fiel de la balanza comenzará a moverse en un sentido u otro. Habrá muchos síntomas que revelen el sesgo de la tendencia. Mas si la reacción que ello pueda provocar no le será difícil detectarla en su propio país, el termómetro del mundo podría ofrecerle también al Sr. Obama un indicador que modestamente me permito sugerirle: al filo del segundo semestre de 2010, le convendría volver a Berlín y apreciar el grado de apoyo que aún merece de la sociedad europea, que tanto le agasajó aquel 24 de Julio de 2008 cuando fue aclamado por más de 200.000 personas en los jardines de Tiergarten. Aunque ahora regrese como Presidente, volver a tener la experiencia del clamor popular al pie de la columna de la victoria de Siegessäule puede depararle una experiencia inolvidable para valorar lo que realmente pasa cuando los deseos se convierten, o no, en realidad. Entonces ya no queda más que la realidad, con toda su brillantez o toda su crudeza.


26 de enero de 2009

PENSAR Y DECIDIR

El Norte de Castilla, 26 de Enero de 2009

Recientemente he seguido por televisión la entrevista que Antonio Sanjosé ha hecho, en su programa “Cara a cara” (CNN+), al ex ministro Jesús Caldera, presidente de la Fundación Ideas para el Progreso. En un determinado momento, el Sr. Caldera destacó que, entre los asesores con los que pensaba contar para dar ideas, estaba Paul Krugman, crítico implacable de la gestión presidencial de George W. Bush y Premio Nobel de Economía 2008, que se uniría a la prestigiosa relación de colaboradores, en la que figuran personajes tan relevantes como Joseph Stiglitz o Jeffrey Sachs, entre otros. A la pregunta del periodista sobre los motivos del fichaje del Nobel, el ilustre bejarano respondió que se debía al hecho de que “Krugman es un decidido defensor de las instituciones públicas y de los mecanismos de supervisión económica”. La obviedad elevada a la categoría de idea prodigiosa. Y seguramente cara.

Es una prueba más de por dónde va la moda de los “think tanks”- grupos, fundaciones o asociaciones encargadas de elaborar ideas orientadas al asesoramiento externo- que han proliferado por doquier, como los hongos en otoño. No hay partido político que se precie ni administración pública con pretensiones de lucimiento que no coloque en su nómina una representación de lo que consideran lo más granado de la intelectualidad, ya sea real o ficticia, para que les suministren ideas con las que construir un mundo de creatividades, innovaciones y futuros esperanzadores.

Aunque ocurre en todo tipo de circunstancias, se observa una tendencia a la proliferación cuando el panorama social y económico se ensombrece. Las situaciones de crisis e incertidumbre suelen ser propicias para que afloren iniciativas de esta naturaleza, que buscan, en medio del piélago de la confusión, crear un terreno estable en el que moverse con el deseo de recuperar la confianza perdida. Una confianza orientada tanto hacia el autoconvencimiento de quienes la promueven como de cara a cuantos en la sociedad muestran síntomas de inquietud, propensos a suavizarse cuando las medidas correctoras emanan de sesudos asesores dispuestos a respaldarlas con todo su prestigio y su poder de convicción mediática.

Y hasta tal punto acaban configurando una corte de asesoramiento poderosa que bien pronto se superpone a los órganos que en la estructura de los sistemas de gestión están, o debieran estar, encargados de afrontar, con su conocimiento de los problemas, sus fuentes de información y la propia competencia que se les presume, los desafíos cuya resolución se encomienda a los asesores. Bien es cierto que no tienen porqué colisionar entre sí, pero, en el caso de que así sea, no es improbable que el consejo cualificado prime sobre la opinión profesionalizada, con independencia de que eso suponga una infrautilización de las capacidades disponibles a la hora de perfilar las estrategias más convenientes en cada caso.

Esto es en teoría, porque la experiencia ofrece un balance que no siempre resulta tan satisfactorio como pudiera parecer. La cuestión estriba en saber hasta qué punto los instrumentos capacitados para este tipo de funciones - agencias ligadas a la administración pública dotadas con sólida capacidad para los estudios de prospectiva, sistema universitario, centros privados de investigación o, en determinados temas, ONGs especializadas – pueden ceder el paso con la suficiente garantía a modalidades de consulta creadas en función de la idoneidad de quienes son elegidos para ello aunque en la mayor parte de los casos deriven de la confianza personal y política, hasta el punto de quizá poner en entredicho alguno o todos de los tres requisitos indispensables para que una labor de asesoramiento sea tan consistente y fecunda como se desea.

Tres principios básicos se imponen, en efecto, para el correcto funcionamiento de una tarea abocada a esta finalidad, esto es, competencia, independencia y coherencia. Pueden darse aisladamente, pero de nada sirven si no están firmemente imbricados entre sí y procuran la garantía necesaria para que cumplan con honestidad la función asignada. Con gran acierto lo ha señalado Ralph Dahrendorf en su excelente obra ”La libertad a prueba. Los intelectuales frente a la tentación autoritaria” (Trotta, 2005), en la que hace un llamamiento a la defensa “irrenunciable” de la independencia y de la libertad frente al sesgo que pudiera condicionar una forma de entender el ejercicio intelectual sesgado a favor del cliente o legitimador de sus pretensiones. Son muchos los riesgos y las incógnitas que depara una acción de este tipo, tal y como vienen insistiendo muchos de cuantos han analizado en países emergentes de América Latina la actuación de los “think tanks”, cuyo balance es sumamente crítico.

Nada impide adoptar una actitud cautelosa ante la incidencia real que estas iniciativas, habitualmente bien retribuidas, pudieran tener, ya que uno no puede por menos de preguntarse: ¿para qué sirven los think tanks como fermento de ideas si éstas, en la mayor parte de los casos, como la experiencia avala, acaban volatilizándose en el aire?, ¿dónde están las fuentes del pensamiento que alimentan a la política que realmente se hace: en estos órganos de reflexión de cara a la galería o en los grupos de presión que todo lo controlan y que abogan por “el que todo cambie para que todo siga igual”, al más puro estilo Lampedusa?, ¿los partidos políticos son receptivos a lo que les sugieren estos líderes sin poder y que se afanan por ser escuchados, cuando en realidad sus voces claman en el desierto, aunque los fondos que reciban permitan sufragar ambiciosos programas de debate y reflexión para autoconvencerse de que aún siguen siendo alguien?

29 de diciembre de 2008

De Treblinka y Auschwitz a Yenin, Ramallah y Gaza

 ¿Quién, habiendo tenido la oportunidad de hacerlo, no ha visitado los rastros de los campos de concentración que mancillaron la imagen de Europa en los años cuarenta del siglo XX, en los que millones de seres inocentes fueron asesinados por aquella locura de terror, corrupción y muerte que fue el nacionalsocialismo alemán? Murieron muchos: comunistas, socialistas, gitanos, homosexuales, demócratas y judíos. Millones de judíos. Principalmente hemos asociado los nombres de los siniestros lugares de exterminio a la terrible tragedia sufrida por la comunidad hebrea en la Europa devastada por los nazis. Las imágenes de ese pueblo han prevalecido diáfanas en nuestra memoria y en nuestra percepción de lo que fue aquella época terrible. Han eclipsado a todos los demás.


La palabra Holocausto, ligada en la percepción de la gente al genocidio de los hijos de David, nos amedrentaba, y por eso cuando visitamos, en silencio y respetuosamente, los sitios donde sus vidas fueron vilmente arrancadas, experimentábamos una sensación múltiple de dolor, rabia e impotencia ante tanta atrocidad y a la par de admiración hacia los que la sufrieron, que posteriormente nos ha llevado a seguir puntualmente la filmografía que describía el horror, a leer la literatura evocadora de la barbarie, a situar a sus símbolos en la cabecera de nuestras referencias históricas y humanas. Quien esto escribe ha estado en Mauthausen, en Treblinka, de donde conservo como recuerdo una muestra de las candelas que iluminan el Memorial, y en Auschwitz-Birkenau (foto superior), acompañado de Maria Antonia, en dos ocasiones con motivo de sendas visitas a Cracovia. He dado muestras más que sobradas de mi repudio a la Soah y de respeto inequívoco a los judíos asesinados.
Pero hace tiempo que dejaron de ser mis lugares de evocación esencial de las tragedias humanas. Hay muchos otros que sufrieron y aún sufren prácticas propia de holocausto y merecen también ser reconocidos e incorporados a la relación de espacios víctimas de la barbarie, de la muerte y de la devastación. No son ámbitos para el turismo y el recorrido cultural, sino escenarios que conviene visitar, cuando se pueda, para testimoniar la solidaridad con los que sufren. Ciertamente han sufrido los judíos, pero también muchísimos más que no lo eran, que no lo son, y que en modo alguno deben quedar relegados al olvido.
No sé cuándo lo haré, mas en estos momentos y en los tiempos venideros lo que, ante todo, me pide el ánimo es dejar de mirar ya hacia Europa y sus antiguos campos de concentración, y recorrer las calles de Yenin, de Belén, de Gaza (esa cárcel sin techo), de Jerusalén Este, contemplar el infame y miserable muro de la vergüenza construido en Cisjordania por Israel y mostrar mi solidaridad a los familiares de mis amigos palestinos que viven en Ramallah y en Nablus para sentir de cerca las dimensiones de la tragedia sufrida incesantemente por el pueblo que es en estos momentos el más humillado, vejado, maltratado y expoliado de la Tierra.
No ha habido un caso igual, con tanta persistencia, tolerancia, y sin perspectivas de salida, desde la Segunda Guerra mundial. Es el pueblo que está siendo sometido, en una vulneración constante del Derecho internacional y de los derechos humanos, a una estrategia programada e implacable de limpieza étnica (apoyada desde el primer momento en la ejecución del Plan Dalet), tal y como cuidadosamente ha descrito el historiador hebreo Ilan Pappe, de la Universidad de Haifa, en su “The Ethnic Cleansing of Palestina” (Oxford, Oneworld Publications, 2006). Una investigación sobrecogedora, que despeja muchas dudas y ayuda a entender lo que ha pasado, lo que está pasando y lo que va a pasar. Todavía no se ha visto lo peor. Nos acercamos a la "solución final" aplicada al pueblo palestino, a la versión actualizada de la Endlösung der Palestinenfrage.