16 de noviembre de 2002

LA UNIVERSIDAD QUE VIENE


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El Mundo-Diario de Valladolid, 16 de Noviembre de 2002
Nadie que haya seguido de cerca la evolución de la vida univer­sitaria española a lo largo del pasado curso ignora hasta qué punto el que ahora se inicia presenta un notable interés. Ha de suponer el periodo de aplicación efectiva de las princi­pales disposiciones previstas en la Ley Orgá­nica de Universidades, mediante la puesta en práctica de un proceso de adaptación funcio­nal que, fuertemente cuestionado en algunos de sus contenidos básicos y por su escandalo­so proceso de tramitación, se ha acabado im­poniendo por la fuerza de la ley hasta relegar al olvido las tensiones provocadas desde su entrada en vigor a comienzos de este año. Aparte de la reestructuración en los instru­mentos de gobierno y de ordenación de las fi­guras de profesorado contratado, en él se va a llevar a cabo la elaboración de los nuevos Estatutos, algo que, por lo que concierne a la Universidad de Valladolid, posee también una dimensión simbólica, en la medida en que permite superar la situación de bloqueo en que se ha visto sumida la actualización del sistema estatutario, que ningún Rectora­do ni Claustro han conseguido resolver hasta que, por imperativo legal, la situación se ha visto, al fin, desatascada.
Ahora bien, si es cierto que el desarrollo del proceso regulador implica el comienzo de una nueva etapa al menos desde la pers­pectiva formal, cabe plantearse si en esas circunstancias el rumbo inducido por la LOU va a tener la trascendencia y el impac­to que tuvo hace ya casi veinte años la apli­cación de la Ley de Reforma Universitaria, la norma concebida para la modernización y democratización del sistema superior de enseñanza e investigación. Evidentemente no. Pues es obvio que la verdadera transfor­mación de la Universidad española ha teni­do lugar, sin precedentes, a lo largo del pe­riodo comprendido entre los años 1983 y 1998, es decir, desde la entrada en vigor de la LRU y las transferencias de la educación universitaria a las Comunidades Autóno­mas. Han sido tres lustros decisivos, carac­terizados no sólo por una tendencia al in­cremento en todas las variables (alumnos, plantillas, equipos de investigación, planes de estudio, internacionalización, dotacio­nes e infraestructuras de toda índole) que confluyen en él, sino también por la consolidación de sus estructuras básicas de fun­cionamiento, al amparo de las crecientes posibilidades permitidas, con sus luces y sus sombras, por la autonomía universitaria.
A la postre, el formidable crecimiento cuantitativo experimentado y las innova­ciones funcionales asociadas a él han per­mitido lograr un balance satisfactorio, que ha hecho posible la homologación plena con las Universidades europeas y el consecuente fortalecimiento de su prestigio, por más que tampoco haya que ignorar la apa­rición de disfunciones o la pervivencia de inercias residuales, difíciles de evitar en una realidad estructuralmente tan comple­ja y heterogénea como los comportamien­tos y las pautas de actuación que tienen lu­gar en su seno.
Sobre estos cimientos se ha de edificar, pues, el modelo universitario contemplado en la LOU y, lo que es más importante, el que tiende a configurarse en un contexto diferente, cuando las -circunstancias y los factores que sustentaron el fuerte despegue anterior se inscriben en coordenadas bien distintas. En líneas generales, puede decirse que el cambio sustancial al que nos en­frentarnos consiste en el tránsito de una etapa en la que la fortaleza de la Universidad aparecía sólidamente respaldada por su propia tendencia al crecimiento, en au­sencia de otras opciones canalizadoras de los objetivos de promoción social y del re­conocimiento que como tal se le hacía por parte de los poderes públicos, motivados además por la urgencia de resolver las os­tensibles carencias heredadas, a otra en la que, satisfechos buena parte de los objeti­vos pretendidos, la problemática de la Uni­versidad (trasciende a sí misma, para mostrarse como una estructura cada vez más sensible y condicionada por las transforma­ciones, drásticas e imperiosas a su vez, que en apenas unos años están modificando sustancialmente el entorno en que se de­senvuelve.
Defiendo la idea de que con frecuencia la Universidad no ha sido consciente del significado de este viraje y de la trascendencia que, más pronto que tarde, iba a tener co­no factor primordial de su concepción interna y de su propia reorientación estratégica. Por ello es una lástima que el Informe “Universidad 2000", promovido desde la Conferencia de Rectores precisamente en 1998, y brillantemente coordinado por el Doctor Josep María Bricall, no tuviera el eco merecido y, ante todo, necesario. Más bien fue objeto de una lamentable actitud de vituperio, que se quedó en la epidermis de las propuestas para mostrar una imagen desafortunada e incoherente de !a comunidad universitaria. En la mayor parte de las Universidades - entre ellas la de Valladolid - permaneció al margen de la reflexión y del debate rigurosamente planteados, no se entró en el fondo del modelo preconizado y todo quedó reducido a esquemáticas descalificaciones nunca cuestionadas.
Se desaprovechó. y en ello los rectores que promovieron el documento tuvieron responsabilidad inequívoca, una ocasión excelente y !excepcional para aclarar diagnósticos, dilucidar directrices y mostrar ante las ¡instituciones y la sociedad la envergadura de los desafíos planteados. Y se trataba además de una oportunidad muy valiosa, suscitada en un momento clave en el proceso de readaptación universitaria, que, de haberse di­lucidado en la línea innovadora pretendida, tal vez hubiera permitido mostrar una ima­gen cohesionada de la Universidad pública ante el futuro, susceptible de haber refor­zado argumentalmente las reclamaciones financieras necesarias y, lo que no es me­nos importante, de haber matizado de ante­mano muchas de las imperfecciones de que adolece la L.OU, en cuyas posibles implica­ciones tampoco se profundizó con el grado de atención deseable en nuestra Universi­dad.
Sin embargo, la situación del entorno ofrece ya un panorama que obliga a plantear las cosas de otra manera. De hecho, dos con las circunstancias que más claramente confluyen para explicarla. De un lado, las fuertes variaciones registradas en la demanda de estudios superiores, coincidente con un declive continuado en la cifra de alumnos convencionales, con la aparición de otras opciones alternativas a la for­mación con posibilidades más o menos comprobadas de acceso al mercado de trabajo y con una intensificación de la competencia, en la que intervienen la movilidad auspiciada por el distrito único, por la integración en la trama universitaria europea y por la presencia concurrente de las univer­sidades privadas. Y, de otro, no cabe duda que la necesidad de intensificar la acredita­ción de los conceptos de calidad y eficien­cia cobra fuerza creciente a la hora de en­tender el aprovechamiento de los ingentes, y a veces infrautilizados, bienes disponi­bles, hasta convertir a la cultura de la eva­luación en el criterio determinante para la correcta asignación de los recursos.

Asumir el alcance a corto plazo de estos condicionamientos, que se acabarán impo­niendo por la presión de los hechos, obliga a ir más allá de una estrategia de mero reto­que, formalmente amparada en la reforma estatutaria, cuya trascendencia actual no va a ser, desde luego, misma que la que hubiera tenido la modernización de los Estatutos durante la vigencia de la LRU, ni tampoco puede resolverse mediante actitudes triunfalistas o autocomplacientes. Requiere fundamentalmente, y como corresponde a la actitud autocrítica consustancial a la Universidad pública, someter a revisión lo que sé hace, cómo se hace y para quién se hace. Esto es, implica la toma de conciencia rigurosa de las propias fortalezas y debilidades para orientar el funcionamien­to del sistema en la dirección más adecuada de modo que se neutralice el riesgo, no hace mucho denunciado por el responsable de una de las universidades valencianas, de que la Universidad pudiera llegar a ser un simple aparcamiento de funcionarios". Y, aunque es cierto que en no pocos casos se han dado pasos firmes en el sentido que lo evite, la cuestión estriba en incorporarlos plenamente a la lógica de la Universidad, de quienes la gobiernan y de quienes la in­tegran, convirtiéndolos en elementos acti­vos de un complejo de actividades de servi­cio a la sociedad que tiene precisamente en la superación de las inercias una de sus principales justificaciones.
De ahí la dimen­sión estratégica que revisten todas las ini­ciativas coherentemente encaminadas a sa­tisfacer cuatro objetivos fundamentales: la valorización de las propias ventajas especí­ficas, la mejora de la atención al alumno, la cohesión de una realidad estructuralmente heterogénea a través de los mecanismos que hagan posible el conocimiento mutuo y la coordinación de proyectos interdisciplinares en docencia e investigación y el afianzamiento de su proyección, sin rupturas ni contradicciones. Entre otros motivos porque la credibilidad y la competitividad de la Universidad pública, para algunos ahora en entredicho, sólo pueden venir da­das por la progresión de la calidad y la efi­cacia de sus aportaciones a la mejora de la situación en que se desenvuelve la sociedad y el espacio en el que, a todas las escalas, se inserta.

29 de mayo de 2002

AGUILAR ES LA MARCA



El Mundo-Diario de Valladolid, 29 de Mayo de 2002




Experiencias y acontecimientos como los que han conmocionado en los últimos meses, .y lo siguen haciendo todavía, actividad y la vida en Aguilar de Campoo no son, por desgracia, in­frecuentes en el panorama industrial contemporáneo. Las reducciones drásti­cas de plantilla, la amenaza de expedien­tes de crisis o simplemente el cierre y desmantelamiento de las fábricas defi­nen con tintes dramáticos, por las graves repercusiones que tienen sobre el em­pleo y la economía, la situación a que se ven abocadas a menudo las empresas in­dustriales y de cuyos impactos no se en­cuentran, en principio, ajenos ningún sector y ningún espacio por más potentes y sólidos que pudieran parecer. Y es que la industria es una actividad inestable por excelencia, sometida a una dinámica de cambio permanente, en la que, bajo las premisas im­puestas por un contexto fuertemente concurrencial, confluyen las premisas im­puestas por la innovación tecnológica, la calidad del producto y la competitividad en su proyección al mercado.


Creadora de ri­queza, de valor añadido, de crecimiento y de trabajo, es también el soporte primor­dial del desarrollo económi­co y uno de los fundamen­tos claves sobre el que des­cansa el prestigio de un te­rritorio, que encuentra en la identificación de su perso­nalidad fabril uno de los factores esenciales de acre­ditación a todas las escalas. De ahí la atención y rele­vancia que se le ha de otor­gar, y que en modo alguno deben quedar relegadas ante otro tipo de priorida­des sectoriales, ya sea en el sector de la agricultura o de los servicios, con los que debiera mantener una rela­ción de compatibilidad siempre prove­chosa en beneficio del equilibrio intersectorial deseable.


En una Comunidad como Castilla y León, que industrial mente siempre ha ocupado una posición modesta en el conjunto de las regiones españolas, lo sucedido en Aguilar trasciende con mucho la consideración estricta que el problema presenta en su escenario concreto de impacto para convertirse en una cuestión que afecta muy direc­tamente a las perspectivas y posibilida­des de la industria instalada en una re­gión con contradicciones evidentes en su nivel de desarrollo. Valorarlas en su justa dimensión, entender hasta qué punto ofrecen un panorama alentador o marcado, en cambio, por la incertidumbre y el riesgo constituye un ejerci­cio necesario si realmente se desea consolidar las bases de un modelo de crecimiento que impida afrontar en las condiciones menos traumáticas posi­bles los costos que normalmente acom­pañan a la crisis de una empresa o a la reestructuración de sus activos en un ámbito determinada.


Dudo mucho que esto se haya hecho en Castilla y León con la suficiente diligencia y sobre todo con la continuidad y atención que re­quieren las circunstancias. Considero más bien que se han desaprovechado, pese a haber dispuesto de ellas, oportunidades que quizá hubieran permitido someter a una profunda revisión el análisis de los rasgos que definen el sistema productivo regional, poniendo en evidencia sus puntos críticos y tra­tando de resolverlos con una visión a largo plazo, liberada de los altibajos que imponen las coyunturas y de las in­cógnitas que implica la presencia del capital externo, cuando sus objetivos entran en contradicción o no se corres­ponden ya con el espacio en el que se ubican.


La verdad es que bien poco se ha sa­bido de lo que supuso para esta región el Plan Tecnológico Regional, cuya aplicación a partir de 1996 estaba lla­mada a desempeñar una importancia capital como instrumento de diagnósti­co, de movilización del entramado em­presarial y de búsqueda conjunta - por parte de la Administración regional y de la empresa privada - de opciones de desarrollo destinadas a fortalecer el te­jido productivo de la región, en sinto­nía con los postulados que en el con­texto europeo otorgan una atención es­pecial a las capacidades endógenas de desarrollo. De lo que entonces signifi­caba la puesta en marcha del Plan que­dó constancia en los fastuosos prime­ros encuentros realizados con tal fin, pero, transcurridos los años y ya culmi­nado con holgura su periodo de vigen­cia, carecemos de los datos y de los in­dicadores necesarios que nos permitan evaluar su incidencia efectiva, de qué modo los recursos disponibles sirvie­ron para abordar los fines previstos o, lo que es lo mismo, qué impacto tuvo todo aquello para cimentar las bases de una política industrial digna de tal nombre.


Tengo, sin embargo, la im­presión de que Castilla y León ha care­cido de ella o al menos creo que la que se haya podido llevar a cabo no ha ser­vido para articular en un sistema cohe­rente y con las interrelaciones necesa­rias los numerosos órganos que, con­cebidos como medidas de impulso a la industrialización o susceptibles de dinamizarla – como es el caso de la Agencia de Desarrollo, de la Red de Centros Tecnológicos, de las OTRIS, o de las Fundaciones de las Universidades, por citar algunos de los más representati­vos- han operado como elementos di­sociados, puntualmente activos pero todavía incapaces de fraguar con la de­bida consistencia un verdadero siste­ma regional de innovación, en los tér­minos de apertura, flexibilidad y efi­ciencia con que este concepto es inter­nacionalmente e concebido.


Todas estas consideraciones adquie­ren plena actualidad y, sobre todo, gran urgencia estratégica en el ambiente de tensión provocada por la crisis de la emblemática y centenaria firma galletera ubicada en Aguilar de Campoo desde finales del siglo XIX y representativa du­rante mucho tiempo de una de las principales se­ñas de identidad fabril de Castilla. Los factores de­sencadenantes del pro­blema son bien conoci­dos, han sido analizados con coherencia y exhaustividad y huelga de nuevo detenerse en ellos. Efec­tuado el diagnóstico, y pendiente de encontrar la opción que a corto plazo permita mitigar el grave impacto social y económi­co del cierre - y que, a mi juicio, pudiera decantarse quizá hacia la posibilidad de configurar, bajo la égida de “Siro” o “Gullón”, un vigoroso y competitivo grupo galletero palentino - de lo que se trata ahora es de entender sin ambi­güedades y dilaciones el significado de lo que este hecho representa es el de­tonante que revela una si­tuación de riesgo poten­cial en el que se halla sumida una parte importante del sistema productivo re­gional, sujeto a las premisas de la multinacionalización empresarial, que, si selectivamente crea posibilidades que no deben ser desestimadas, no es me­nos cierto que también se acompaña de incógnitas hacia el futuro, en virtud del proceso de deslocalización que posi­blemente tenderá a intensificarse en una Unión Europea ampliada.


De ahí que, so­bre la base de estos argumentos tendencias, cobre fuerza una vez más la idea que subraya la dimensión estratégica y primordial asociada a la movilización de la iniciativa endógena, que tan notables resultados ofrece ya en un amplio abanico de sectores, po­niendo en evidencia el papel que de­sempeña la plena identificación con el territorio, cuando éste dispone, como es el caso, de recursos evidentes para ello. Dicho de otro modo, y con la mira­da puesta en la resolución del grave problema planteado por la crisis en la comarca y en la villa palentina, se lle­ga a la conclusión de que posiblemente la marca sobre la que sustentar en ade­lante su personalidad fabril ya no sea "Fontaneda". La marca deberá ser Aguilar.

21 de mayo de 2001

¿Portugal se desvanece?


El Norte de Castilla, 21 de Mayo de 2001



Al plantear esta pregunta nada más lejos de mi ánimo que poner en cuestión la fuerte personalidad portuguesa, hacer cábalas sobre una impensable crisis de identidad o suscitar duda alguna acerca de la creciente posición que el vecino país ibérico ha ido adquiriendo en Europa desde la caída de la dictadura salazarista y el inicio del rumbo que le proyectaría hacia el continente, hasta integrarlo de lleno, y a la par que España, en las estructuras comunitarias. Quien haya prestado un mínimo interés por lo ocurrido en Portugal durante la última década no ha podido permanecer indiferente a las decisivas transformaciones que han modelado su territorio al tiempo que dado origen a una sociedad y una economía que nada tienen que ver con el deprimente y sórdido panorama ofrecido en la etapa previa al estallido de la democracia hace ahora veintisiete años. Pero no es menos cierto que, pese a la proximidad física y al hecho de compartir la balsa de piedra, tan dura y desoladamente descrita por José Saramago, no les ha sido estimulante a los españoles entender y valorar lo que sucede al otro lado de la raya, identificada por Eduardo Barrenechea como una especie de telón de corcho, impermeable y opaco al conocimiento recíproco y a la búsqueda, siquiera sea como simple curiosidad, de los aspectos, caracteres y valores que engarzan los espacios más allá de las rupturas provocadas por la Historia.


Sensible a este tema, tengo lo impresión de que la atención que desde España se ha prestado a Portugal ha estado siempre muy por debajo de las posibilidades y alicientes que ofrecía la tierra de José Cardoso Pires, Alvaro Siza, Miguel Torga, Orlando Ribeiro o Dulce Pontes, por mencionar algunos de los nombres que mejor acreditan, a mi juicio y desde los diferentes campos de la cultura, las profundas sutilezas de la creatividad portuguesa. Sin duda nos atrajeron los acontecimientos que conmocionaron para bien la vida política del país a mediados de los setenta, sentimos como propias las experiencias que proyectaron al mundo la nueva sensibilidad alentada por el frescor de una ruptura democrática singular y poco a poco nos fuimos dando cuenta de que, frente al tópico y a la banalidad motivados por la ignorancia voluntaria, emergía una realidad bien diferente que era merecedora de todos los respetos en los foros intelectuales, políticos y empresariales de la Europa unida.


Sin embargo, estas manifestaciones de interés por lo que sucede en Portugal no se mantienen en el tiempo con la fuerza que debieran. Y que con frecuencia adolecen de la falta de continuidad en el esfuerzo que comúnmente requiere el descubrimiento de lo ajeno, sobre todo cuando es complejo y las peculiaridades que lo definen sólo pueden ser desentrañadas mediante una actitud abierta y receptiva en la que se funden la sensibilidad por descubrir el valioso significado de la diferencia y la voluntad proclive a la puesta en evidencia de argumentos y líneas de encuentro, susceptibles de favorecer la búsqueda creativa de complementariedades, a menudo desconocidas o infravaloradas por los efectos e inercias derivados de un desconocimiento o distorsión seculares.


Mal que nos pese, tal es la tendencia que lamentablemente se percibe en Castilla y León de forma mucho más nítida que en las otras regiones que bordean el límite fronterizo. No son escasos, en efecto, los elementos de juicio que avalan la afirmación de que las ventajas y posibilidades permitidas por la libertad de movimientos a uno y otro lado de la muga no han sido aprovechadas de igual modo y con la misma riqueza de opciones que hoy vemos desplegarse con vigor desde A Guarda hasta Ayamonte, con un impacto que rebasa con amplitud la línea estricta de separación política para incidir notoriamente en los espacios y ciudades cada vez más alejados de ella. Por el contrario, donde la imagen de discontinuidad real mantiene toda su fuerza es precisamente en el espacio configurado por nuestra Comunidad y las Regiones del Norte y del Centro de Portugal, que sin apenas matices o excepciones siguen mostrándose como mundos separados, de espaldas uno al otro, reacios a conocerse y, lo que es más preocupante, marcados por prejuicios que se resisten a desaparecer.


Llama la atención, empero, que este panorama dominado por el distanciamiento y la lejanía en la percepción de los hechos y las circunstancias que les modelan sucede a una etapa en la que todo parecía indicar que, al fin y tras décadas de inactividad, se estaban fraguando con ilusión los cimientos de una relación basada en el deseo compartido de establecer pautas de actuación favorables al enlace y a la puesta en común de iniciativas de los que sólo cabría esperar resultados positivos para ambas partes, aunque con la conciencia de que sólo a medio plazo podrían ser factibles y consistentes. Con este espíritu vieron la luz proyectos sugerentes como la creación de la Fundación Rei Afonso Henriques, enriquecida con el Instituto Interuniversitario transnacional que lleva su nombre, el nacimiento del Polo Universitario Transfronterizo, la constitución del Grupo de Trabajo internacional resultante del acuerdo suscrito en Bragança en febrero del 99, las actividades asociadas al Programa Comunitario Terra, centrado en la valoración del Duero como eje potencial de vertebración ibérico, o el inicio del Programa Hinterland de Cooperación Interempresarial, concebido con el propósito de dar a conocer la realidad de los respectivos tejidos empresariales, con sus rasgos específicos y sus deseables expectativas de cooperación.


Son experiencias numerosas, dignas de ser valoradas en origen como reflejo de una voluntad de descubrimiento mutuo, pero de balance precario cuando no aparecen sumidas casi todas ellas en la atonía y en el mero planteamiento testimonial. Si en su concepción han sabido responder a las motivaciones que las justifican, de su aplicación efectiva y resuelta depende no sólo el que Castilla y León logre acreditarse en su indispensable relación con Portugal sino el que también los espacios fronterizos consigan superar la profunda desvitalización que les afecta, sólo posible cuando las relaciones se planteen a gran escala y no queden circunscritas a los espacios divididos por la raya. De ahí el significado de la pregunta que encabeza este texto: como inquietud y, sobre todo, como llamada de atención.

27 de marzo de 2001

EL ENORME DESAFIO DE ORDENAR EL TERRITORIO


El Norte de Castilla, 27 de Marzo de 2001


Cuando a comienzos de 1963 el gobierno de Francia decidió crear la Delégation pour l'Aménagement du Territoire et l'Action Régionale - la célebre DATAR, cuyas oficinas se abren, recoletas pero solemnes, a la sombra de la Torre Eiffel - , el Presidente de la República justificó la decisión porque entendía que con dicha iniciativa se trataba de cumplir "una ardiente obligación". Con tan enfática expresión, el gran hombre de Estado que fue Charles de Gaulle no hacía sino presentar ante la sociedad francesa el alcance de ese gran compromiso que siempre ha existido en el vecino país por la Ordenación del Territorio, como política de vertebración y confluencia de intereses al servicio de unos objetivos claramente definidos por el consenso entre las instituciones. De ahí que, con sus luces y sus sombras, esta forma de entender las relaciones del poder con la sociedad y el espacio haya sido sin lugar a dudas uno de los principales instrumentos de la imagen de calidad, prestigio e integración que el "hexágono" francés ha logrado ofrecer de sí mismo; una imagen que es al tiempo reflejo permanente del gran pacto de Estado sobre el territorio, que, desde la puesta en marcha de la DATAR hasta la Ley de 1995, se ha mantenido robusto frente a los cambios, a las alternancias y a las vicisitudes políticas de toda índole.


Hasta qué punto la ausencia en España de un mecanismo de estas características, aunque obviamente adaptado a las peculiaridades del modelo autonómico, ha supuesto un obstáculo para la superación de problemas territoriales y ambientales arraigados en el tiempo y todavía irresueltos, es algo sobre lo que tal vez conviniera reflexionar con la mirada puesta en la voluntad de alcanzar políticas de coordinación en estas materias entre las diferentes regiones españolas. Mientras esto no suceda, y al amparo del reconocimiento que en este sentido debiera otorgarse al Senado como escenario de encuentro y compromiso para una verdadera integración de las distintas perspectivas que convergen en el Estado, los problemas estarán a la orden del día, los agravios surgirán inevitablemente y persistirá, acentuándose incluso, la imagen de esa "España invertebrada" que tan bien definiera Ortega.


A falta de que este engarce interregional sea algún día realidad, las Comunidades Autónomas han logrado ejercer un protagonismo creciente en el campo de las decisiones con impacto territorial, haciendo suyo el importante margen de maniobra que les asigna el Art. 148 de la Constitución. Sería muy interesante, desde luego, valorar de qué manera se ha ido transformando España a medida que los gobiernos autónomos han hecho uso de estas prerrogativas y puesto en práctica un sinfín de actuaciones cuyo balance, sintéticamente expuesto, ofrece una mezcla heteróclita de logros incuestionables y dislates manifiestos. Es una forma tal vez demasiado simplista, pero el espacio disponible no da para más, de resumir el sentido contradictorio a que a menudo conduce la toma de decisiones cuando éstas aparecen simultáneamente guiadas, unas veces, por el afán de notoriedad y de capitalización política que aportan de inmediato las operaciones de mayor impacto, y otras, por el propósito de impulsar medidas diseñadas y aplicadas con el rigor y la coherencia necesarios para alcanzar la efectividad y equilibrio pretendidos.


A este crucial desafío se halla expuesta actualmente la Comunidad de Castilla y León, una vez que la responsabilidad contraída en la Ley 10/1998 ha tomado cuerpo en las Directrices de Ordenación del Territorio, dadas a conocer por la Consejería de Fomento y abiertas a debate público. No es una cuestión que deba pasar desapercibida ni mostrarse ajena a las inquietudes de la sociedad y de quienes la gobiernan, entre otras razones porque nuestra región y sus ciudadanos se juegan mucho en el empeño de cara a los horizontes que se perfilan apenas a cinco años vista. Aparte de por su dimensión natural y por la diversidad intrínseca que la distingue, Castilla y León se singulariza en estos momentos en España por una serie de tendencias y perfiles que definen un panorama dominado por la incertidumbre y por la endeblez de las estrategias capaces de integrar los problemas de la región en un plan ambicioso y coherente tanto por lo que respecta a la calidad de su diagnóstico como a la fortaleza de las medidas destinadas a ofrecer soluciones solventes, viables y debidamente asumidas por el entramado social.


Más allá del deslumbramiento que suelen ocasionar los grandes proyectos de infraestructura circulatoria, y que en realidad van eminentemente asociados a la condición de la Comunidad como obligado espacio de tránsito, es en los niveles de la reflexión cotidiana, en los ámbitos de la actividad profesional y laboral más sensibles y preocupados por las situaciones de atonía, donde se percibe, ya sea las ciudades o en el mundo rural, la auténtica envergadura de las insuficiencias existentes y, lo que es más grave, el peso de las inercias y pasividades que condicionan y ensombrecen las expectativas de futuro.


Si tal es el estado de ánimo que a menudo se detecta en el ambiente, hasta el punto de motivar una actitud de desaliento y abandono por parte de alguno de los sectores más activos y competentes de la sociedad, sorprende que esa sensación aflore con tanta fuerza cuando a la par se observan síntomas de dinamismo e iniciativas de crecimiento que inducen a pensar que no todo el panorama resulta tan sombrío como parece. Pero es ahí radica precisamente, a mi juicio, la principal contradicción en que se desenvuelve Castilla y León, la propia de una región donde coexisten desarrollos puntuales y situaciones de desolación demasiado generalizadas. Es la típica dualidad de un espacio en crisis y necesitado con urgencia de medidas que, superando la visión meramente sectorial de los problemas y no eludiendo la responsabilidad con todo el espacio, logren proyectarse en una vigorosa estrategia de Ordenación del Territorio cimentada en las tres premisas que la identifican, es decir, una decidida voluntad política para llevarla a cabo, una capacidad para movilizar en torno a ella al conjunto de la sociedad y la solvencia necesaria para elaborar un proyecto de desarrollo, prestigio y calidad de vida que sea al tiempo integrador, ilusionante y sin ningún tipo de exclusiones.

23 de septiembre de 2000

José Ramón Recalde: un recuerdo y un símbolo de libertad



El Norte de Castilla, 23 de Septiembre de 2000



Podrán destruir todas las flores, pero nunca detendrán la primavera” (Pablo Neruda, 1973)

Sucedió en Valladolid hace ya tres décadas, y, a pesar del tiempo transcurrido, permanece todavía lúcida en la memoria de quienes la compartimos la experiencia vivida cuando José Ramón Recalde pronunció una conferencia sobre “ Derechos Humanos y Sociedad Democrática” en la Facultad de Derecho. No hace mucho tuve ocasión de comprobarlo cuando, a comienzos de este año, salió a relucir la evocación y el significado de aquel acto en una agradable conversación mantenida con uno de sus hijos, con motivo de su presencia en nuestra Universidad como profesor invitado en uno de los Cursos del Centro Buendía. Según me dijo, habían sido muchos los testimonios recibidos sobre el alcance que las palabras pronunciadas por su padre habían tenido en el recinto vallisoletano a finales de los sesenta, cuando la intervención del entonces joven jurista constituyó un soplo de libertad y una prueba de rigor intelectual de los que tan necesitado se encontraba el mediocre ambiente universitario de la época.
No fue, en principio, un acto sencillo ni cómodo para sus organizadores. La tozuda resistencia del rector de entonces, un tal Suárez Fernández, habituado a reprobar con su conocida petulancia cualquier atisbo de crítica a la dictadura declinante, supuso un obstáculo que dilató en varias semanas la celebración de la iniciativa, finalmente posible merced a la firme actitud del Decano de Derecho, profesor José Antonio Rubio Sacristán, que una vez más hizo gala de su honestidad intelectual y de su inequívoca libertad de pensamiento. En realidad, se limitó, lo que no era poco en aquella situación, a autorizar la iniciativa propuesta por un activo grupo de alumnos universitarios del que, entre otros y como preludio de los prestigiosos profesionales que habrían de ser al cabo de los años, formaban parte destacada Gaudencio Esteban, Juan José Solozábal, Jorge Letamendía, Luis Arroyo y, cómo no, el inolvidable José Luis Barrigón.
Habituado a tomar notas de cuanto considero merece la pena, aún conservo fidedigno el testimonio de algunas de las opiniones y de los argumentos expresados por Recalde aquella tarde a lo largo de una intervención que se prolongó durante cerca de dos horas y media. Que yo recuerde era la primera vez que en la Universidad de Valladolid se aludía a ese tipo de cuestiones. Particularmente me viene a la memoria el impacto que, en un aula a rebosar, tuvieron sobre el auditorio dos reflexiones que, por infrecuentes en los foros académicos convencionales, resultaban tan novedosas como incitadoras del debate que comenzaba tímidamente a insinuarse en la vida política española. Tras hacer alusión a lo que podría suponer en España la necesidad de garantizar con ciertas posibilidades de éxito el tránsito a la democracia, más allá de las confrontaciones sociales, sobre los fundamentos de una Constitución apoyada en el consenso y en la reconciliación, insistió con fuerza en la convicción de que el afianzamiento de un régimen de libertades era inseparable de una solución decidida del problema vasco, consciente de que, de no ser así, el proceso desembocaría en una situación de inestabilidad y de riesgo para la supervivencia de un sistema democrático fuertemente condicionado en sus orígenes por la dilatada duración del régimen franquista. Evocadas ahora, ambas aparecen como ideas premonitorias de una realidad que, en líneas generales, ha ido evolucionando por los derroteros presagiados por Recalde, lo que no era si no la demostración de una gran perspicacia política y de una profunda sensibilidad por cuanto afectaba a la compleja realidad del País Vasco, que por entonces emergía como un problema del que muy pocos como él eran tan conscientes ni se mostraban tan alertados de sus implicaciones futuras.
Traigo a colación estos recuerdos y vivencias, conmocionado por el intento de asesinato de José Ramón Recalde y movido también por el deseo de situar aquel lejano acontecimiento ocurrido en Valladolid en la doble perspectiva que me lleva a valorarlo ahora no sólo como un homenaje a un demócrata ejemplar, sino como la expresión de la vertiente simbólica que encierra su figura en el panorama de extorsión y barbarie que está quebrantando el funcionamiento de la sociedad vasca y perturbando sin cesar la vida política española. Quien conozca lo que significa el matrimonio Recalde-Castells en Euskadi, y sobre todo en San Sebastián, podrá entender bien la idea que deseo subrayar. Si la trayectoria de José Ramón ejemplifica sin paliativos el sentido de la coherencia marcada siempre por una voluntad de lucha insobornable a favor de la libertad y de la tolerancia, en las mismas premisas se desenvuelven los esfuerzos llevados a cabo por María Teresa como artífice de un proyecto cultural progresista (la librería “Lagun”, situada en la donostiarra Plaza de la Constitución), frente al que se han cebado, con la maldad propia de los  miserables, quienes, desde la ultraderecha ayer o desde el nacionalismo fascista en nuestros días, consideran a la libre expresión de las ideas como la diana hacia la que proyectar su fanatismo y brutalidad. Por eso, atentar contra lo que esta pareja significa supone el más alto grado de perversidad hacia el que podía orientarse el terrorismo, precisamente porque en el centro de sus acciones de muerte ha situado a los símbolos más representativos de la democracia y de la libertad, imponiendo así una escala de terror que desborda con creces los atroces perfiles de la agresión individualizada.
La intención de asesinar a Recalde se inscribe, efectivamente, en esa estrategia que desde el vil asesinato de Gregorio Ordóñez no ha tenido otro objetivo que la aniquilación de figuras altamente representativas de la democracia municipal, de la intelectualidad progresista y del empresariado: en suma, de lo mejor y más creativo de la sociedad vasca, de lo que en mayor medida la prestigia y avala en España y el mundo, nombres emblemáticos cuya relación se suma a la de cuantos, con idénticas cualidades y connotaciones, han sido víctimas de la violencia mortífera en innumerables puntos del país. Cuando se observa tamaña vesania, y su persistente reiteración, no es fácil resistirse a la sensación de abatimiento, miedo e incertidumbre, por más que a veces quede contrarrestada por las manifestaciones de repulsa y condena promovidas por la ciudadanía con la intermitencia que ocasionan los atentados. 

Es el reflejo de un sentir popular que progresiva e irreversiblemente ha ido ganando fuerza en la calle para mostrar que, con el solo poder de la palabra o con la fuerza elocuente del silencio, somos siempre muchos más. No es fácil hacer previsiones ni anticipar el rumbo de los acontecimientos, pero de lo que tampoco cabe duda es de que, cuando son tantos los pilares amenazados del edificio social, político y económico vasco, cuando un sector del nacionalismo democrático se rebela contra la destrucción implacable de sus elementos más valiosos y considera como suyos a todos los perseguidos por la vileza terrorista, y cuando incluso, de seguir así, el Partido Nacionalista Vasco corre el riesgo de romperse de nuevo, algo, más pronto que tarde, tendrá que moverse en la dirección adecuada. Y lo hará necesariamente de la mano de todas las opciones democráticas responsables (incluido un PNV renovado), de la inquebrantable movilización ciudadana y de cuantos, como Recalde, sigan enarbolando la bandera de la paz, de la tolerancia, de la libertad y del desarrollo frente a la desolación, la muerte, la tribu y la ruina.

2 de diciembre de 1998

SENSIBILIDAD NACIONALISTA E INICIATIVA POLITICA



El Norte de Castilla, 2 de Diciembre de 1998


Durante la presente legislatura la cuestión nacionalista ha llegado a alcanzar en España cotas de tensión que no dejan de sorprender tanto a propios como a extraños. A quienes desde fuera del país examinan con curiosidad el decurso de los acontecimien­tos les resulta dificilmente comprensible el hecho de que, cuando se cumplen veinte años del referendum constitucio­nal, que tanto ha contribuido a la resolución de contenciosos históricos pendientes, todavía la configuración del modelo de Estado siga suscitando conflictos, alentando aceradas discrepancias y, lo que es más preocupan­te, manteniendo abierta una sensación de incertidumbre que nadie sabe con seguridad cuándo y cómo será definitivamente superada.


Pero es, sobre todo, en el escenario de los contactos y las relaciones labrados entre los españoles, donde el problema adquiere, como es natural, perfiles de confusión y enrarecimiento que en nada ayudan a afianzar la edificación sólida de ese espacio moderno y fecundo de convivencia que muchos creemos ha de ser España. Ciertamente, la densidad del clima tiene mucho que ver con los ambientes de controversia que periódicamente reverdecen con motivo de las campañas electorales o con circunstancias coyunturalmente propicias para enmarcar dentro de la polémica el resultado deseable de los procesos de negociación, habitual “tour de force” de la política española.

La historia reciente de nuestro país está jalonada por un sinfín de episodios de esta naturaleza, hasta el punto de que los efímeros momentos de libertad vividos desde el último cuarto del siglo XIX hasta nuestros días tienen en la voluntad de afrontar la cuestión de la estructura politico-territorial del Estado uno de sus principales factores de engarce, por más que, como bien se sabe, siempre resultaran fallidos hasta que la Constitución de 1978 trató de saldar un problema histórico, de cuya eficaz solución dependía la consolidación de la democracia.


Me inclino a pensar que la subida de tono a la que hemos asistido en los últimos meses augura que tal vez nos encontremos ante una etapa nueva, distinta de las anteriores, marcada por rumbos imprevisibles, sobre todo cuando se tienen en cuenta la fuerte carga emocional de los argumentos utilizados, las salidas extemporáneas de la mayoría de los líderes políticos, y la dificultad de encontrar, en medio de este pandemonium, opciones de salida realmente satisfactorias para todos. Nunca como hasta ahora se había llegado a una decantación tan rotunda de las posturas ni las razones blandidas para defenderlas se mostraban tan alineadas a favor de posiciones que, pugnando entre sí con escasas posibilidades de confluencia, han llegado incluso a amenazar con poner en entredicho el valor de compromisos - el texto constitucional o las mesas de Ajuria Enea y Madrid - que siempre se habían considerado como los firmes asideros de una voluntad compartida frente a cuestiones de particular relevancia.


En toda esta trayectoria la capacidad de iniciativa ha estado muy pocas veces en manos de quienes desde siempre habían defendido las reglas del juego ya consolidadas y aparentemente asumidas por todos. Desde la firma de la Declaración de Barcelona, en el pasado mes de Julio, toda una serie de hitos y de proclamas, cada vez con mayor resonancia y de todos conocidos, han ido reconduciendo unilateralmente la vida política española hasta desembocar en una situación confusa o, cuando menos, repleta de incógnitas, que solamente podrán ser despejadas cuando la clarificación de las ideas vaya acompañada de la voluntad política necesaria para la toma de decisiones que hagan posible la recuperación del pulso debilitado. Y es necesario que así sea porque, si nos atenemos al cariz de las actitudes en boga o de las que puedan de pronto aparecer en el futuro, el proceso puede acelerarse de manera muy sensible ante el venturoso calendario electoral que se vislumbra en el horizonte.


En mi opinión una parte sustancial del discurso planteado ha seguido poniendo el énfasis en la vieja polémica empeñada en confrontar la vitalidad “per se” de los nacionalismos periféricos con la obsolescencia de una visión castellano-céntrica de España, renuente a asumir la capacidad innovadora que aquéllos representaban como una realidad que, insatisfecha con el modelo de Estado cimentado en la Constitución, perseguía su afianzamiento en el contexto de la posición adquirida en una Europa integrada, en la que las reivindicaciones nacionalistas podrían encontrar una inserción más confortable y afín a sus pretensiones de autogobierno. Sobre esta argumentación, que los partidos nacionalistas vasco y catalán han sacralizado al máximo, se ha sostenido una estrategia que, cerrada a cualquier tipo de polémica, no ha hecho sino profundizar en la dicotomía señalada, hasta convertirla en una especie de fractura crónica entre territorios que es preciso a todas luces superar con inteligencia, audacia y sobre todo con auténtica capacidad de iniciativa política.


Es ésta, por tanto, una ocasión que invita a reflexionar sobre la construcción del Estado desde la perspectiva de los ámbitos político-territoriales que hasta ahora han permanecido silentes, aceptando recriminaciones sin cuento y faltos de reflejos a la hora de aportar ideas, creativas, innovadoras y de progreso, en un tema que a nadie, y menos aún cuando ostenta responsabilidades políticas, puede dejar indiferente. En este envite se echa, en efecto, de menos el caudal de reflexiones provenientes de Castilla y León, máxime cuando “a priori” se ve forzada a desempeñar dos funciones antagónicas y complementarias entre sí: la que se la asigna, por un lado, como artífice y expresión simbólica de una idea de España sometida a rechazo y controversia, y la que la compete, por otro, en su calidad de territorio necesitado de superar una imagen llena de tópicos y de reproches, muchos de ellos fraguados en el clima de simplificación intelectual, al menos por lo que respecta al entendimiento de Castilla, alumbrado hace un siglo y que cien años después es necesario modificar sin más dilaciones ni silencios clamorosos, entre otras razones porque la imagen que el noventayocho pretendió construir de España fue del todo inoperante, agravada por todo lo que sucedería después, para incorporar y dar respuesta a los regionalismos y nacionalismos emergentes.


Una modificación que sólo puede venir de la mano de actitudes que, eliminando trasnochados estereotipos, hagan de ella una región abierta e innovadora, en la que cobren idéntica fuerza las posturas defensoras sin reticencias de la plurinacionalidad del Estado y las que al tiempo subrayan las múltiples ventajas y oportunidades que se derivan de una visión integradora de los diferentes elementos que lo componen. Conciliar las ideas de pluralidad e integración, de reconocimiento del valor de la diferencia y de la solidaridad, e impulsarlas con la consistencia que otorga el propio convencimiento y la solidez de los argumentos esgrimidos, poniendo al descubierto toda la riqueza de connotaciones propositivas que entraña, puede convertirse en una de las principales contribuciones que desde Castilla y León cabría hacer en estos momentos de zozobra e indefiniciones, en los que ni la unilateralidad de los planteamientos ni su artificial confrontación ni los enfoques a corto plazo parecen aconsejables.


Por el contrario, abundar en la línea señalada no sería tampoco una sugerencia baladí para conmemorar con verdadero sentido del momento histórico el doble compromiso que para nuestra región presenta en este año de efemérides conseguir la eliminación de las falacias acuñadas sobre ella hace un siglo y sentar las bases que permitan articular, en el vigésimo aniversario de la Constitución, una reflexión moderna, abierta y con visión de futuro sobre las tres vertientes - político, cultural y constitucional - desde las que necesariamente ha de ser concebida la vigencia y razón de ser de un Estado en el que, al fin, nadie se sienta extraño ni incómodo.

5 de octubre de 1998

ELOGIO DEL MAESTRO


El Norte de Castilla, 5 de Octubre de 1998



Hace algún tiempo, y con ocasión de un debate sobre la situación de la Universidad española, una de los intervinientes, prestigiosa científica madrileña, me señaló que, a su juicio, entre los motivos a los que atribuir la crisis actual de la enseñanza superior no habría que olvidar la falta de reconocimiento de la función del "maestro" como un referente básico de la labor y de los proyectos en ella realizados. Siempre he pensado que esta reflexión, quizá cuestionable hoy para muchos por considerarla equivocadamente reaccionaria, no encerraba ninguna postura nostálgica ni tampoco se hacía eco de añoranzas por la desaparición de los viejos tiempos en que la vida universitaria gravitaba en torno a un limitado número de egregios profesores, que dominaban el ambiente con sus decisiones, ejerciéndolas con esa mezcla de paternalismo y soberbia que tantos sinsabores provocó en quienes se sentían inermes ante dosis excesivas de discrecionalidad. Por suerte, hace tiempo que estos talantes han quedado definitivamente relegados al olvido, aunque a veces se hayan visto sustituidos por intereses y corporativis­mos de nuevo cuño, mucho más mediocres y no menos sectarios que aquéllos.


Pero esa es otra cuestión, en la que ahora no deseo entrar. Mi defensa del maestro universitario, con toda la riqueza de matices y connotaciones que encierra el término, se debe a la convicción de que el proceso formativo del docente y del investigador sólo es realmente sólido y cobra consistencia cuando se fragua al socaire de la relación mantenida con alguien cuya autoridad intelectual, prestigio y profesionalidad le convierten en el depositario de ese enorme caudal de posibilidades capaces de enriquecer una trayectoria que de ninguna manera puede consolidarse en solitario o de forma meramente autodidacta. Da igual que quien merezca este tratamiento se encuentre cercano o distante en el espacio, que la diferencia de edad sea mayor o menor, que la relación se resuelva en un clima de sintonía o de permanente controversia. A la hora de la verdad todo eso es indiferente, porque de lo que se trata es de que la relación entre maestro y discípulo, construida en torno a un equipo y sobre la base de un proyecto sólido de descubrimiento y transmisión del saber, esté claramente definida por el margen de responsabilidades que compete a cada cual y por el propósito compartido de que el contacto sea gratificante para ambas partes y, sobre todo, provechoso para la que, por razones obvias, más tiene que aprender.


Si creo y defiendo estas ideas es porque la fortuna me ha hecho conocer y valorar en toda su plenitud las ventajas que entraña el haber disfrutado de un excelente maestro. Este rango se lo concedo con gratitud y sin reservas de ningún tipo al Profesor D. Jesús García Fernández, Catedrático de Geografía Física, que a finales de este mes concluye por edad su labor académica convencional para encaminarse, ya con todos los parabienes como profesor emérito, hacia una jubilación activa, es decir, sin ruptura alguna con la que ha sido una de las trayectorias científicas más fecundas y meritorias efectuadas en el Alma Mater vallisoletana. No voy a aludir a la importancia que ha tenido para mí una vinculación académica y científica que contabiliza ya siete lustros, en mi caso toda una vida. Circunscribir la valoración a una cuestión meramente personal empequeñecería la talla del personaje, pues la rebasa con holgura para convertirse en algo que, en justicia, no debiera pasar desatendido ni en la ciudad que le vió nacer ni en la región a las que ha dedicado la mayor parte de sus desvelos y muchas de sus contribuciones más conspicuas.


Quienes le conocen sabrán bien de qué estoy hablando y se mostrarán de acuerdo conmigo cuando afirmo que el conocimiento científico de Castilla y León sería muy distinto, y desde luego, mucho más pobre sin la ingente aportación llevada a cabo mucho antes de que se comenzase a hablar con propiedad de lo que hoy constituye, ya sin confusiones para nadie, el territorio de nuestra Comunidad Autónoma, tal y como quedó demostrado en el Primer Congreso sobre la región celebrado en Burgos en 1982, y del que fue su principal artífice. Sus trabajos sobre ella, como parte de una obra muy notable, han definido un modo de entender la realidad en el que encuentran perfecto engranaje la sensibilidad por la tierra y el análisis de los hechos sin concesiones a la especulación vana ni al tópico fácil. Asumiendo los enfoques empiristas y racionalistas que tanto prestigio aportaron a la Geografía Regional francesa, con los mimbres de pensamiento heredados de la Institución Libre de Enseñanza, y fiel albacea intelectual de ese gran maestro de geógrafos que también fue D. Manuel de Terán, su plasmación en el estudio de los ámbitos espaciales que le resultaban más afines - Castilla, como él la ha llamado siempre, la España Atlántica, concepto por él acuñado, o de Valladolid, entre otras líneas cultivadas - hizo de García Fernández un meticuloso indagador de la realidad espacial en todas sus manifestaciones y perspectivas. Una realidad que, tanto en su dimensión histórica como contemporánea, permitió ofrecer de manera integrada, coherente y con una articulación dialéctica sin fisuras la valoración de fenómenos y situaciones que hasta entonces se habían abordado de manera fragmentaria, superficial, más próxima al simple inventario que al documento trabado en el que ha de apoyarse la aportación científica digna de tal nombre.


En sus escritos ha sabido crear además un estilo inconfundible, muy personal, tan original como su letra manuscrita, y con la ventaja añadida de saberlos transmitir con la profundidad y voluntad divulgadora que unicamente pueden provenir de quien está seguro de lo que hace, fiel a unos enfoques que, resistentes al paso del tiempo aunque permeables a la reflexión crítica, han acabado por darle en buena parte la razón. En esta tarea no se ha encontrado sólo, pues, aunque los cambios en la vida universitaria hayan lesionado en los últimos años la supervivencia de la labor en equipo y provocado un exceso de atomización en la forma de organizar el trabajo, la huella de su magisterio se deja sentir, directa o indirectamente, en cuantos en Valladolid y en otras Universidades españolas y extranjeras se sienten tributarios de un entendimiento de la Geografía como ciencia dedicada a la interpretación integradora de las transformaciones espaciales y al servicio de la sociedad. Sin duda, estas cualidades han prevalecido a la postre sobre el contrapunto marcado por un talante peculiar, en el que se entremezclan ciertas dosis de orgullo, de franqueza sin concesiones y de rechazo hacia lo que no se corresponde con su visión estricta de las cosas.


Pero anteponer este argumento a la valoración objetiva de su encomiable bagaje universitario supone una distorsión impropia, sobre todo cuando, por encima de todo ello, prima el balance conseguido y la gallardía demostrada en la defensa de posturas y de actitudes que, en los años dificiles de la dictadura, eran respaldadas excepcionalmente por muy pocos. Tanto entonces como ahora García Fernández ha permanecido fiel a su ideario, sabiendo forjar, con sus iniciativas y su impresionante capacidad de trabajo, un legado que enaltece y prestigia a nuestra Universidad.