6 de diciembre de 2007

JUVENTUD QUE EMIGRA


El Norte de Castilla, 6 de Diciembre de 2007


Pocos temas han suscitado tanta atención en nuestra Comunidad Autónoma en los últimos años los problemas que aquejan a su realidad demográfica. Salvo excepciones, la mayor parte de los análisis posee ese nivel de madurez y concreción que permite hacer diagnósticos rigurosos y llegar a conclusiones fiables para comprender sus tendencias esenciales e interpretar correctamente tanto los problemas que afectan a la sociedad castellana y leonesa como sus perspectivas de futuro. Y es que la dinámica de la población no es sino el fiel reflejo de la economía de un territorio. Todos los procesos que desde esta perspectiva tienen lugar en él responden a los efectos derivados de las actividades económicas y, por tanto, de las estrategias que las orientan. Profundizar en esta relación de interdependencia se convierte en un ejercicio obligado cuando se detectan síntomas de alarma que exigen la toma en consideración de factores que, yendo más allá de lo estrictamente demográfico, posibilitan su mejor comprensión y tratamiento.


No es una apreciación sin fundamento la que destaca la importancia que tiene la pérdida de población juvenil en el censo de Castilla y León. Además de las numerosas referencias por parte de los más relevantes estudiosos de nuestra realidad demográfica, del problema se han hecho eco también un sólido informe auspiciado por el Consejo Económico y Social en el año 2002 y, más recientemente, el estudio de la Fundación BBVA – “Actividad y territorio: un siglo de cambios” - , uno de los análisis más completos sobre los impactos provocados por la movilidad de la población en España.


Como aproximación a la magnitud del fenómeno, bastaría señalar que, según datos contrastados, en lo que va de siglo XXI cerca de 110.000 personas entre los 16 y los 30 años han salido de la región, en su mayoría para encontrar empleo en otros ámbitos. Mas, con ser una cifra elevada, no se trata sólo de un hecho cuantitativo. Su alcance, cualitativamente hablando, es aún mayor si cabe, teniendo en cuenta lo que realmente significa la pérdida de población joven en una estructura demográficamente problemática. Representa sin duda la circunstancia que más debe alertar en la medida en que a ella aparecen asociadas las tres tendencias que determinan un proceso de alarma en la dinámica de una sociedad, a saber, el aumento progresivo del envejecimiento, el debilitamiento del capital humano y la desvitalización natural, en función de la mella provocada en los índices de natalidad y la fecundidad. La concatenación que tiene lugar entre estos aspectos debe situar, por tanto, al descenso de los niveles de población joven en el centro mismo de la preocupación socio-política sobre la cuestión y de las medidas encaminadas a afrontarla.


Precisar las causas que lo explican no es tarea fácil, a falta de una investigación a fondo sobre el tema, aún sin realizar. Con todo, no está de más, como contribución al debate necesario, apuntar algunas de las razones que pudieran estar en la base de esta preocupante tendencia. A mi juicio, resulta muy cuestionable el argumento que la atribuye a la falta de adaptación del sistema formativo a las necesidades de la oferta de empleo. Aunque siempre se puede avanzar en este sentido, es evidente que el nivel de preparación proporcionado por la dotación académica con que cuenta la Comunidad permite disponer suficientemente de la plataforma adecuada para lograr una buena inserción de la juventud en el potencial mercado de trabajo. Hay que recurrir, por tanto, a otras motivaciones que, por lo que puede percibirse, tienen más que ver con los dos aspectos que en mayor esgrimen quienes optan por orientar su vida fuera de la región en la que se han formado y a la que, en no pocos casos, desearían volver.


De un lado, existe para muchos jóvenes la percepción de que las oportunidades de empleo en Castilla y León son limitadas, de que las exigencias de experiencia previa acaban creando un círculo vicioso del que a veces es muy difícil salir, de que la precariedad de la contratación es excesiva o de que las expectativas de promoción y mejora, una vez logrado el empleo, no son precisamente alentadoras. Y, de otro, no es menor la comprobación objetiva de que la capacidad de iniciativa empresarial se encuentra muy por debajo de las posibilidades que en principio cabría esperar de una sociedad dinámica, comprometida con su territorio y dispuesta a asumir los riesgos necesarios a la hora de optimizar los recursos disponibles. Cierto es que la trayectoria económica de Castilla y León ofrece experiencias muy encomiables en la creación y gestión de proyectos empresariales innovadores, con un balance positivo en la generación de riqueza y empleo, al tiempo que han servido como plataforma de proyección comercial y tecnológica hacia el exterior. Pero también hay que reconocer que los valores inherentes a la cultura empresarial no presentan la dimensión generalizada ni la continuidad en el tiempo ni la escala que haga posible la consolidación de un tejido productivo con posibilidades a largo plazo y con capacidad de resistencia frente a los reveses de la coyuntura.


Afrontar la pérdida de efectivos juveniles con éxito no es tarea fácil, ya que las inercias en demografía suelen ser muy fuertes, por más que existan instrumentos reguladores que tiendan al fomento del empleo o traten de estimular políticas de rejuvenecimiento. Bastaría, sin embargo, conocer a fondo las causas que desde el punto de vista económico y social justifican este problema para intervenir decididamente sobre ellas con la firmeza y contundencia que la situación requiere. De ahí el interés que el recientemente llamamiento del Presidente de la Junta a fortalecer “el músculo financiero” de la región tiene como parte de una estrategia que, más allá de las declaraciones bienintencionadas, reafirme la convicción de que la competitividad y el prestigio de una región son indisociables del buen aprovechamiento de su capital humano.

3 de diciembre de 2007

Guatemala: entre la esperanza y la incertidumbre

El Norte de Castilla, 3 de Diciembre de 2007

Aunque las experiencias vividas en el conjunto de la región hayan sido en ocasiones terribles, no hay en todo el continente que se identifica con el Nuevo Mundo un espacio tan castigado y convulso como el istmo centroamericano. Si exceptuamos la singularidad política de Costa Rica, no cabe duda de que el tortuoso brazo de tierra que enlaza México con el ámbito andino ha acusado de manera crónica las huellas de la violencia y la desestabilización, casi tan patentes como las que revela una naturaleza que de cuando en cuando transmuta su espectacular magnificencia por las manifestaciones de la catástrofe más demoledora.

Pese a sus fuertes vínculos históricos y culturales con España, poca atención mediática suele prestarse, sin embargo, a este espacio, al que sólo se alude cuando algún hecho dramático lo afecta o su consideración parece episódicamente justificada en función de los intereses que desde fuera se concitan sobre la zona. Y pese a que las diferentes formas de cooperación al desarrollo dejan notar en nuestros días un legado nada desdeñable, lo cierto es que ante los grandes problemas que le aquejan prima el silencio cuando no la indiferencia, frecuentemente entendida por sus sociedades como la expresión de un inmerecido desamparo.

Reflexionar en estos momentos sobre lo que sucede en Centroamérica no carece de interés por dos motivos que conviene resaltar. De un lado, porque por primera vez en mucho tiempo todos los países de la zona gozan de una situación de estabilidad política, consecuente con el cumplimiento de los acuerdos de paz allí donde se ha logrado poner fin a larguísimas guerras civiles o, en cualquier caso, con la normalización del proceso democrático, finalmente resuelto en un ambiente político donde las alternancias no posibilitan sorpresas significativas, ya que las fuerzas en liza se autolimitan a márgenes de maniobra plenamente asumidos por los distintos contendientes. Y, de otro, porque lo que antaño era un rasgo distintivo, asociado a los enfrentamientos armados o a la feroz represión, hoy ha cedido paso al agravamiento de los problemas internos, reflejados en un panorama donde son patentes las tensiones motivadas por la pobreza, la extrema desigualdad, la violencia, la inseguridad, el narcotráfico y la corrupción, síntomas de un profundo deterioro en el que todos estos aspectos guardan entre sí íntimas correlaciones, en cuya génesis no son irrelevantes la crisis del Estado y la debilidad de los instrumentos institucionales.

Es en este contexto donde cobra importancia y suscita curiosidad el horizonte abierto con la reciente elección presidencial en Guatemala. Las particulares características del país (su magnitud física, su contigüidad con México, su fuerte componente indígena y una trayectoria histórica demasiado marcada por la violencia: (“uno de los países más desgraciados de América Central, de toda América Latina”, diría Ryszard Kapucinski) justifican la atención que merece la preferencia mostrada a favor de un candidato, Álvaro Colom, ingeniero industrial decantado hacia objetivos que tienen más que ver con la voluntad de justicia e integración social que con la defensa de la seguridad a ultranza que preconizaba su adversario, Otto Pérez, militar retirado y artífice de una campaña repleta de descalificaciones que con frecuencia alcanzaban niveles inaceptables en una sociedad democrática.

Es cierto que la figura de Colom no responde a priori a los perfiles que en Europa o en Sudamérica se adscriben al modelo de político socialdemócrata con el que él mismo se ha tratado de revestir durante la contienda electoral. No es un reproche que deba hacérsele, pues quien conozca la historia guatemalteca convendrá en que difícilmente es posible construir trayectorias políticas coherentes en un entorno tan inestable e inseguro. Colom ejemplifica la capacidad de resistencia del político que en la esfera civil ha tratado de mantenerse fiel a sus principios y objetivos incurriendo en contradicciones y altibajos que, más que por su personalidad, han venido impuestos por una realidad que en ese país ha ido modelando las trayectorias de sus mejores cuadros al compás de las exigencias a que ha obligado el elemental deseo de supervivencia.

Lograda la victoria con un margen muy ajustado, habría que remontarse a lo que fue la figura de Jacobo Arbenz a mediados del siglo pasado para encontrar un precedente asimilable, aunque las circunstancias históricas condicionantes de las perspectivas de ambos no tengan ya nada que ver. En este escenario la sociedad guatemalteca más sensible a los problemas de su sociedad y de su tiempo, la que abomina de una etapa política que se encuentra entre las más funestas de Latinoamérica (no es fácil olvidar una guerra civil de 36 años), la que busca con esfuerzo su lugar en el mundo y pugna por una mayor transparencia y sentido de la justicia en la acción de gobierno, mira con cierta esperanza la nueva etapa que se ha abierto tras las elecciones. No hay que esperar a la toma de posesión del nuevo Presidente para adquirir conciencia de la gran expectación suscitada a través del particular debate que está teniendo lugar como expresión de una inquietud centrada en la composición del nuevo gobierno, en la relación que ha de mantener con los municipios (una realidad muy activa y de gran resonancia ciudadana), en la orientación de la política social y en las que hayan de ser las primeras medidas en sintonía con el programa defendido, ante el convencimiento de los grandes obstáculos que sin duda van a entorpecer su labor.

Demasiadas incógnitas a la vez para incurrir en el optimismo, de momento reemplazado por una actitud repleta de incertidumbres sobre lo que habrá de ser el gobierno de la Unidad Nacional de la Esperanza - tal es el nombre del partido ganador - para el futuro del tan atormentado como hermoso país de los mil colores.

14 de noviembre de 2007

¿Quo vadis, Argentina?


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El Norte de Castilla, 14 de Noviembre de 2007
En una de las paredes exteriores del edificio central de la Universidad Nacional del Sur, en Bahía Blanca, hay una inscripción que dice: “Cuidado: por aquí se entra al laberinto de la realidad”. Aunque sin duda alude al juicio que merece la siempre crítica situación universitaria argentina, no es desacertado aplicarla a lo que sucede en el país que acaba de salir de una contienda electoral agotadora con resultados que hacía tiempo eran previsibles. Y es que adentrarse en la evolución política de Argentina nos lleva a un escenario que no admite parangón con ningún otro país del Cono Sur latinoamericano. Las fronteras entre opciones electorales que en Chile, Brasil o Uruguay aparecen coherentes con lo que ocurre en Europa, aquí están difuminadas en un heteróclito abanico de candidaturas que se modelan de manera oportunista durante la campaña, se modifican al albur de los sondeos, se contradicen en sus mensajes y, sobre todo, se supeditan en exceso a la imagen personalista de quien las encabeza, adobadas a menudo de una dosis de populismo expuesto sin ningún rubor.

No es posible entender el momento actual de Argentina y sus horizontes de futuro sin analizar de qué manera ha logrado superar la profunda convulsión vivida en 2001: “un embudo siniestro y colosal que nos arrastró a las cavidades del infierno”, como lo define Marcos Aguinis. Como un estallido brutal, afloraron los problemas larvados durante la etapa de Menem y que De la Rua fue incapaz de afrontar. La crisis económica, asociada a una paridad ficticia del peso con el dólar, al deterioro galopante de la competitividad y de la producción, al engrosamiento desbocado de la deuda externa y a la evasión masiva de capitales, derivó de inmediato en una catástrofe política de enorme envergadura, que llevó a la ciudadanía a proferir aquella terrible frase, nunca oída en otro país, de “¡Que se vayan todos!”, reflejo de hasta qué punto la imagen de los políticos se hundía sin remisión. Visitar Argentina en aquellos años era desolador: sentimiento de frustración histórica, deseo de abandonar el país, falta de proyecto personal y profesional, sensación de que no había nada que hacer, vivir al día…

La presidencia de Néstor Kirchner introdujo un cambio de rumbo que llamó la atención por sus aspectos de forma y también de fondo. Proveniente de la provincia patagónica de Santa Cruz, donde había sido gobernador, las directrices de su acción de gobierno estuvieron marcadas desde el primer momento por la voluntad de establecer claras distancias con sus predecesores para así de demostrar que no era uno más. Los análisis que se han hecho sobre su labor son redundantes cuando describen un modo de actuación en el que se mezcla la contundencia (supeditación de las Fuerzas Armadas, derogación de las leyes de punto final, postura de firmeza frente las empresas extranjeras, voluntad de demostrar independencia de las siglas convencionales, estilo iracundo…) con la toma de decisiones que, en el ámbito económico, no han hecho si no poner en práctica lo que parecía inevitable: devaluación del peso, fomento del comercio exterior en un clima coyuntural favorable y renegociación de la deuda con el FMI. La responsabilidad que en ello concierne a Roberto Lavagna, candidato en estas últimas elecciones, es clave. Si durante los últimos cuatro años, Kirchner ha gozado de niveles de aprobación insólitos en la historia argentina, este reconocimiento no es indiferente al hecho de haber logrado, gracias a Lavagna, fortalecer su posición competitiva en el comercio internacional, mientras afianza su proyección comercial en relación con Europa y se consolida como un país fuerte dentro de MERCOSUR, ampliando al tiempo sus conexiones con el mundo andino.

Mas cuando se examina de cerca este proceso de recuperación las cautelas no son pocas. Desde la perspectiva económica Argentina no ha modificado de momento un ápice sus pautas de crecimiento clásicas. Dos pilares lo sustentan: la exportación masiva de productos agrarios, en la que a los tradicionales rubros de cereal y ganado se ha unido el espectacular impulso de la soja (expandida a costa de las superficies de uso pecuario) y el turismo, que acude a Argentina al socaire de sus buenos precios y de sus espectaculares bellezas naturales. Sin embargo, y pese a disponer de excelentes profesionales, no hay innovación, la industrialización está casi paralizada, los salarios son muy bajos, la inflación supera los dos dígitos y la modernización de los servicios a las empresas ni se plantea. Entre tanto, el modelo político kirchnerista retoma en esencia los cánones sustentadores del peronismo de siempre, de esa mezcla de populismo y voluntarismo posibilista, que anega otras formas de hacer política e impide que otras opciones alternativas puedan competir en igualdad de condiciones. Cristina Fernández, respaldada por un aparato mediático y gubernamental impresionante, ha sido elegida sin efectuar ningún debate ni someter a la controversia con los demás candidatos un programa vacuo e intrascendente.

Con todo, los reclamos para que las cosas sean de otro modo no cesan de plantearse. Baste mencionar la reflexión publicada por Enrique Kleppe en “La Nación” tres días antes de las elecciones: “Necesitamos un partido que con entidad suficiente, conducta y buen proyecto, logre galvanizar el hartazgo social, diferenciarse, ser creíble y desatar la movilización que inaugure una nueva y fundacional manera de hacer política, en la que pueda florecer la Argentina que merecemos”. “La Argentina que merecemos”: ese era precisamente el lema de campaña de Roberto Lavagna, el gran ministro que sacó a Argentina del infierno económico de 2001, que ahora presentaba un verdadero plan de recuperación y que ha visto frustradas sus aspiraciones. Una oportunidad perdida.

8 de octubre de 2007

Universidad pública y competitividad


El Norte de Castilla, 8 de Octubre de 2007



En uno los sondeos de opinión efectuados por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) a mediados de este año destacaba la observación de que la Universidad era, en ese momento, la institución más valorada por la sociedad española. Aunque la referencia apenas suscitó comentarios en la prensa o en los foros académicos, no faltaron quienes en el mundo universitario mostraron ante la noticia una actitud de cierta perplejidad: ¿cómo es posible – se preguntaban – que con todos los problemas que la aquejan, sus carencias, sus contradicciones y defectos, con todas esas imputaciones que a menudo se la hacen, unas injustas y otras más fundamentadas, sea la institución universitaria merecedora de tan alto reconocimiento, por encima de la administración de justicia, del empresariado o, a distancia notable, de quienes se dedican al ejercicio de la política?.


Sin otra pretensión que la de apuntar ideas en torno a una cuestión necesitada de un debate más a fondo, me permito señalar que la valoración de la Universidad, recogida en la encuesta del CIS, puede deberse al hecho de que la sociedad hace caso omiso de aquellos aspectos de funcionamiento críticos que, por complicados o ajenos a la preocupación ciudadana, pueden pasar desapercibidos o minimizados. En su lugar, reconoce, en cambio, y con toda la carga meritoria que posee, lo que verdadera revalida el alcance social de las actividades universitarias en aquello que realmente la distingue, esto es, la labor realizada en el desarrollo del conocimiento y en la transmisión de los saberes y destrezas que cualifican para el ejercicio profesional o, en todo caso, contribuyen al enriquecimiento intelectual de quienes de una u otra manera acceden a sus enseñanzas y aportaciones científicas.


Ahora bien, aunque estos atributos sean consustanciales a la Universidad, y, por lo que se ve, sigan influyendo positivamente en su imagen, nadie puede ignorar que el prestigio socialmente adquirido no constituye un valor en sí mismo más que en la medida en que logre estar preservado de las disfunciones que pueden llegar a cuestionarlo en unos momentos en los que las perspectivas universitarias se hallan expuestas a transformaciones decisivas, capaces de poner a prueba la solidez de sus aparentes o reales fortalezas. Se avecinan, en efecto, tiempos de cambio trascendental, cuya incidencia se ha de mostrar inevitable tanto en el diseño de las titulaciones o en la configuración de las plantillas como en los mecanismos de gestión responsables de sus estrategias básicas de funcionamiento. A la vista de cómo se están planteando los hechos no es aventurado afirmar que en estos momentos la Universidad es, en el sistema institucional europeo, la organización abocada a mayores transformaciones, que en esencia se apoyan en una premisa que conviene asumir: la necesidad de hacer compatible su condición de servicio público con la inevitable asimilación de las lógicas inherentes a la eficacia y la competitividad del sistema. Lejos de suponer una contradicción, este planteamiento permite entender hasta qué punto del modo en que cada Universidad, al amparo de la autonomía reconocida, ejerza sus funciones va a depender algo tan fundamental como la consolidación de su prestigio y la posición que puedan alcanzar las respectivas capacidades de cara a un sistema de relaciones cada vez más abierto y exigente.


La eficacia ha de ir indefectiblemente asociada a la calidad de los servicios prestados. Una exigencia tan ineludible como necesaria, pues ya no basta con que las Universidades ejerzan de manera convencional las actividades que les son propias sino que es indispensable dar a conocer cómo lo hacen, para qué lo hacen y con qué resultados, entre otras razones porque la sociedad, los organismos responsables de su financiación, los procesos de competencia, la dinámica de la diferenciación y las metas de calidad y excelencia incorporan una perspectiva evaluadora y de verificación de resultados que en modo alguno es posible cuestionar.


El compromiso a favor de la calidad integral de las responsabilidades universitarias, garantizado por las medidas e instrumentos – de ahí la importancia de la evaluación y sus efectos incentivadores – que permitan lograr avances irreversibles en esa dirección representa el más sólido soporte para el robustecimiento de su competitividad. A quienes cuestionan este concepto aplicado al complejo y diverso ámbito que nos ocupa, convendría advertirles de que una Universidad pública competitiva ni es en principio excluyente ni ha de primar unas vertientes de su actividad científico-docente frente a otras ni representa tampoco una amenaza para el aprovechamiento de todos los recursos, opciones y enfoques que en ella se cultivan y confluyen. Se trata, por el contrario, de entenderla, y de acuerdo con Vicente Guallart, como la capacidad que han de tener las organizaciones “para crear estructuras que respondan a las oportunidades y los retos del entorno en el que operan y a la velocidad adecuada”.


Es, en suma, sobre la base de esta simbiosis que en el nuevo horizonte se impone entre eficacia cualitativa y competitividad como la Universidad debe asegurar y fortalecer a la vez su condición de servicio público y de espacio crítico y libre, sin descuidar las ventajas que derivan de poner el mercado al servicio del bien público. De ese modo, no sólo se evitaría que la reputación aún mantenida pueda verse deteriorada, sino que al tiempo se podría aprovechar el amplio margen de posibilidades que, en un mundo globalizado, existe cuando son bien gestionadas sobre la base un modelo de Universidad en el que el saber y la innovación aparezcan debidamente imbricados y al tiempo acreditados por el paradigma de la calidad integral del sistema.

20 de septiembre de 2007

Universidad y Cooperación al Desarrollo


El Norte de Castilla, 20 de Septiembre de 2007



No es posible dejar de considerar a la pobreza como uno de los fenómenos más graves de nuestro tiempo. El “germen de todos los males”, en atinada expresión de Jeffrey Sachs. La desigualdad entre regiones y países del mundo nos alerta cada día con manifestaciones lacerantes sobre los fuertes contrastes que desde la perspectiva del desarrollo separan a las sociedades hasta alcanzar niveles de disparidad nunca conocidos en la historia de la Humanidad. Es cierto que la propia noción de subdesarrollo, a la par que su dimensión espacial, ha ido evolucionando merced a los cambios que, con incidencia variable, han tenido lugar en ese amplísimo escenario – el antaño llamado Tercer Mundo - que en los años setenta y ochenta experimentó fuertes transformaciones, que diversificaron la relativa homogeneidad de sus indicadores y tendencias para dar origen a un proceso gradual de diferenciación, en el que si unos han logrado conectar con la lógica del mundo desarrollado, otros se ven sumidos en la crisis, en la marginalidad o en el acusado debilitamiento de sus instituciones de gobierno y gestión como actualmente sucede en no pocos países de África, Asia o Latinoamérica.


No descubrimos nada nuevo al afirmar que la desigualdad, con sus estigmas de exclusión y de miseria, define de forma dramática el mundo actual, ofreciendo en ocasiones tintes de desolación, bien manifiestos en la tragedia de los flujos inmigratorios descontrolados que hoy adquieren en Europa Occidental, y particularmente en España, su grado más alto de tensión y de mayor dificultad de tratamiento. Ante problemas de tal envergadura no cabe adoptar actitudes de indiferencia, pues se trata de situaciones que ni nos son lejanas en el espacio ni pueden resolverse con posturas demagógicas o de rechazo visceral. Son realidades cercanas, acuciantes e imposibles de eliminar de la percepción del mundo en que vivimos.


Si, desde luego, nunca será la panacea que permita poner fin a una situación asociada a la persistencia de graves factores estructurales, tampoco cabe duda de la importancia que en este sentido ha de concederse a los mecanismos de solidaridad apoyados en la cooperación al desarrollo, entendida en su vertiente más rigurosa y profesionalizada. Numerosos son los testimonios que avalan los resultados conseguidos a través de programas y proyectos de cooperación gestionados por las instituciones o por las organizaciones no gubernamentales. Su esfuerzo no debe quedar empañado por la improvisación de que a veces adolecen algunas intervenciones aisladas o por los escándalos que puntualmente denuncian el riesgo de que, bajo los objetivos de la cooperación al desarrollo, puedan aflorar hechos que traicionen la confianza otorgada. La necesidad de cautelas frente al despilfarro o la corrupción, así como la evaluación rigurosa de resultados, se imponen en nuestros días como principios básicos de actuación, sólidamente respaldados por la garantía que aporta una actividad de cooperación cuando ésta se apoya en la formación y en la debida solvencia y honestidad de quienes la ejecutan o la dirigen.


A este respecto no es baladí el papel que compete a la Universidad. Necesariamente sensibles a cuanto sucede en la realidad que las rodea y conscientes de los problemas de su tiempo, las Universidades tienden a asumir las responsabilidades que ineludiblemente las corresponden como espacios de reflexión y formación en un tema de tanta trascendencia. Las experiencias en este sentido son abundantes y en algunas de ellas han conseguido ya una prestigiosa acreditación, que respalda la conveniencia de abordar este compromiso con las herramientas de que se disponen, es decir, la capacidad científica, el conocimiento empírico, la valoración crítica a partir de la experiencia comparada y la proyección internacional.


Son instrumentos a disposición del amplio abanico de potenciales expertos relacionados con la gestión de los proyectos capaces de incidir positivamente en la mejora de las condiciones de vida y de actividad de las sociedades hacia las que se dirigen. Teniendo en cuenta que es un campo de acción en el que se observa una creciente participación de las administraciones públicas, bien a escala autonómica o local, justo es señalar que su presencia se verá sensiblemente reforzada a medida que los proyectos impulsados sean acometidos dentro de las coordenadas que, tanto desde el punto de vista técnico como estratégico, aseguren el mejor cumplimiento posible de los objetivos pretendidos. Eficacia y solidaridad son términos complementarios en la ejecución de ese amplio abanico de opciones hacia el que se proyecta la conocida como cooperación descentralizada al desarrollo.


Por fortuna, la Universidad de Valladolid se incorpora a partir de este Curso al elenco de Universidades comprometidas con esta dignísima tarea. La realización de un celebrado Curso sobre esta temática por parte del Centro Buendía en Marzo de 2006 ha tenido, al fin, continuidad en un ambicioso proyecto formativo que aúna e integra las capacidades intelectuales que en las diversas áreas del saber comparten esta misma sensibilidad, enriqueciéndola con sus metodologías respectivas. El Curso de “Especialista Universitario en Cooperación Internacional para el Desarrollo”, en el que al tiempo colaboran la Gerencia de Servicios Sociales de Castilla y León y la Coordinadora Castellano Leonesa de ONGs para el Desarrollo, pretende ser algo más que una mera relación de contenidos y de prácticas. Trata, ante todo, de satisfacer el objetivo que lo justifica, esto es, el de proporcionar una formación especializada que permita a quienes lo cursen ejercer de técnicos capacitados para trabajar en el ámbito de las instituciones y organizaciones sociales dedicadas a tan encomiable propósito.


10 de agosto de 2007

Ciencia y politica frente al riesgo ecológico


El Norte de Castilla, 10 de Agosto de 2007


Cuando se violentan en exceso los procesos naturales, la naturaleza suele responder con furia acrecentada. Indómito y flexible a la vez, sujeto a las pautas de evolución y de equilibrio características del dominio ecológico al que pertenece, el medio físico se rebela si se le maltrata. La historia de la Humanidad es pródiga en ejemplos que evidencian hasta qué punto las intervenciones indebidas sobre el medio acaban siempre pasando factura, con serios perjuicios para sus responsables y, lo que es peor, para las generaciones que les suceden. Hace años, mucho antes de que la noción de desarrollo sostenible se impusiera como uno de los grandes paradigmas de nuestro tiempo, el geógrafo Jean Tricart ya advertía en su clásica “La epidermis de la Tierra, con la credibilidad que aporta la experiencia acumulada, de los efectos negativos que inevitablemente resultan de la modificación de los equilibrios que articulan el funcionamiento de las estructuras ambientales, debido a su condición de sistema integrado, en el que sus componentes mantienen entre sí estrechas interdependencias, de modo que cualquier perturbación en ellas ocasiona inestabilidades, cuya gravedad varia en función de la irreversibilidad de los factores desencadenantes de los impactos.


Si las aportaciones científicas sobre el comportamiento de las dinámicas naturales son harto elocuentes, la metodología aplicada a la prevención de los riesgos goza también de una fecunda madurez. En la Unión Europea reviste además dimensión operativa a través de ese instrumento que comenzó a adquirir carta de naturaleza a mediados de los ochenta y que, conocido como “evaluación de impacto ambiental”, permite valorar el alcance de las implicaciones ambientales que una determinada intervención antrópica pueda traer consigo, orientándola así en la dirección menos lesiva para el entorno natural. Es un concepto arropado por protocolos técnicos rigurosos y por un amplio y valioso soporte empírico, aunque no siempre atendido con la diligencia que, desde la visión política, debiera merecer.


Sorprende que con el nivel de desarrollo alcanzado por los conocimientos científicos sobre el tema, suficientemente ilustrativos de la situación de riesgo latente en que nos encontramos ante las crisis medioambientales, sobrevengan episodios críticos generadores de fuertes tensiones y que obligan al pago de un alto precio por cuanto deteriora la imagen del territorio y afecta a sectores esenciales de su actividad productiva. La magnitud alcanzada por la plaga de roedores (de la especie “Microtus arvalis”) que en los últimos meses está afectando a la Comunidad de Castilla y León, y que en algunas de sus áreas alcanza ya niveles de catástrofe, es una prueba inequívoca de los efectos provocados por factores causantes de la ruptura de un equilibrio natural, que por las razones que sean no se ha sabido detectar ni controlar. Está comprobado que la plaga alcanza en la cuenca sedimentaria – y especialmente en su tramo centro-occidental – su máximo nivel de incidencia, con repercusiones no registradas en ninguna otra región española, lo que sitúa a la nuestra en una situación anómalamente excepcional. Ello induce a abordar la cuestión desde una perspectiva estratégica, a fin de evitar que un problema que se ha mostrado cíclico en el tiempo, y sobre el que ya se disponía de advertencias plausibles, pueda tener en el futuro, de actuar correctamente, una recurrencia controlada.


Ante una crisis que reviste niveles de emergencia, las soluciones no pueden ser nunca dilatorias, excluyentes ni fragmentarias. Reconociendo la correcta intencionalidad que anima al llamamiento de los grupos de investigación que en las Universidades de la región están en condiciones de aportar soluciones eficaces, no se entiende, en cambio, el aplazamiento de sus iniciativas cuando el problema está en toda su virulencia ni, ante una situación de esta índole, el que no se haya planteado, o al menos así no ha trascendido a la sociedad, la toma en consideración de asesoramientos a mayor escala, habida cuenta de que en el fondo el problema no puede ser indiferente a los expertos que en España y en Europa se ocupan de la lucha contra las plagas ni, por supuesto, a los órganos que desde la Administración central tengan algo que decir, pues de su alcance como tema de Estado no cabe duda alguna. La delimitación de competencias nunca debe prevalecer sobre la cooperación ante el riesgo.


La toma de conciencia de lo sucedido ha de suponer una severa lección para actuar en el futuro con las herramientas que aporta la perspectiva integrada a la hora de acometer la gestión de algo tan delicado como es el medio ambiente y sus interacciones estructurales. Bastaría con tener clara, fuera de toda improvisación, la coherencia existente entre los tres estadios que la definen para mitigar los sobresaltos que eventualmente pudieran producirse. Y así, reafirmando, como punto de partida, el valor de la “prevención”, basada en el conocimiento científico de los procesos ecológicos dominantes en el territorio, de sus tendencias y de las amenazas previsibles, se antoja indispensable reconocer la importancia que tiene la “valoración” de la magnitud de los riesgos, cuando suceden, extremando el cuidado de su seguimiento y la evaluación de sus impactos directos e inducidos, pues sólo así será posible poner en práctica los mecanismos que hagan de la “intervención” el resultado efectivo de un conjunto de medidas ya previstas, de aplicación inmediata, sustentadas en el asesoramiento riguroso y en el valor de la experiencia comparada. En definitiva, un modo de actuar sobre el territorio en el que aparezcan firmemente imbricadas la calidad científica y la voluntad política.

2 de agosto de 2007

DOS EMPRESARIOS DE REFERENCIA


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El Norte de Castilla, 2 de Agosto de 2007
La casualidad nos ha situado ante dos sucesos luctuosos ocurridos casi en la misma fecha. Las muertes de Santiago López y de Jesús de Polanco han permitido evocar la vida y a la obra de dos personajes representativos de lo mejor del empresariado español en la segunda mitad del siglo XX. Poco importa que no se conocieran o que sus posiciones ideológicas y políticas discrepasen. Las disensiones que han afectado a la historia reciente de España, y que uno y otro vivieron, cada cual desde su perspectiva, con la intensidad propia de quien siente implicado de lleno en la trayectoria de su país, no han impedido que, a la postre, prevalezca el denominador común que los distingue como referentes a los que remitirse para ejemplificar, sobre la base de sus respectivos legados, lo mucho que significa su aportación al desarrollo y a la transformación positiva de las sociedades y de los espacios en los que desplegaron sus respectivos proyectos e inquietudes.

Esta valoración se basa en su identificación con la figura del empresario entendido en el sentido más encomiable del término. Es una categoría que lograron dignificar en medio de un panorama de dificultades e incertidumbres, poniendo al descubierto lo que verdaderamente acredita el espíritu de empresa frente a los intentos de trivializar el concepto y de atribuirlo indebidamente a cuantos presumen de tenerlo sin los requisitos inherentes a esta cualidad, es decir, la capacidad de iniciativa para la puesta en marcha de proyectos innovadores, la audacia frente al riesgo, la tenacidad en la lucha por objetivos de amplio alcance y largo plazo, la autoridad moral, el rechazo a las prácticas especulativas, el liderazgo para crear equipos solventes y el sentido de la oportunidad histórica. Rasgos, en fin, capaces de marcar líneas de comportamiento y de gestión que acaban cristalizando en obras sólidas, resistentes al paso de tiempo y que a la par implican efectos positivos, de gran impacto en sus entornos.

Si con razón se ha señalado la responsabilidad de Santiago López en la transformación de la ciudad de Valladolid como uno de los artífices del despegue industrial que hizo aflorar una nueva sociedad y una dinámica urbana sin precedentes, aunque no exenta de fuertes contradicciones, considero que su huella rebasa con creces la dimensión vallisoletana. Debemos mencionar su papel como uno de los impulsores de la moderna industria del automóvil en España, en la medida en que la creación de FASA - en la que como artífice de la iniciativa desempeñó también un eminente protagonismo la labor de Manuel Jiménez Alfaro - supuso, en un campo dominado por la acción pública, la materialización del primer gran proyecto planteado desde la iniciativa privada con criterios de racionalización tecnológica, que actuaría a su vez como catalizador de la presencia extranjera – en este caso, de Renault -, lo que le convierte en uno de los soportes sobre el que se apoyaría el fuerte despegue en los sesenta de la automoción en España al amparo de su atractivo para la implantación de las grandes firmas multinacionales del sector.

Al propio tiempo no es baladí el mérito que le cupo como polemista cualificado sobre cuestiones de interés económico que desbordaban la escala local. En el Departamento de Geografía le conocíamos como “el termómetro”, pues atentamente seguíamos el pulso de los cambios económicos a través los comentarios que con frecuencia realizaba en El Norte de Castilla y en otros medios sobre la evolución de la economía, en los que hacia alarde de una visión crítica, amplia de miras, siempre coherente con la defensa de la industria como motor del crecimiento, y con un horizonte que apuntaba al conjunto de la región, cuando esta dimensión era ignorada o considerada irrelevante. Sus reflexiones sobre los Planes de Desarrollo, que seguí de cerca, merecen ser recordadas como unas de las más perspicaces que en su momento se hicieron.

Tampoco fue tarea fácil la acometida por Jesús de Polanco cuando a mediados de los setenta supo entender lo que podría representar el proyecto periodístico concebido por José Ortega Spottorno y al que se adhirió, asumiendo gran riesgo y coste personal, consciente del decisivo papel que iba a desempeñar la información libre y de calidad en un proceso tan azaroso y complicado como iba a ser la transición a la democracia en España. Con la perspectiva que da el tiempo transcurrido, y sin olvidar las polémicas suscitadas en torno a la obra del editor fallecido, su acritud pierde consistencia frente a los méritos de una labor que suscita tanta consideración como respeto por parte de quienes con sus productos editoriales competían con él en buena lid. Decía Servan-Schreiber que “la calidad del periodismo se mide por el rigor y la objetividad de la información suministrada, por el rechazo a cualquier forma de sectarismo y por la fidelidad a los principios que amparan la libertad de expresión”.
Pues bien, más allá de las controversias que pudiera suscitar la trayectoria de la cabecera – el diario “El Pais” - identificada con la aportación de Polanco al periodismo, no cabe duda de lo que supuso su salida a la calle cuando todavía el horizonte de la democracia se mostraba confuso y la demanda de libertad e información, aun insatisfecha, era un clamor creciente en la sociedad española. Mucho tiempo ha transcurrido desde que Santiago López y Jesús de Polanco pusieron en marcha las iniciativas que les han singularizado, mas su impronta pervive en el recuerdo y en la realidad. Una impronta asociada a aquellas ideas - desarrollo, innovación, voluntad de cambio, visión de futuro – que ambos protagonizaron y a las que tanto debe la modernización de la España contemporánea.

10 de julio de 2007

Una legislatura decisiva


El Norte de Castilla, 10 de Julio de 2007


Castilla y León y la ciudad de Valladolid se enfrentan en los próximos años a una etapa decisiva de su historia. Con el horizonte que imponen los ciclos de la acción política esta etapa se identifica con la legislatura que acaba de comenzar, y de sus resultados van a depender muy directamente las perspectivas de desarrollo de la región a medio plazo así como la superación de algunas de las incertidumbres que condicionan la consolidación de su capital como ciudad sólidamente acreditada en el sistema urbano regional, español y europeo.


Es una reflexión pertinente, alertados por las circunstancias que confluyen en el tiempo para definir con perfiles nítidos los nuevos factores de cambio surgidos en el panorama internacional y español, avanzada ya la primera década del siglo XXI. No hay que olvidar que esta toma de conciencia sobre lo que significan estos factores de impacto (globalización de la economía, fuerte competencia entre territorios, desarrollo selectivo de los procesos innovadores, etc.) es percibida de modo sensible en nuestro entorno más inmediato, donde son muy activos los debates suscitados en regiones y ciudades europeas (algunas de ellas hermanadas con Valladolid), que se esfuerzan en analizar con rigor las tendencias en las que encuadrar sus estrategias de futuro, estructuradas a partir de un amplio abanico de opciones, instrumentos y medidas en cuya formulación se acoplan bien los requerimientos surgidos de la propia sociedad y los objetivos impulsados desde los propios órganos de decisión pública, fieles a los compromisos contraídos con una ciudadanía consciente y con los agentes sociales que la dinamizan y representan.


Los retos planteados a Castilla y León como consecuencia del nuevo tratamiento que ha de recibir al perder su condición de “región asistida” dentro de la Unión Europea son cruciales hasta el punto de que, bajo las nuevas premisas que inspiran su nuevo rango (como región adscrita al objetivo de “competitividad regional y empleo”), y debido a sus particularidades y problemas estructurales, pueden llegar a convertirla en un buen ejemplo a la hora de verificar las capacidades de quienes la gobiernan para lograr ese avance cualitativo e integral que la región necesita para asegurar su vitalidad demográfica y fortalecer su atractivo como espacio de oportunidad y de dinamización económica en todos los sectores.


Lograrlo en sintonía con la defensa de sus valores ambientales y patrimoniales, garantizando a la par los avances en la articulación interna de la región y en la percepción, lo más generalizada posible, de que el marco autonómico favorece realmente la búsqueda de equilibrios internos, apoyados en la valorización eficiente de los recursos de todo el territorio, abre un campo de perspectivas mal avenido con la inercia, con la autocomplacencia o con la pretensión de que los problemas y las contradicciones se resuelven por sí solos. Entiendo que este objetivo ha de basarse ante todo en la aplicación decidida y sin ambigüedades de la Ley de Ordenación del Territorio a través de la puesta en marcha de las Directrices Esenciales que permitan definir el modelo territorial que la región necesita así como las actuaciones encaminadas a conseguirlo. Dicho de otro modo, ésta que empieza ha de ser la legislatura en la que se emprenda una política activa, motivadora, y sostenible de ordenación territorial, poniendo fin a las numerosas contradicciones que han jalonado este proceso.

En este mismo contexto el futuro de Valladolid, más allá de los efectos sobre su centralidad de las potentes infraestructuras de transporte previstas, no es ajeno al margen de expectativas creadas para una ciudad en la que la dimensión estratégica y cualitativa de sus grandes directrices debe primar como criterio de actuación esencial. No de otro modo hay que entender los problemas surgidos ante la necesidad de atajar los riesgos de la desindustrialización, de preservar sus valores urbanísticos, patrimoniales y ambientales amenazados, de asumir la función que la corresponde en la organización racional de su caótico espacio metropolitano o de afianzarse al tiempo como ese núcleo de referencia al servicio de la mejor integración posible del espacio regional, superando recelos y desconfianzas que pudieran llegar a poner en entredicho la entidad y cohesión de un territorio tan propenso a las posiciones centrífugas.


Son en ambos casos tareas complicadas, pero necesarias en unos momentos en los que las expectativas de desarrollo de Castilla y León pueden verse lesionadas por los prejuicios intraterritoriales que todavía perviven. De ahí el valor de las múltiples posibilidades y ventajas que derivan de concebir la acción de gobierno como el ejercicio del poder apoyado en la cooperación fecunda entre los diferentes actores institucionales, lo que permitiría abrir nuevos espacios para el juego político, quizá entorpecido hasta ahora por visiones a corto plazo que han de ser sustituidas por perspectivas más coherentes con la magnitud de los cambios que, con visión de futuro, a todos han de afectar sin excepción y que sólo podrán abordarse si se tiene conciencia de que la fragmentación y la visión parcial de las soluciones conduce al declive de la competitividad territorial de Castilla y León, difícilmente recuperable si se debilitara en exceso o se minimizara el alcance de los riesgos que esas tendencias pueden llegar a suponer.

21 de marzo de 2007

Nicolás Castellanos, Premio "Luis Pastor" a la Solidaridad

En 2007 se otorgó por primera vez el Premio Luis Pastor a la Solidaridad. Fue concedido por unanimidad del Patronato de la Fundación Andrés Coello a Dos Nicolás Castellanos, quien desde hace décadas lleva a cabo una impresionante labor educativa y de apoyo a los más desfavorecidos en la ciudad boliviana de Santa Cruz de la Sierra. Me cupo el honor de justificar la concesión del Premio, lo que hice con estas palabras, pronunciadas en el acto celebrado en el Aula Triste del Palacio de Santa Cruz de la Universidad de Valladolid. 


Hacer del principio de solidaridad una opción de vida ante las desigualdades flagrantes y crecientes que aquejan a nuestro mundo, entender que sólo desde la comprensión de los problemas de los otros, pero que nos son propios y cercanos a la vez,  es posible contribuir a su conocimiento y solución, sentir que, frente al individualismo, la indiferencia o la resignación, la calidad de la persona se valora en función de la sensibilidad que muestre hacia los demás......éstas son las cualidades que han de adornar a las personas merecedoras del Premio a la Solidaridad Luis Pastor, cuya primera edición concede este año la Fundación Andrés Coello.

Dos han sido los objetivos que el Patronato de la Fundación ha querido resaltar especialmente con esta iniciativa: de un lado, el de asociar su imagen a la de un proyecto creativo que entiende el arte y la cultura como la expresión de la sensibilidad hacia los problemas y las necesidades de nuestro tiempo, abriendo la imaginación del artista y sus empeños culturales al descubrimiento de una realidad que en modo alguno nos es ajena;  y, de otro, el de ejemplificar el significado del premio en la figura de Luis Jesús Pastor Antolín que, desde la Universidad y desde los múltiples foros en los que dejó presencia imperecedera de su pensamiento y de su buen hacer, no cesó nunca en su empeño a favor de la causa de los más desfavorecidos. 

Lejos de ser un anacronismo, todos estos valores cobran en nuestro tiempo una dimensión renovada en la medida en que suponen una puesta en entredicho de posturas excluyentes a las que tan proclives son las sociedades contemporáneas, tan frecuentemente motivadas por el egoísmo o el menosprecio hacia los  diferentes. La recuperación de la dignidad humana es indisociable del reconocimiento que debemos otorgar a todas aquellas actitudes que marcan, por su coherencia y honestidad, un estilo de vida y un comportamiento impregnados por los patrones éticos de la solidaridad en escenarios difíciles, lo que muchas veces lleva a la renuncia de privilegios en aras de una voluntad de servicio y entrega que lleva consigo un estilo de vida con numerosas privaciones e incomodidades.

No son hechos frecuentes  pero tampoco excepcionales. Hombres y mujeres en todo el mundo despliegan lo mejor de sus esfuerzos, y durante la mayor parte de su vida, empeñados en mejorar las condiciones de vida de la gente con carencia de recursos y aquejada de dificultades que incluso llegan a limitar cuando no a entorpecer el disfrute de lo que la comunidad internacional asume y entiende como derechos humanos. Una conquista de la humanidad irrenunciable, por más que nos parezca una utopía. Mas el mundo también se construye con utopías, que pierden su carácter ilusorio cuando de realizaciones posibles se trata, y por las que hay necesariamente que luchar. En su discurso de despedida como secretario general de la ONU, Koffi Annan señalaba que “mientras haya una sola persona en el mundo carente de los derechos humanos más elementales, debemos entender que todavía queda mucho camino que recorrer en la erradicación de la justicia”. Y es que este es el gran reto al que siempre ha de estar enfrentada nuestra sociedad del desarrollo, del bienestar y del confort: el de procurar que las injusticias se resuelvan en un marco de cooperación y de toma de conciencia en el que todos y todas debemos estar necesariamente implicados. De ello depende sin duda nuestra dignificación como sociedad desarrollada, el valor de nuestra identidad como personas residentes en Europa y a la par conscientes de que pertenecemos a un mundo interdependiente.


Estos son los fundamentos sobre los que se sustenta el Premio que hoy concede la Fundación Andrés Coello en un lugar emblemático de la Universidad de Valladolid, con cuya colaboración ha contado para que este acto y este encuentro sea posible. Y lo hace por vez primera en la persona de Don Nicolás Castellanos, en la que ha creído encontrar la personificación de los valores, de las actitudes y de la coherencia que más expresivamente se concilian en torno al concepto de solidaridad. De prestigio avalado por una trayectoria muy dilatada, sus contribuciones a esta idea son de sobra conocidas pero es muy probable que nunca lleguen a ser suficientemente valoradas. Quien brillantemente ejerció como obispo de Palencia, hoy desempeña un  magisterio de amplísimo alcance en el Concejo boliviano de Santa Cruz de la Sierra. La labor allí realizada testifica la envergadura de los esfuerzos realizados en materia de vivienda, de asistencia sanitaria y, ante todo, de educación. Impulsor del Movimiento “Ningún niño sin escuela en Santa Cruz y en Bolivia”, ha hecho de la educación la espina dorsal de su proyecto de vida y de trabajo en uno de los países que se identifican como lo más profundo y crítico de la América Latina. De ese continente tan allegado a nosotros, que Luis tanto admiró y al que dedicó algunos de sus mejores afanes intelectuales, y que hoy recuperamos, siquiera sea por unos momentos, en la persona de Nicolás Castellanos, Premio a la Solidaridad Luis Pastor 2006, como símbolo inequívoco de los vínculos que nos unen con el mundo del subdesarrollo y que nuestro homenajeado representa con una dignidad y unos merecimientos universalmente reconocidos. 

5 de septiembre de 2006

Jesús García Fernández: Un ejemplo permanente de coherencia e integridad

El Mundo- Diario de Valladolid, 5 de Septiembre de 2006


Imbatible ante el desánimo durante toda su fecunda trayectoria vital, luchador infatigable en momentos difíciles de su vida familiar y profesional, entusiasta emprendedor de iniciativas singulares, alejado siempre de cualquier actitud de oportunismo o de vanidad, hombre animoso frente a las adversidades y entrañable compañero para quienes siempre le sentimos de cerca, Jesús García Fernández no ha podido vencer al único contratiempo frente al que, finalmente, se ha rendido. La muerte le ha sobrevenido tras una larga y denodada lucha contra la enfermedad, que supo afrontar con su entereza de siempre, empeñado hasta el último momento en dar salida a las inquietudes intelectuales que marcaron una de las trayectorias más fecundas y meritorias de la Geografía española y europea.

Recordar su figura en estos momentos no representa sólo la voluntad de dar testimonio de la tristeza que personalmente su desaparición pudiera ocasionar a cuantos, como en mi caso, tuvimos una estrecha relación con su persona y con su magisterio. Supone ante todo el deseo de evocar la personalidad y la obra de quien, como Catedrático de Geografía de la Universidad de Valladolid desde el año 1959, marcó con su esfuerzo y dedicación ininterrumpidos una etapa encomiable en el desarrollo del conocimiento sobre los cambios que han ido modelando la realidad espacial en todos aquellos ámbitos hacia los que se decantaba una curiosidad insaciable, y donde todos los temas de interés geográfico tenían cabida cuando de analizar sus aspectos principales se trataba.

Heredero del pensamiento liberal aplicado a la Geografía por su maestro Manuel de Terán, sus trabajos sobre la España Atlántica permitieron una interpretación global de lo que hasta entonces había sido entendido de manera fragmentaria. Logró también descubrir la importancia de la emigración española al extranjero, al tiempo que supo captar el sentido de las transformaciones ocurridas en los espacios rurales españoles y transmitir con lucidez el alcance de los dinamismos urbanos, logrando en ambos casos conclusiones anticipatorias de las tendencias que posteriormente la propia comprobación de los hechos se ha encargado de ratificar. En muchos aspectos del análisis territorial moderno fue sin duda un reconocido precursor, respaldado por las dos herramientas intelectuales que siempre le acompañaron: una sólida reflexión empírica apoyada en la información e interpretada a partir de una visión crítica frente a las simplificaciones y prejuicios habituales, y el recurso sistemático al trabajo de campo, convencido de que la toma de contacto con la realidad era la mejor garantía de solvencia científica. “¿Cómo entender lo que sucede si no lo examinamos en directo?”, solía decir a menudo.

Si todo ello le llevó a hacer de la Geografía un saber operativo, sensible y decidido a dar respuesta a los numerosos interrogantes que se planteaban en un mundo de intensas transformaciones, hay dos hechos que considero importante subrayar. De un lado, su servicio al reconocimiento de esta disciplina con la fortaleza que merece en la sociedad española e internacional. Impulsor de memorables encuentros de Geografía en la Fundación Juan March, fue el fundador y primer presidente de la Asociación de Geógrafos Españoles, experiencia que tuve el honor de compartir con él en su primera Junta Directiva a finales de los ya lejanos años setenta. Su nombre quedará indisolublemente asociado a una Institución que ha cobrado gran prestigio internacional y que opera como órgano vertebrador de los intereses y estrategias de los geógrafos en el complejo mundo de la actividad científica y profesional.

Y, de otro, especial relevancia merecen sus aportaciones sobre Castilla y León, posiblemente la principal preocupación intelectual a lo largo de su vida. Cuando nuestra Comunidad apenas insinuaba lo que habría de ser en el futuro y casi nadie la entendía como tal, García Fernández emprendió la tarea de dar a conocer las características y los problemas de un territorio del que muy pocos tenían la visión integrada que el proceso autonómico finalmente le ha concedido. Desde el año 1968 puso en práctica una de las iniciativas con mayor resonancia en la formación de los geógrafos y en el conocimiento de la realidad regional. Fueron los famosos Trabajos de Campo que anualmente, y sin ninguna ayuda institucional, se llevaban a cabo (sucesivamente en Villarcayo, en Aguilar de Campoo, en Villadiego, en Salas de los Infantes y en San Leonardo) con la finalidad de estudiar la morfología estructural de las montañas que rodean la región, y que habrían de ser el soporte de una sensibilización hacia los paisajes naturales de la Montaña Cantábrica y de la Cordillera Ibérica, en la que se formaron varias generaciones de geógrafos españoles y de otras áreas del saber.

De esta riquísima experiencia, que se prolongaría durante treinta y dos años, derivó la creación de una prestigiosa escuela de Geomorfología Estructural, con resonancias marcadas en varias Universidades del país, y que con el tiempo se tradujo en el reconocimiento que la de Alicante le hizo como Doctor “honoris causa”, donde su huella se hace hoy patente con especial notoriedad. Asimismo, y con carácter pionero, a él se debe el Congreso de Geografía, celebrado en Burgos en 1982, y considerado como el primer encuentro científico celebrado sobre la región antes de su reconocimiento como Comunidad Autónoma. Y qué decir, evocando su dilatada trayectoria intelectual, el valor de sus análisis sobre la crisis demográfica de Castilla y León, sobre la percepción que del hecho regional se ha tenido a través del tiempo, sobre la calidad de sus espacios naturales y de los riesgos que la amenazaban, o sobre la configuración urbana de Valladolid, que también se afanó por analizar e Interpretar antes que nadie; y, cuando nos remitimos, a su labor académica no es posible omitir su condición de artífice del Departamento de Geografía de la Universidad de Valladolid, cuyo prestigio a gran escala tanto le debe, y a su responsabilidad como Director del Colegio Mayor Santa Cruz, ejercida durante diecisiete años.

Cuidadoso defensor de su independencia y de un espíritu crítico a toda prueba, Don Jesús, como le hemos llamado siempre sus discípulos y alumnos, llevó a cabo su excelente tarea en solitario, a lo sumo aliviada por el esfuerzo de los equipos que le acompañaron en todas sus experiencias. Fue hombre de Universidad y perspicaz vigilante de su tiempo, tenaz en sus empeños y firme en los objetivos que ocupaban sus largas horas en el despacho universitario. Pero mucho me temo que no ha recibido de nuestra sociedad y de quienes la gobiernan el reconocimiento de que hubiera debido ser objeto. Alejado de los ditirambos del y hacia el poder, refractario a cualquier tipo de elación, no se ha cernido sobre él el relumbrón de la notoriedad y la vanagloria, quizá porque tampoco lo buscó. O porque no le interesara, ya que, en esencia, una de las principales razones de su vida no fue otra que la de luchar con coherencia e integridad por lo que creía sin esperar más recompensa que la que procura la satisfacción por la calidad del resultado conseguido.