17 de agosto de 2009

Después del incendio

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El Norte de Castilla, 15 de Agosto de 2009
Pocas imágenes resultan tan dramáticas como las que ofrece un paisaje lacerado por el incendio. Desolación, ruina, fealdad, impotencia, rabia incontenible. Son las sensaciones que se acumulan al comprobar los rastros de la destrucción provocada por el fuego, los efectos catastróficos de su huella tan atroz como inconfundible, tan nefasta como persistente. En estos casos la llama nada purifica, todo queda sumido en la negrura indiferenciada de la naturaleza desprovista de vida y de los matices y contrastes a que esta da lugar.

La tragedia del fuego se ha cebado con España con harta reiteración. Desde que tenemos memoria, el estigma de las llamas devorando el bosque sin control es algo percibido como una realidad insistente en el tiempo, que año tras año se repite como una especie de maleficio, hasta convertirse en una de las manifestaciones más dramáticas de la catástrofe ambiental en España, el país que ostenta la primacía de un hecho tan grave dentro del mundo mediterráneo. Y es que sobrecoge pensar lo que supone la ruina de un escenario natural construido laboriosa y lentamente a lo largo de ese tiempo prolongado que los elementos naturales, vivos y dinámicos, necesitan para configurar la trabazón en la que se asienta su personalidad ecológica, a sabiendas de que las interacciones que tienen lugar en él se encuentran permanentemente amenazadas por la intervención desestabilizadora ejercida por la acción humana o el accidente natural.

La magnitud del problema asociada al fuego, que en este año ha elevado la dimensión de la superficie afectada por encima de las 70.000 Has., hasta duplicar con creces la del año anterior, nos vuelve a situar una vez más ante una tragedia ambiental a la que nunca se podrá responder con la resignación o la indiferencia. No valen estas actitudes cuando la cifra se mantiene en niveles altísimos de incidencia (3.857 incendios a finales de julio 2009), tiende a incrementarse la superficie arrasada, al superar las 500 Has. de promedio, y su impacto desencadena efectos devastadores en áreas de especial calidad paisajística y medioambiental. Todos los incendios son lamentables, pero el hecho de que este año hayan sido pasto de las llamas comarcas tan emblemáticas como la turolense de Aliaga, el sector central de Las Hurdes extremeñas o la isla de La Palma eleva la gravedad del problema a la dimensión más preocupante y crítica, en la medida en que se trata de espacios naturales cuyo acreditado valor ambiental les proporciona ese atractivo en el que se amparan y en torno al cual gravita esa oferta de ocio tan costosamente fabricada como la opción capaz de superar las limitaciones históricas de su nivel de desarrollo.

Definen, desde luego, la misma realidad que al tiempo encontramos en el Valle del Tiétar abulense, víctima también de una catástrofe que se ha saldado con vidas humanas y con la devastación de uno de los ámbitos más singulares y representativos de la riqueza natural de las montañas españolas y de Castilla y León. Basta imaginar la nueva perspectiva que se divisa desde el Puerto de El Pico para sentir una verdadera conmoción. Quien se haya asomado alguna vez a ese balcón que invita a mirar en todas las direcciones, ampliando sobremanera los horizontes hacia los que se abre un riquísimo muestrario de estructuras y formas de vida en uno de los tramos más bellos y espectaculares de la Cordillera Central, no podrá por menos de tener ahora la terrible sensación de que una parte sustancial de sus experiencias viajeras más apetecidas se ha ido para siempre. Cuesta mucho hacerse a la idea de que las encinas, los castaños y los robledales, los alisos, abedules, álamos y fresnos, las pinedas y los piornales, y la interesante masa arbustiva y zoológica que los acompaña, han desaparecido o han sufrido la mella del impacto que dificulta o irreversiblemente paraliza sus procesos vegetativos.

Bien sabemos que el incendio es una ruptura brutal en la historia del paisaje. “Cuando un monte se quema, algo suyo se quema, señor conde”: así decía hace años una afamada viñeta humorística de El Perich, añadiendo esa alusión al aristócrata propietario en un anuncio oficial. No es verdad. Cuando eso ocurre, valores esenciales de nuestra cultura, cimentada en la percepción de una realidad física avalorada, se altera y se destruye. Y, aunque es cierto que la naturaleza es indómita y tiende a regenerarse, lo hace lentamente, los elementos que configuran su personalidad tienden a quedar distorsionados durante mucho tiempo por las consecuencias de una catástrofe que siempre se acompaña de resultados lesivos para el restablecimiento de los equilibrios perdidos y que tanto ha costado mantener.

Ante un escenario de alto riesgo como el que afecta a la España Mediterránea todas las cautelas son pocas cuando se trata de afrontar un riesgo que, aunque en su desencadenamiento se identifica con una determinada época del año, debe formar parte de las estrategias de conservación de la naturaleza de manera permanente, sin solución de continuidad. Conscientes de que el modelo de preservación de los ecosistemas naturales no puede ya responder a las pautas de gestión propias de una sociedad ruralizada, que tampoco, como nos recordaba el conocido poema de Antonio Machado -“el hombre de estos campos que incendia los pinares/ y su despojo aguarda como botín de guerra/ antaño hubo raído los negros encinares/ talado los robustos robledos de la sierra”-, era demasiado respetuosa con el bosque, se impone la búsqueda de la máxima eficacia y operatividad en la aplicación de los instrumentos de lucha contra el riesgo derivado del fuego en función, más allá de las inevitables medidas sancionadoras, de la relación de estrecha complementariedad que quepa establecer entre la investigación científica y la intervención pública, sin olvidar la relevancia que en este compromiso ha de asignarse también a la iniciativa privada.

Pues si hoy sabemos que las técnicas de teledetección permiten advertencias de plena fiabilidad en tiempo real, no es menos cierto que el esfuerzo que en este sentido compete a los programas preventivos, a medio y largo plazo, organizados y financiados sin tibieza por las Comunidades Autónomas resulta de primordial importancia. En suma, serían los que, en buena lógica, debieran sustentar los planes de innovación aplicados a la gestión integral del bosque, la cooperación entre las administraciones públicas implicadas y la sensibilidad ciudadana mediante señales de alerta más efectivas y contundentes que las hasta ahora llevadas a cabo.

24 de julio de 2009

La mirada que pervive

El Norte de Castilla, 24 de Julio de 2009


Todas las fotografías son irrepetibles. Cada una representa la imagen obtenida en un instante que nunca volverá a ser igual. Son documentos específicos que evidencian la elección de un momento con la finalidad de que perdure en la memoria y reproduzca para quien los realiza y quienes los contemplan las sensaciones que motivaron su registro para siempre. Ahí reside precisamente el valor de esas representaciones que nos llevan a acudir a ellas cuando deseamos dar perennidad al recuerdo y preservar los matices que, en ausencia de la prueba gráfica, corren el riesgo de quedar desleídos en la simple evocación.


La fotografía es una construcción cultural, concebida para descifrar, desde la perspectiva de quien la realiza, los matices de una escena que, una vez fijada en la imagen, se abre a toda suerte de interpretaciones. De ahí la capacidad que posee la buena fotografía para vencer su estatismo formal, su rigidez aparente, y ofrecerse como un panorama de referencias visuales susceptibles de cobrar dinamismo, vida y expresividad cambiante en función de las reacciones adoptadas por cuantos las miran, analizan o simplemente se deleitan con su contemplación. Walter Benjamín ya nos advirtió en su excelente Pequeña historia de la fotografía de la capacidad de esa forma de expresión para transmitir sensaciones invisibles al ojo corriente.


Cuando el intelectual comprometido con su sociedad y con su tiempo emprende la tarea de captar con la cámara cuanto sucede a su alrededor logra en ocasiones brindar muestras de un talento que el paso del tiempo no ha hecho sino corroborar. Si ya tuvimos no hace mucho en España la oportunidad de apreciarlo en la exposición de las imágenes recogidas por Ryszard Kapuscinski en África, muy recomendable es apreciar la sensibilidad desplegada por Émile Zola a través de las fotografías que revelan una afición para muchos desconocida y que ahora es dada a conocer en una exposición sencilla y al tiempo clarificadora de hacia dónde se encauzaba la sensibilidad estética del ilustre escritor francés, que tanto hizo por la causa de la libertad y de los derechos humanos.


El intelectual que supo interpretar como pocos la realidad de su época convulsa tuvo la coherencia de hacer suyas las posibilidades aún en ciernes de una asombrosa herramienta de expresión, que le permitió, a través de la fotografía, sintonizar con las ideas impresionistas que marcaron con letras de oro un episodio excepcional en la historia de la pintura europea. No hay que buscar en la muestra grandes escenarios en el despliegue de esta sensibilidad. Basta con ser testigo de lo que representa lo inmediato, lo que se tiene cerca, lo que cambia en el entorno, lo que se renueva y permanece, para dejar constancia de una realidad que acaba trascendiendo al autor para convertirse en una obra de arte imperecedera. La que deriva del compromiso consciente con el momento histórico que le ha tocado vivir y que no podía quedar relegado a la desmemoria.

15 de julio de 2009

El sorprendente blindaje de la lengua catalana


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El Norte de Castilla, 15 de Julio de 2009
Frente a las ambigüedades de que, en opinión de numerosos especialistas, adolecen varios aspectos de la Constitución española hay uno que en su formulación no admite duda. Nada de confusión encierra, en efecto, el Art. 3º cuando, tras subrayar que “el castellano es la lengua española oficial del Estado, que todos los españoles tienen el deber de conocer y el derecho a usar”, ratifica la cooficialidad de las demás en sus respectivas Comunidades Autónomas, identificando a las distintas modalidades lingüísticas de España como un patrimonio cultural “que será objeto de especial respeto y protección”. Tratándose, pues, de una cuestión definida con claridad en la norma básica, lo lógico sería pensar que el paso del tiempo, la consolidación del modelo autonómico, el consenso alcanzado en sus directrices primordiales y la propia evolución de la sociedad, abierta a un panorama en el que las identidades coexisten con el desarrollo de vínculos proyectados a escalas más amplias, se han encargado de eliminar viejas reticencias y asumir las ventajas que derivan de las relaciones de complementariedad y enriquecimiento mutuo en un Estado complejo como el nuestro, donde la defensa de todas las sensibilidades culturales se halla suficientemente garantizada. Decir lo contrario es faltar, interesadamente, a la verdad.
De ahí que no dejen de sorprender las sensaciones contradictorias con las que a menudo uno se topa cuando entra en contacto con la realidad catalana. Al menos son las que yo he experimentado durante una reciente visita a Barcelona por motivos profesionales. De un lado, he tenido la oportunidad de conocer y valorar en directo los impresionantes cambios que están teniendo lugar en esa ciudad y su espacio metropolitano. Cambios expresivos de las nuevas perspectivas en que se inscribe el futuro – económico, social y urbanístico- de Barcelona y su área de influencia y que me han permitido ponerme al día, refrescar los análisis, someter a debate y valoración crítica lo que hay que de realidad y lo que, en cambio, permanece sumido en las buenas intenciones. Y es que Barcelona siempre aporta cosas nuevas, provoca curiosidad e induce a la reflexión. No en vano, sigue siendo esa “ciudad de los prodigios”, que con tanta expresividad describió hace tiempo Eduardo Mendoza en una novela que nadie interesado en la Cataluña y en la España moderna debiera dejar de leer.
Sin embargo, la casualidad ha hecho que también pudiera contemplar en su propio escenario las circunstancias que cuestionan el cumplimiento del compromiso a que, en materia lingüística, obliga la lealtad constitucional. La señal de alarma ha estado, en principio, provocada, por el tono virulento que a menudo aflora en el ambiente político, alentado por un discurso intelectual de marcado signo catastrofista. No de otro modo cabría calificar la intervención del último Premi d’Honor de las Lletres Catalanes, el lingüista Joan Solá, que en el Parlamento del Parc de la Ciutadella ha presentado el 1 de Julio un panorama dramático, instando a los legisladores a “actuar en defensa del catalán para que deje de ser una lengua degradada, subordinada políticamente, incansablemente y de mil maneras atacada por los poderes mediáticos, visceralmente rechazada por los otros pueblos de España”. Incluso llegó a decir que “al pactar la Constitución se aceptó que quedara en situación de inferioridad respecto al castellano” (sic), para finalizar con un diagnóstico desolador: “somos una comunidad lingüísticamente enferma desde hace muchos años”, lo que justifica que “debemos estar dispuestos a llegar hasta donde sea preciso para preservar nuestra personalidad”.
El aplauso mayoritario que recibieron estas palabras encontró eco inmediato en la aprobación el mismo día de la Ley de Educación de Catalunya, con los votos de CiU, ERC y el PSC. Cuán lejos ha estado en este momento el socialismo catalán de la actitud mostrada en 1932 por la Juventud Socialista de Barcelona, dispuesta a defender, como requisito para dar su apoyo al Estatuto de Nùria, que “en las escuelas, en los Institutos, en las Normales y en la Universidad del Estado no debe usarse otro idioma que el español”. Pero ahora no ha ocurrido así. Con esta Ley, el catalán se convierte en la lengua vehicular dominante para la transmisión del conocimiento, eliminando la aplicación de la tercera hora de enseñanza del castellano, que establece la normativa estatal. Se trata, en pocas palabras, de “blindar el modelo de la escuela catalana: en lengua y contenidos”, en expresión rotunda de Irene Rigau, portavoz de Educación de Convergencia i Unió.
Acoso, blindaje, preservación a ultranza de la personalidad cuestionada. Palabras contundentes, con cuyo empleo da la impresión de que se trata de defender una fortaleza asediada. Mas, ¿qué hay de verdad en todo ello?, ¿tan grave es el problema que obliga a transgredir los principios constitucionales como si de una situación de emergencia se tratase?. Puesto que interpretarlo desde la perspectiva de Castilla y León pudiera parecer sesgado y en mi ánimo nunca he abrigado el mínimo atisbo de anticatalanismo, me limitaré a traer a colación las elocuentes palabras vertidas sobre el tema por Baltasar Porcel, fallecido el mismo día que los acontecimientos señalados. En su edición de 2 de Julio, la Vanguardia reproducía estas declaraciones del afamado escritor de Andratx: “el catalanismo ha fracasado políticamente. Se ha aferrado a la cultura, la ha instrumentalizado, pero en este país las empresas colectivas siempre fracasan (…). El problema no es la lengua catalana, el problema es Catalunya. Esta sociedad, incluso una parte que se proclama catalanista, no habla, no lee, no siente en catalán. Esta es una sociedad cargada de autoanálisis, autoodio y autoexcusas. El catalanismo es a veces una superestructura que queda despegada de la realidad, que va por otro lado”. Frente a esta reflexión de quien es considerado una de las figuras preeminentes de la cultura catalana ¿qué podría decir yo como simple observador de una política lingüística que respeto aun sin lograr comprenderla?.

17 de junio de 2009

¿Nos hace la globalización más vulnerables?

El Norte de Castilla, 17 de Junio de 2009

El mundo se ha hecho más pequeño y nosotros hemos agrandado nuestra perspectiva respecto a él. Conseguimos entender la distancia como una variable superada, que en poco condiciona la movilidad a gran escala mientras se afianza en nuestra mente la sensación de que nada de lo que ocurre más allá de nuestras fronteras nos es ajeno. Viajamos a largas distancias y, en apenas unas horas de viaje, lugares geográficamente remotos nos pueden ser tan familiares como las referencias espaciales que habitualmente nos resultan más afines. A medida que esto sucede aumenta en nosotros la sensación de que, controlando la percepción del espacio, los problemas que le aquejan, dada la simultaneidad del tiempo, nos pueden llegar a afectar de una u otra manera sin que podamos evitarlo. Nos hemos hecho inmunes a la distancia. La vecindad en el reconocimiento de los problemas se ha acabado imponiendo sobre la lejanía con que puedan tener lugar. Mc Luhan lo denominó la “aldea global”. Más propiamente cabría entenderlos como expresión del universo de lo inmediato.

Ahora bien, si las posturas ideológicas de cada cual relativizan la sensibilidad mostrada hacia la gravedad de la situación en que se encuentran los más desfavorecidos, generando solidaridades o indiferencias en quienes las sienten como parte o no de su percepción del mundo que les rodea, apenas hay matices entre unos y otros cuando nos damos cuenta de que situaciones críticas distantes en el espacio, que no distintas en la realidad, nos pueden hacer mella en un tiempo que somos incapaces de controlar de antemano. Lo mismo en Nueva York que en Madrid o en Yakarta las reacciones convergen ante un panorama de tragedias, amenazas o incertidumbres.

El impresionante caudal de información de que se dispone ayuda a que eso ocurra. La información es instantánea y, cuando transmite problemas y riesgos globales, lo hace con toda contundencia y con un efecto in crescendo, que no cesa de aumentar la magnitud del hecho hasta hacerlo tan agobiante como insoslayable. La propia noción de catástrofe se ha ido modificando al compás no tanto de sus manifestaciones más traumáticas como de la toma de conciencia de que los factores que las pueden provocar se escapan a los mecanismos habituales de control, lo que lleva a tener la sensación de que, aun no existiendo objetivamente los factores naturales que pudieran ocasionarlas, no se descarta la posibilidad de que ello pudiera ocurrir, al amparo de la visión de proximidad que aporta el conocimiento del hecho con independencia de donde suceda. ç

Hace unos meses la prensa estadounidense se ha hecho eco, algo sorprendente hasta ahora, de la conmoción provocada en la sociedad norteamericana por el terremoto que afectó al centro de Italia, con imágenes sobrecogedoras que han contribuido a la idea de que en Europa también puede suceder tragedias de efectos devastadores. Tragedias de las que tampoco se han visto liberados los Estados Unidos, donde las imágenes de la Nueva Orleáns asolada por el huracán siguen presentes en una sociedad en la que curiosamente son los riesgos los que promueven actitudes de solidaridad con el resto del mundo por encima de las que cupiera atribuir a las sensibilidades con los pobres de la Tierra. Ciertamente vivimos, en suma, en una época en la que la catástrofe, o la idea de poder sufrirla, no deja a casi nadie indiferente.

Y, dentro de las catástrofes, hay tres que con especial acuidad pueden llegar a desestabilizar, ya lo están haciendo, objetiva y subjetivamente, nuestras vidas. Ocurre con las manifestaciones asociadas, directa o indirectamente, a los siniestros de carácter climático en la idea de que pudieran deriva del calentamiento de la Tierra y de sus consecuencias a escala planetaria; está ocurriendo con la crisis económica, que ha convulsionado y puesto totalmente en entredicho la estructura de un modelo de internacionalización del capital apoyado en la especulación y en el descontrol, con gravísimas repercusiones para los trabajadores y las empresas; y ocurre ante todo con el accidente o la enfermedad, sin duda los riesgos que más nos inquietan y aterran. Conmocionados ante los accidentes aéreos, el temor por la pérdida de la salud explica el pánico surgido con la proliferación sorprendente del Ebola, permanentemente aflora cuando se habla del Sida que no cesa, hizo acto de presencia en nuestras pantallas cuando se descubrió el síndrome de Creufeldt-Jakob, el llamado mal de las vacas locas, o nos alarma sobremanera cuando se nos habla de la difusión incontrolada de los virus gripales que, pasando de los animales a las personas, o viceversa, y propensos a mutaciones imprevisibles, nos sitúan en un escenario de indefensión e incertidumbre, que la propia psicosis de alarma se encarga de alentar, incluso irracionalmente, sin dejarnos apenas otra capacidad de respuesta que la de la espera, la resignación o la confianza en que, al fin y con mucha suerte, no llegue a afectarnos.

La globalización y sus secuelas nos han aportado muchas cosas, contradictorias entre sí pero ineludibles en un contexto de mundialización económica e informativa imposible de neutralizar. Mas de lo que no cabe duda es que, en cuanto a la percepción que tenemos del peligro, nos coloca en una posición de gran fragilidad, posiblemente exagerada y no tanto porque a veces podamos desconfiar de los medios capaces de neutralizarlo como por el hecho de que nuestra capacidad psicológica de resistencia se ha ido debilitando a medida que se afianza el convencimiento de que lo que pasa lejos puede ocurrir también cerca, en nuestro entorno más próximo, en cualquier momento y sin que podamos evitarlo.

15 de mayo de 2009

EL TERRITORIO NO SE MERECE ESTO


El Norte de Castilla, 15 de Mayo de 2009


"E l territorio es un bien no renovable, esencial y limitado. La sociedad encuentra en él soporte o sustento material a sus necesidades, así como referente de su identidad y cultura. Las características naturales de cada territorio y las pervivencias en él de trazos y formas que provienen del pasado le confieren singularidad y valores de diversidad. Por ello, el territorio debe ser entendido como recurso, pero también como cultura, historia, memoria colectiva, referente identitario, bien público, espacio de solidaridad y legado. La nueva cultura del territorio debe tener como primera preocupación encontrar la forma para que, en cada lugar, la colectividad pueda disfrutar de los recursos del territorio y preservar sus valores para las generaciones presentes y venideras».

Con esta reflexión comienza el Manifiesto por una Nueva Cultura del Territorio que un grupo de profesionales relacionados con el tema (geógrafos, arquitectos, ingenieros y sociólogos fundamentalmente) suscribimos en Mayo del 2006 con el fin de llamar la atención sobre la gravedad de los impactos que estaban teniendo lugar en España como consecuencia de actuaciones que lesionaban la calidad del territorio, daban origen a procesos de transformación contradictorios con las características del entorno y alteraban de manera irreversible la personalidad distintiva de los paisajes.

Se trataba, en cualquier caso, de poner en evidencia un hecho que por desgracia ha llegado a identificar a nuestro país sobremanera. Me refiero a esa pobreza preocupante que tiene la cultura territorial existente en España, plagada de tópicos, incorrecciones e insensibilidades, sin duda como consecuencia de errores u omisiones inconcebibles en el proceso de formación o posiblemente también como resultado de esa propensión a ver el impacto de los procesos de transformación a corto plazo sin plantearnos, con la seriedad necesaria, sus implicaciones hacia el futuro. Ambas posturas han ido, en mi opinión, entrelazadas; de ahí que, en buena medida, la intensidad de la crisis a que nos enfrentamos tiene mucho que ver con esa actitud renuente a mirar más allá de lo inmediato cuando sus oropeles ocultan lo que puede suceder en el caso de que las coyunturas favorables dejen de serlo.

A esa visión respetuosa con los rasgos que definen a un espacio y clarificadora de hasta dónde y cómo se puede actuar para que los objetivos de desarrollo, calidad y bienestar se cumplan, y con la mirada puesta en la mejor relación posible entre la sociedad, la economía y el entorno, se denomina Ordenación del Territorio. Concepto fraguado en la Europa occidental, más riguroso y pertinente que el de simple 'gestión' con que a veces se plantea, el hecho de ordenar el territorio, como expresión de una voluntad política de regulación de los procesos con incidencia territorial, implica un doble e inexcusable requisito. De un lado, reconocimiento de la trascendencia que acompaña a las intervenciones previstas, a sabiendas de que cualquier actuación indebida puede ocasionar, en virtud de su irreversibilidad, deterioros muy difíciles o imposibles de corregir; y, de otro, sólido rigor en los análisis que sustentan el conocimiento de la realidad, entendiéndola como algo específico, singular, cuyo estudio debe ser abordado con criterios tan claros como bien fundamentados.

La Ordenación del Territorio es siempre un desafío permanente para las administraciones públicas, en los distintos eslabones de la trama decisional. Por tanto, todas las preocupaciones son pocas cuando de planificar las iniciativas de transformación se trata. El crédito de la autoridad institucional se refuerza cuando establece mecanismos de asesoramiento refractarios a la frivolidad y, menos aún, a la estafa de quienes tratan de ofrecer ganga por mena. Y es que la toma de decisiones en este delicado terreno exige información elaborada con plena garantía y fiabilidad, lo que lleva a la consideración de que cuando eso no sucede quienes orientan sobre lo que ha de hacerse sin los requisitos exigibles a un estudio serio pueden partir de la sensación previa de que las cautelas y las exigencias son demasiado laxas o no tan rigurosas como se debiera.

Sabemos que esto ha ocurrido en muchos lugares de España, donde los informes realizados para sustentar las políticas a seguir han carecido de los requisitos de calidad exigibles ya que el nivel de tolerancia que se presumía por parte del destinatario era grande. Quiero pensar, e incluso estoy seguro de ello, de que no es el caso ante la sorpresa provocada por las increíbles deficiencias técnicas que ofrecen las Directrices de Ordenación de la Montaña Cantábrica Central, que, al presentarse a información pública, tras ser aprobadas en primera instancia por la Junta de Castilla y León, han demostrado ser un verdadero despropósito. La responsabilidad de su elaboración ha correspondido a una consultora privada, de frecuente presencia en el panorama de los estudios territoriales en nuestra comunidad autónoma. Carezco de argumentos para saber si lo sucedido es moneda corriente o un caso aislado, pero de lo que no cabe duda es que lo detectado supone una advertencia muy seria que habrá que tener en cuenta.


No se puede tolerar la trivialización con un tema tan sensible y del que dependen la correcta decisión y el buen gobierno del territorio. Efectuar estudios encaminados a la mejor ordenación del espacio no debe ser nunca un ejercicio baladí. Requiere rigor científico, metodologías solventes, credibilidad técnica y seriedad en la presentación de resultados. Hacerlo de otro modo, como ahora ha sucedido en el caso que nos ocupa, supone precisamente todo lo contrario: falta de profesionalidad, ausencia de respeto hacia el cliente y menosprecio por el ámbito espacial que se trata de analizar y ordenar. El territorio no se merece este tipo de prácticas. Castilla y León tampoco.

2 de mayo de 2009

AL RECLAMO DE LOS LIBROS


El Norte de Castilla, 2 de Mayo de 2009


Un año más, cuando llega la primavera, y con ella la Feria que lo proyecta en el espacio público, erigimos al libro como factor de celebración, como punto de encuentro de los ciudadanos que se dan cita en torno a la capacidad de convocatoria de la obra impresa y encuadernada. Quizá se hace como demostración de ese empeño que las sociedades humanas han tenido de encontrar en ella la prueba de su perennidad en el tiempo, su mecanismo de supervivencia frente al olvido. El libro nos sobrevive, ya que, como afirmó Emilio Lledó, «es el recinto de la memoria», un producto de posibilidades asombrosas que día a día nos recuerda hasta qué punto somos deudores de quienes con su talento y su esfuerzo plasman negro sobre blanco el resultado de su creatividad.

No nos engañemos, el mundo del libro es tan diverso como los derroteros hacia los que se orienta el hecho de imaginar y de escribir. La calidad varía como la propia vida, se proyecta en escenarios donde todo cabe y donde es posible descubrir las manifestaciones e ideas más insospechadas. Pero siempre, en medio de esa plétora emerge la calidad en la obra que nos envuelve y de la que jamás nos olvidaremos.

En cierto modo, nuestras vidas dependen de los libros, de esos libros que descubrimos en la infancia, unos mediante consejos otros furtivamente, por mor de una libertad que conduce a la lectura y cuya huella persiste indeleble. Pues, ¿qué hubiera sido de nuestras infancias sin el soporte de esos libros que nos abrieron al descubrimiento de la vida y sus infinitos horizontes?. En la juventud, en la madurez, en todo momento el tiempo se identifica y modula con los vaivenes de la lectura y de las apetencias a que lleva el afán por no perder el hilo de una buena historia o de un esclarecedor ensayo. Muchas veces nos vemos envueltos en tramas que nos enganchan e incluso cautivan; cada cual a su modo encauza sus afanes lectores en un caleidoscopio bibliográfico donde siempre es posible encontrar aquello que estabiliza la búsqueda y propicia la lectura reposada, sin importar muchas veces el lugar donde eso ocurre.

Y es el que libro representa, en mi opinión, tres cosas a la vez: es compañía, leal y entrañable; es mensajero, callado y ocurrente, flexible y cabal; y es, finalmente, herramienta efectiva contra el adocenamiento y la ignorancia. Leer, advirtió Francisco Ayala, nos sitúa en la «perspectiva de quien sabe mirar hacia delante, hacia atrás y en todas las direcciones al mismo tiempo». En papel, en formato digital... el libro permanecerá siempre asociado a las grandes aventuras de la humanidad. De las más fascinantes y maravillosas.

30 de abril de 2009

URBANISMO ABUSIVO E INDIFERENCIA PÚBLICA



El Norte de Castilla, 30 de Abril de 2009


A penas una lacónica nota de prensa ha dado cuenta del informe recientemente aprobado por el Parlamento Europeo sobre «el impacto de la urbanización extensiva en España en los derechos individuales de los ciudadanos europeos, el medio ambiente y la aplicación del Derecho comunitario». La referencia ha sido fugaz y, como suele suceder con las noticias incómodas o que no se consideran sustanciales, pronto anulada por la vorágine informativa que obliga a mirar en otras direcciones.

Y, sin embargo, el tema reviste una enorme importancia por razones que no conviene descuidar: es, de un lado, la primera vez que un país de la Unión Europea es descalificado con tanta contundencia sobre la forma de ordenar, mediante el urbanismo, su propio territorio; y supone, de otro, un aldabonazo en la conciencia de los poderes públicos y de la ciudadanía en general, destinatarios de las críticas alusivas a un modelo de crecimiento urbano que lesiona principios y derechos que tienen precisamente en la calidad de vida asociada a la calidad de territorio su punto de referencia fundamental.

No es una denuncia que haya surgido por vez primera. Ya en dos ocasiones anteriores (2005 y 2007) el mismo órgano criticó severamente los abusos de esta naturaleza cometidos en nuestro país con argumentos de los que también se haría eco a finales del 2006 el Relator Especial de Naciones Unidas «sobre Vivienda Adecuada». Destacó datos sorprendentes, al señalar que «la compra de una vivienda residencial sobre plano y su posterior venta antes de la firma de la escritura de propiedad puede generar, en algunos casos, plusvalías de más del 846% en menos de un año», o que «el 26% de los ingresos de los ayuntamientos procede de la especulación urbanística, la cual aporta a las autoridades locales más ingresos que el Gobierno central». «España - concluía el Relator de la ONU - debería reflexionar sobre sus políticas económicas y sociales, de modo que las políticas y leyes que emanen de esta reflexión adopten un enfoque de la vivienda y el suelo basado en los derechos humanos». Este informe pasó desapercibido e ignoro si alguna referencia mereció en los órganos de comunicación social.

Pero la realidad es tozuda y, por más que se intente enmascarar o eludir, acaba aflorando con mensajes aún más aleccionadores, que dicen bien poco de la capacidad de reacción de aquéllos a quienes se dirigen cuando persisten en la misma actitud de indiferencia denunciada. El Parlamento europeo, con observaciones y conclusiones muy duras, aprobadas por la mayoría, ha vuelto a llamar la atención sobre un problema que ha puesto a España en el punto de mira de quienes se preocupan por la defensa de un entorno saludable, sostenible y respetuoso con sus valores ambientales. Incluso llega a hablar de que «en España se ha generado una forma endémica de corrupción», advirtiendo del riesgo de congelación de los fondos comunitarios hasta que no se ponga fin a este tipo de actuaciones. No obstante, los eurodiputados españoles se han mostrado disconformes con el acuerdo de la Eurocámara, mientras el Gobierno lo ha ninguneado. El voto negativo de los pertenecientes al Partido Popular tuvo su correlato en la abstención de los socialistas. Un tema incómodo para ambos, en la medida en que ponía de relieve las vergüenzas domésticas a la par que sacaba a relucir responsabilidades implícitas en las que de forma directa se han visto envueltos representantes de todas las formaciones.

¿Qué está pasando en España cuando se trata de algo tan relevante como la calidad de su patrimonio territorial?. Cabe pensar que la batalla por la defensa de los valores ambientales y de la calidad del territorio está seriamente amenazada. A nadie con responsabilidad en el ámbito de la decisión pública parece importarle gran cosa el tema. Un pacto de silencio domina la escena sobre el particular. El principio del 'todo vale' se ha impuesto como principio al amparo de una justicia que en la mayoría de los casos actúa tarde y con sorprendente tibieza.

Tanto en momentos de expansión económica como de crisis la sensibilidad ambiental brilla por su ausencia. Los desastres cometidos por la urbanización abusiva de que ha sido objeto durante los últimos diez años todo el espacio susceptible de ofrecer pingües beneficios a quienes pudieran beneficiarse de ello no van a la zaga de las tolerancia concedida a cuantos en un contexto recesivo puedan encontrar en el pillaje de los valores ambientales el pretexto para justificar demagógicamente que ante todo priman el empleo y la riqueza que con ello se genera. Invocan un argumento que, en verdad, no resiste la mínima crítica: el empleo logrado siempre es precario y fugaz y, por lo que respecta a la riqueza, sólo su magnitud es perceptible en quienes a la postre engrosan sus patrimonios sin escrúpulo alguno.

Tal es la lógica que ha regido para la mayoría de los ciudadanos el crecimiento urbanístico en España ante la permisividad de quienes tenían el deber de controlarlo. Algún día habrá que inventariar los casos de corrupción que en nuestro país se han fraguado en torno a la construcción inmobiliaria. Mucho me temo que no se haga, pues, si se hace, el escándalo superaría las previsiones más pesimistas. Hay que ser beligerante con este tema porque creo que, más allá de la corrupción que pueda emponzoñar la imagen de los implicados en las malas prácticas urbanísticas, en el fondo acaba minando los cimientos morales de la sociedad, adultera su jerarquía de valores, enaltece la primacía del desaprensivo y supone una perversión de la democracia cuando se respaldan electoralmente comportamientos delictivos, que lo entienden como una demostración de su impunidad ante la ley.

23 de abril de 2009

VILLALAR: ¿EVOCACIÓN U OPORTUNIDAD?


El Norte de Castilla, 23 de Abril de 2009


L os actos que dan contenido y proyección a la conmemoración de Villalar han ido incorporando año tras año formas de expresión festiva que en cierto modo se muestran ya convencionales y hasta percibidas como rutinarias en la mentalidad de los ciudadanos. Es normal que así ocurra, pues en eso consiste precisamente la fiesta que nos ocupa: reconocimiento a la labor de quienes son considerados dignos para ello; solemnes declaraciones oficiales que apuntan ideas en las que se mezclan los objetivos conseguidos con los que se pretende lograr; concentración multitudinaria en las campas de Villalar de los Comuneros, convertidas en espacios concurridos en los que todo cabe y todo es bienvenido. Un entorno, al fin, incluyente desde el momento en el que el poder decidió, con buen criterio, asumirlo, convencido de que los vientos de fronda ya habían pasado y que las ventajas que deparaba el encuentro, fortuito o buscado, con unos y con otros suplía las incomodidades a la par que arrumbaba para siempre los recelos de otro tiempo.

Es una fiesta de evocación, de recuerdos cimentados sobre una fecha emblemática, a la que en su día se acogió la naciente comunidad autónoma para hacer de ella la referencia con la que celebrar el hecho de haber visto la luz en medio de no pocas incógnitas y dificultades. Pero no es menos cierto que esta elección de la efeméride conmemorativa nos remite a un episodio de derrota, que, aunque lejana en la memoria, induce a pensar que en el presente también encierra de una u otra manera una carga de compromiso nada desdeñable. En otras palabras, celebrar una derrota implica, al margen de los fastos con los que se celebre, la voluntad política permanente de superarla. He ahí, por tanto, la gran paradoja que, a mi juicio, entraña el hecho de sentirse optimista y confiado cuando la motivación que impulsa a hacerlo hunde sus raíces en una frustración histórica.

Mas se trata de una frustración que, lejos de condicionar y mediatizar las perspectivas de futuro, debe convertirse en un importante factor de motivación. Sobre todo cuando las circunstancias obligan en este sentido y fuerzan a canalizar las decisiones en la dirección más adecuada para que Castilla y León consiga afianzar las posiciones que la corresponden en el escenario de inseguridades en que se ha convertido esta primera década del siglo XXI. Y es que la toma en consideración de lo que significa la rota de Villalar no ha de ser entendida sólo como una mera evocación de lo que sucedió en la primavera de 1521 sino como una oportunidad para someter a reflexión muchas de las dudas con que todavía tropieza nuestra construcción como comunidad autónoma consistente.

Podemos admitir que el diagnóstico a que hoy nos conduce un análisis objetivo de la realidad regional se identifica con un escenario donde coexisten procesos de transformación relevantes, aunque muy selectivos territorialmente, con la persistencia de problemas cuya solución dista mucho de ser afrontada. Problemas derivados de la crisis demográfica estructural que nos aqueja desde mediados del siglo pasado, carencias provocadas por la debilidad o las dificultades de elementos importantes del sistema productivo, tanto agrario como industrial, insuficiencias en servicios destinados a atender las necesidades de una sociedad cada vez más exigente y que observa cómo la disparidad se impone en función de los lugares de residencia.

Con todo, no cabe duda que Castilla y León ha avanzado al compás de los propios cambios ocurridos en el panorama español y en sintonía con los que a la par la han favorecido como región amparada en el flujo proveniente de los Fondos europeos, que le han llevado a abandonar el rango de las regiones asistidas para figurar en el de aquellas encaminadas a la valorización de sus potencialidades mediante el adecuado aprovechamiento de sus capacidades innovadoras. Así entendido, podemos llegar a la conclusión de que en el balance entre avances y estancamientos o retrocesos el saldo aparente no es tan negativo como a veces podría pensarse, ya que todas las regiones españolas, y con evidentes matices, han conseguido en los últimos veinte años efectuar ese tránsito que cabría denominar de espectacular, aunque en el camino hayan surgido costes e impactos que no están aún suficientemente valorados y que algún día saldrán a la luz.

A la postre, es muy probable que, inmersos en un contexto de transformación integral y con potencialidades reconocidas, muchos de los aspectos críticos detectados puedan mitigar su gravedad a un plazo razonable. Pero de lo que no hay que desprenderse es de la sensación de que la fortaleza para hacer frente a esos retos pudiera adolecer de algo que hoy por hoy sigue siendo incuestionable: la insuficiencia de los mecanismos capaces de hacer posible el afianzamiento de la cohesión interna sobre la base de una pretendida identidad castellana y leonesa.

Experiencias recientes revelan hasta qué punto ante una situación marcadamente crítica han vuelto a aflorar prejuicios y cautelas que cuestionan la pertinencia de una acción conjunta a favor de la integración financiera al servicio de un desarrollo por el que todos debieran apostar. Al tiempo suspicacias, prevenciones y argumentos de otra época hacen de nuevo acto de presencia para poner en cuestión la propia existencia de la comunidad autónoma como tal. Aunque sigue abierto, es un debate que habría ya que superar. Y ello por una razón obvia: tal y como está configurado el marco autonómico español, y ante la que se nos viene encima, parece llegado el momento de asumir que, más allá de los símbolos identitarios y de las convicciones legadas por la historia, la cuestión ya no estriba tanto en esforzarse por lograr esa identidad regional discutida como en alcanzar de una vez el acuerdo que nos lleve a garantizar, como mecanismo reactivo ante el futuro, el sentimiento de pertenencia a un espacio común en el que necesariamente estamos obligados a trabajar juntos a favor de un proyecto de desarrollo regional compartido. Es la única forma de saldar el fracaso histórico que supuso Villalar.


3 de abril de 2009

EVIDENCIAS Y RECTIFICACIONES



El Norte de Castilla, 3 de Abril de 2009


Es probable que la profunda crisis en la que está sumida la economía contemporánea obligue a revisar muchos de los argumentos que en los años de expansión y bonanza eran casi axiomáticos. Durante mucho tiempo ha dado la impresión de que el modelo estaba consolidado, merced a unas tasas de crecimiento más que satisfactorias, una tendencia del empleo al alza, una capacidad adquisitiva que, contemplada como estable y duradera, permitía acometer consumos de gran envergadura, soportados por endeudamientos atendibles sin riesgos aparentes. El mismo concepto de globalización fue entendido más como garantía que como cautela, convencidos de que la movilidad a gran escala del capital siempre sería beneficiosa para el funcionamiento de un sistema, que encontraba precisamente en la ausencia de fronteras la razón en la que se amparaban las previsiones hacia una distribución generalizada de la riqueza. Ante un escenario tan confortable, todo abundaba a favor de la puesta en entredicho de cualquier mecanismo operativo de control y vigilancia.


De esa misma postura participó España a lo largo de la última década. No hay que hacer excesivo esfuerzo de memoria para darse cuenta de que apenas se habló de economía en aquella larga etapa. La inercia del crecimiento enmascaró la debilidad de los cimientos sobre los que se sustentaba, sin importar mucho los efectos producidos, los enormes costos ambientales e incluso las corrupciones y denuncias que eran archiconocidas antes de que la justicia comenzase a intervenir. El debate político fue muy pobre, crispado en exceso y centrado a menudo en cuestiones que antepusieron la confrontación al acuerdo, creando fracturas que aún no se han superado. De pronto, y aunque ya existían señales de alarma que apuntaban a la finalización de la etapa expansiva, sobrevino la crisis con manifestaciones que tardaron mucho tiempo en ser reconocidas en toda su gravedad.


La magnitud del problema, y las derivaciones que está presentando, evidencian muchas insuficiencias, que conviene destacar. Revela falta de visión anticipatoria y prospectiva, capaz de detectar las limitaciones de un modelo de crecimiento insostenible. Acusa, por otro lado, la ausencia de mecanismos para acometer soluciones con visos de efectividad a medio y largo plazo. Pone al descubierto carencias muy serias desde el punto de vista estratégico, por lo que respecta a la solidez de la política industrial y el fortalecimiento de una vigorosa cultura empresarial. Y es contundente, en fin, a la hora de destacar las dificultades a que el país se enfrenta cuando se trata de abordar los problemas de esta dimensión sobre la base de compromisos asumidos por las organizaciones, a la par que se detecta una posición débil o, en todo caso, menos fuerte de lo que se creía en ese escenario internacional en el que sólo priman quienes poseen peso específico en la toma de decisiones de gran alcance.


Cada una de estas evidencias requeriría un tratamiento pormenorizado, que aquí resulta imposible. Pero sí destacaré, de entre ellas, dos ideas que considero pertinentes. La primera tiene que ver con la necesidad de redefinir el modelo estratégico que España necesita para lograr salir de la crisis. No es, desde luego, tarea fácil ni seguramente cómoda, pero algo, y muy importante, hay que hacer si se desea pasar de las terapias puntuales y de corto horizonte a iniciativas con visos de perdurabilidad. Por más que las medidas adoptadas a escala mundial deban ser tenidas en cuenta, es obvio que las de carácter nacional resultan trascendentales.


En realidad, bastaría centrar este modelo en una visión primordial, esto es, la que prima la incentivación de una cultura empresarial, tan alejada de la consideración laudatoria que han merecido carreras meteóricas basadas en la especulación y el enriquecimiento fácil como proclive a la defensa de las que, en cambio, se decantan a favor del sentido del riesgo, de la innovación, de la mejora de la productividad y de la capacidad competitiva del país. en la línea que abunda a favor de un "capitalismo de los empresarios" frente a un "capitalismo de los especuladores." Una cultura empresarial que evite disfunciones como la de ser una gran potencia en la fabricación de automóviles cuya capacidad estratégica de futuro se encuentra condicionada al no disponer de patentes de vehículos propios o la de ver cómo se pierde poder de decisión ante la deriva en que se han visto inmersos importantes proyectos empresariales tras su privatización, de lo que es ejemplo la lamentable trayectoria seguida por ENDESA, por no hablar de las ventajas que hubiera supuesto en circunstancias críticas la disponibilidad de una sólida banca pública, que ahora tanto se echa de menos.


Y, por otro lado, no es escasa la relevancia que se ha de otorgar al restablecimiento de la confianza institucional. En una estructura de poder fuertemente descentralizada la toma de decisiones anticrisis obliga necesariamente al fortalecimiento de directrices apoyadas en el acuerdo y en la negociación. Si importante es el diálogo social, la cuestión clave remite al engarce que en situación cercana a la emergencia pudiera fraguarse entre el Gobierno central y los de las Comunidades Autónomas. No sorprende, por tanto, que muchos ciudadanos se pregunten, asombrados, cómo es posible que a estas alturas no haya tenido lugar, al máximo nivel, ningún encuentro o debate planteado en este sentido entre ambos niveles de la administración pública, implicando al tiempo a los Ayuntamientos, con el fin de interpretar la gravedad de los problemas, efectuar un diagnóstico riguroso al respecto y asumir responsabilidades compartidas frente a riesgos y desafíos que a todos conciernen sin excepción, dada su relevancia como problema de Estado y habida cuenta de que es precisamente a esta escala como se están abordando los problemas en los principales países de nuestro entorno.

10 de febrero de 2009

EXPERIENCIA UNIVERSITARIA Y PERCEPCIÓN DEL TIEMPO


El Norte de Castilla, 10 de Febrero de 2009


Nunca había asistido a un encuentro como ese. Se trató de un acto multitudinario, complaciente, destinado a una finalidad que personalmente se agradece: el reconocimiento por parte de la Universidad de la experiencia acumulada por su personal docente y de servicios a lo largo de dilatados períodos de tiempo. Al cuarto de siglo de actividad reconocido desde que a partir del año 2000 se inicia este tipo de ceremonia aparece sumada ahora la mención otorgada a quienes, como es mi caso y el de los de mi generación, llevamos ya más de treinta y cinco años de su vida ocupados en los quehaceres universitarios. La antesala de la jubilación. Siete lustros no representan, desde luego, una perspectiva baladí. Equivalen a la vida activa de una persona y significan a la par el compendio de lo que ha hecho y de lo que su labor ha representado para la Institución en que ha desplegado sus afanes, esfuerzos y compromisos. Unos más felices y afortunados que otros, pero todos obligadamente asumidos.


¿Qué otra cosa podría hacerse si de manera inevitable todos somos dueños de nuestras palabras y de nuestros silencios?. No se valoran los méritos específicos, que otros instrumentos de consideración estiman, sino algo tan fundamental como es la veteranía en el ejercicio de una tarea que, con sus luces y sus sombras, forma parte indisociable de nuestra personalidad. Pero, sobre todo, la asistencia a un acto de ese tipo, donde en los rostros se aprecia algo más que la impronta de la madurez, aporta la vivencia que da fehaciente idea de la envergadura del tiempo transcurrido. Una vivencia que sólo se tiene cuando, como diría Machado, “al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”.


Y es que la idea del tiempo cambia con la edad. La ansiedad de asirlo cuando nos resulta demasiado fugaz y acelerado provoca la sensación de que ya no se controla el paso de los días como cuando en la infancia o en la juventud percibíamos que todo transcurría mucho más despacio. Cuando ahora miramos a nuestra espalda somos conscientes de que en el camino hemos dejado muchas huellas que son ya simplemente el pasado. Para bien o para mal son las que marcan nuestro paso por la vida, nos revelan en el recuerdo lo que hemos hecho o dejado de hacer, las decisiones correctas, los errores cometidos, las esperanzas frustradas, las satisfacciones ganadas a pulso o por el azar. Las amistades, las complicidades, los desencuentros, las decepciones. Nada extraño: son las cosas que habitualmente pasan en la trayectoria de una sociedad.


Todo un balance de experiencias se acumula en la memoria, que ésta trata de seleccionar distinguiendo claramente entre lo que merece ser recordado y lo que, por irrelevante o banal, ha de quedar relegado al olvido. Cuando nos situamos en una etapa en la que los recuerdos priman sobre el proyecto que nos queda por delante, tendemos a pensar que, en efecto, “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar”, como escribió para siempre el gran poeta de Paredes de Nava, al que el profesor Valentín Conde, en una excelente intervención, nos recordó, entre otras interesantes reflexiones, como advertencia.


Nos vemos situados en medio de la corriente que circula sin parar, que no se puede detener, con rumbo inexorable… con viento a la espalda, y con brisa apaciguada en el rostro. Es “el río que nos lleva”, evocando aquella excelente novela de mi admirado José Luis Sampedro, ejemplo de senectud bien llevada. No necesitamos remos porque la nave aprovecha el flujo inducido por la pendiente. Pero, ay, es entonces, al darnos cuenta de que las cosas tienden en esa dirección cuando debemos enfrentarnos al horizonte de la vida que resta y contemplarlo con audacia y con la visión de que el tiempo sigue existiendo y abierto a nuevas oportunidades, que en buena parte de los casos quizá permanecen aún inéditas. Me viene a la memoria la frase que mi colega y buen amigo Lluis Cassasas i Simó, geógrafo eminente de la Universidad de Barcelona y ya desaparecido, me dijo hace años cuando ambos contemplábamos en un trabajo de campo el impresionante baluarte de basalto en Castellfollit de la Roca, en la provincia de Girona. Su consejo, muy propio de un hijo de Sabadell, jamás se me ha olvidado: “Mira, para sobrevivir al paso del tiempo, siempre hay que tener una pieza en el telar”. Lo tengo presente y lo aplico cada día, aunque mis telares necesiten a veces reparaciones y cuidados que no acierto a darles.


Una inquietud que Manuel Vicent ha sabido reflejar muy bien al escribir hace poco que “no existe otro remedio conocido para que el tiempo discurra muy despacio sin resbalar sobre la memoria que vivir a cualquier edad pasiones nuevas, experiencias excitantes, cambios imprevistos en la rutina diaria. Lo mejor que uno puede desear son felices sobresaltos, maravillosas alarmas, sueños imposibles, deseos inconfesables, venenos no del todo mortales y cualquier embrollo imaginario en noches suaves, de forma que la costumbre no te someta a una vida anodina. Que te pasen cosas distintas, como cuando uno era niño”. Toda una lección de advertencias saludables y pertinentes con la mirada puesta en el futuro cuando lo que prevalece en el pensamiento es la consistencia del pasado que fue.