14 de mayo de 2020

Cambios y fidelidades en el acceso a la cultura








Entre las múltiples lecciones extraídas de la experiencia vital de lucha contra la pandemia, parece pertinente llamar la atención sobre las que previsiblemente van a traer consigo un replanteamiento de las relaciones mantenidas con la cultura, lo que nos va a permitir valorar hasta qué punto este suceso va a suponer una discontinuidad respecto a las que han definido nuestros hábitos culturales antes del desencadenamiento de la crisis sanitaria, que asuela y desestabiliza profundamente el mundo de nuestros días. 

Es una preocupación que ha de ser  entendida no como la expresión de un abatimiento, por más que las manifestaciones de la crisis que estamos observando resulten demoledoras, sino como aliciente justificativo de reflexiones encaminadas a no desfallecer en la valoración de la cultura como el mejor soporte para afrontar la tragedia en la que nos estamos sumidos por el impacto de la Covid19. Por eso, cuando recorremos las calles vacías, observamos que los teatros y los cines están cerrados, nos detenemos ante las puertas clausuradas de los museos y las librerías o nos acercamos, consternados, a las salas que no hace tanto tiempo acogían los actos y las convocatorias relacionados con las cuestiones más diversas, tenemos la sensación de que algo muy importante de nuestras vidas nos ha sido arrebatado, y que nadie cabía suponer. Esperemos que no sea para siempre. Y es que queremos pensar que se trata de una situación temporal, que el paréntesis va a alargarse hasta que la lucha médica contra la enfermedad neutralice sus efectos, pero en estos momentos resulta imposible hacerse una idea del tiempo que haya de transcurrir hasta que eso suceda. En cualquier caso, y con independencia de cuando se alcance la normalidad deseada, no cabe duda de que la experiencia vivida ha aportado desde la perspectiva cultural varias consideraciones aleccionadoras. De momento, me detendré fundamentalmente, y de manera sucinta, en las que considero más significativas.  

Como primera observación a tener en cuenta, parece razonable la aportada por Paolo Giordano cuando afirma que, pese a las circunstancias excepcionales en que nos encontramos, y que propenden al afianzamiento de la individualización de la vida como factor de seguridad, la pandemia puede que contribuya a fortalecer el sentimiento de pertenencia a una comunidad de intereses, preocupaciones y afanes compartidos, susceptibles de materializarse a todas las escalas. Situados ante un escenario en el que la crisis sanitaria se dentifica como un problema de dimensión global, en el que la información no deja de acentuar el sentido de los vínculos anudados en torno a una tragedia que con enorme rapidez ha rebasado las fronteras, la cultura se convierte, en sus diversas manifestaciones, en el elemento capaz de vertebrar ese deseo de conocimiento apoyado en los valores culturales entendidos como un patrimonio favorecedor de la supervivencia, y cuyo conocimiento nos aproxima a la valiosa riqueza cultural del mundo que nos ha tocado vivir cuando finaliza la segunda década del siglo XXI.

Por otro lado, percibo que estamos asistiendo a una gran paradoja. No deja de ser sorprendente el hecho de que, mientras observamos el gran deterioro económico ocasionado por el confinamiento en las diferentes manifestaciones de que es capaz la creatividad cultural, aumenta la conciencia de que la cultura constituye un producto de primera necesidad, indispensable para hacer frente a la soledad y dar sentido al mucho tiempo de que se dispone durante el aislamiento y la distancia socio-espacial obligada. En esas circunstancias, se explica fácilmente la tendencia al consumo intensivo de cultura que seguramente ha caracterizado la forma de ocupar el tiempo para muchos durante el confinamiento. Las opciones para hacerlo son tan numerosas como las oportunidades a nuestro alcance, brindadas por las omnipresentes herramientas que sustentan la digitalización de la sociedad y de sus formas de vida. Al amparo de Internet y, en conjunto, de la capacidad de transmisión del conocimiento y de la imagen posibilitada por el complejo tecnológico, el ciudadano ha podido tener a su disposición cantidades inimaginables de contenidos culturales, que han podido colmar con creces y en todo momento las apetencias de descubrimiento y formación. Todo o casi todo ha estado a su servicio sin salir de casa, lo que ha proporcionado una idea de autosuficiencia que ha contribuido a afianzar esa exigencia de privacidad que los temores al contagio han transmitido con una fuerza argumental que no admitía réplica.

Cabe preguntarse, sin  embargo y para completar de momento la reflexión, si las percepciones que esta sensación paradójica está provocando pueden contribuir a la redefinición de los vínculos interactivos que la sociedad ha de mantener en adelante con la cultura a partir de la contradicción que supone disfrutar del inmenso caudal de bienes culturales a su alcance mientras acepta que la brutal crisis sufrida por el sector, y las desatenciones de que es objeto, pueden llegar a ser asumidas como algo inevitable o, peor aún, irreversible. Si es así, creo que nos enfrentamos a un serio problema, que tal vez ponga en peligro uno de los pilares sobre los que descansa el buen funcionamiento y la calidad de la vida social en nuestros días y de cara al futuro. Resumiendo, diría que la cuestión principal estriba en no perder la fidelidad a los hábitos que han caracterizado hasta ahora las formas de acceso a la cultura precisamente porque, más allá de la satisfacción personal que proporcionan y los contactos que propician, significan la preservación de los engarces afectivos y de enriquecimiento mutuo en el contexto de una sociedad culturalmente estructurada, plural y activa. 

Se trata, en otras palabras, de levantar en un contexto de emergencia - sobre el que la UNESCO ha realizado interesantes aportaciones -  la voz en pro del enriquecimiento de la formación  y de la creatividad cultural teniendo muy presente el sentido de la convivencia que proporciona hacer uso de la cultura en los entornos físicos en los que se crea, se organiza y se materializa. Y es que cuesta mucho apreciarla en toda su riqueza de matices y en toda su dimensión creadora y cualificadora de sensibilidades al margen de su contexto espacial, ya que no en vano espacio y cultura han de seguir siendo realidades indisociables, so pena de vernos inmersos en las desazones de una permanente distopía. 

1 de mayo de 2020

¿Hacia un turismo creativo y de baja densidad?





El Norte de Castilla, 13 mayo 2020



Son muy interesantes los debates acerca de los impactos que la crisis sanitaria va a provocar en el sector turístico español, del que depende,según el Banco Mundial, el 15 % del PIB y cerca de tres millones de empleos. Comprobado que se trata de una de las actividades más afectadas por la pandemia, la preocupación aparece centrada, como es lógico, en las expectativas abiertas con vistas al horizonte de recuperación que habrá de producirse en un plazo que nadie puede prever aún con precisión. Si son muchas las variables que condicionan la realización de los diagnósticos, mayor grado de indefinición plantea el enfoque prospectivo, es decir, el que pondera el sentido de la tendencia en función de la diversidad de elementos y factores que determinan la estructura asociada a la economía del ocio y de la recreación, ante la previsible modificación de los comportamientos inducidos por el uso lúdico del espacio. 

            Las preocupaciones suscitadas por el futuro del turismo obligan a hacer un esfuerzo de reflexión estratégica, que compromete a toda la sociedad. No en vano nuestro país se sitúa en una de las posiciones más destacadas del mundo como foco de atracción de la demanda sobre la base de una oferta espectacular y posiblemente única internacionalmente en virtud de la dimensión y las particularidades geográficas – natural y cultural; insular y peninsular; litoral e interior - que presenta cuando se analiza desde la perspectiva del conjunto del territorio. De ahí que, teniendo en cuenta que todas las regiones españolas – ya sea en el ámbito urbano o rural - presentan en mayor o menor medida un acervo  turístico significativo y, por tanto, una dependencia nada desdeñable de los efectos que social y económicamente genera, parece plenamente justificada la preocupación que el problema suscita, con la conciencia además de que no serán pocos los cambios que vayan a producirse en la forma de concebir y gestionar el formidable potencial acumulado y hoy sumido en una crisis que jamás pudimos imaginar.

            Las estrategias para superarla priman en el orden del día de la normalidad deseada, ya que es impensable marcar una moratoria de recuperación excesivamente dilatada ante la necesidad de dar satisfacción,  o al menos, aportar una dosis de confianza hacia el futuro, a los numerosos intereses legítimos en juego. Por lo que se observa y por las declaraciones de sus principales portavoces, son estrategias que se asumen con un alto grado de voluntarismo e incluso de ansiedad, pero también con el convencimiento de que las magnitudes logradas por el turismo en España en la última década son difícilmente alcanzables durante algún tiempo. Y es que resulta evidente la toma de conciencia de que muchas de las pautas que han definido la organización del modelo en España van a estar sometidas a una revisión de carácter eminentemente cualitativo que, como es lógico, habrá de repercutir en aspectos cuantitativos esenciales, con efectos ostensibles tanto en la costa como en las áreas de interior.

            Si en ambos casos la reactivación tendrá que ajustarse a la obligada adaptación de las instalaciones a los requisitos impuestos por la seguridad frente al riesgo de contagio, cabe plantear hasta qué punto las tendencias percibidas van a tener respuesta, y de qué manera, en uno y otro escenario. Las investigaciones que, con sentido prospectivo, analizan los posibles cambios que han de producirse en los espacios litorales, destacan en estos momentos – en todo el Mediterráneo europeo, aunque particularmente en España -  las incógnitas a que se enfrentan, ya que la reconversión viene condicionada por los importantes intereses en juego, la dimensión de los equipamientos existentes y las posibles reducciones de la demanda de origen extranjero, en virtud de las previsiones a la baja de la movilidad internacional con fines recreativos.  Es probable que en este caso el comportamiento de la demanda obligue a orientar el proceso de remodelación mediante importantes ajustes, con la certeza de que el modelo, que creíamos consolidado, de sol y playa experimente sensibles modificaciones respecto a los excesos conocidos hasta ahora.

            Bajo a estas premisas, aunque sólo la experiencia podrá clarificar su grado de efectividad, no es aventurado plantear hasta qué punto la dualidad que ha distinguido geográficamente la actividad turística puede tender a una redefinición de sus horizontes al amparo de las nuevas formas de viaje y relación que la sociedad trate de establecer con el entorno, en función de una movilidad más selectiva y cautelosa. Nada tendría de extraño que cobrasen fuerza creciente y nueva dimensión las apetencias relacionadas con la sensibilidad ambiental, con el placer que deparan el arte y la belleza de los paisajes, con las ventajas de hacer dinámico el tiempo libre, con la satisfacción del paseo sosegado, con la aproximación más intensa a favor del descubrimiento y disfrute de la cultura en sus más diversas manifestaciones. Fiel reflejo todas ellas de una percepción más formativa y enriquecedora del espacio tanto individual como colectivamente, son a la par la expresión de una postura ética que tiende a otorgar mayor valor y reconocimiento a los contenidos patrimoniales de los territorios con baja densidad, es decir, aquellos que permiten un descanso creativo sin los niveles de hacinamiento, bullicio y congestión a los que se han visto abocados lugares de fuerte concentración de la demanda de ocio. 

En definitiva, y aunque nos movemos aún en la incertidumbre y en el terreno de las hipótesis sobre lo que vaya a suceder, no está de más reflexionar sobre las posibilidades de acreditación turística que en el escenario remodelado por la pandemia  se abre a las ciudades y a los espacios rurales de las áreas interiores de España, entre ellas Castilla y León, precisamente por el hecho de que en éstas aparecen engarzados los tres elementos susceptibles de mayor valoración– cultura, paisaje y salud – sobre los que habría de basarse un aprovechamiento  lúdico del territorio más creativo, sostenible y saludable.  

7 de abril de 2020

La dimensión socio-espacial del coronavirus








En situaciones críticas es inevitable, y aconsejable, mirar hacia el futuro. Los autores de obras literarias en las que se describen con detalle las situaciones provocadas por las epidemias, que periodicamente afectan a la Humanidad con resultados a veces devastadores, transmiten al lector la sensación de que, tras la tragedia, habrán de venir momentos diferentes. No serán necesariamente felices. Les basta a sus protagonistas – tras sufrir “grandes males y grandes errores por una peste de la que se tiene una idea indeterminada”, como señala Allessandro Manzoni en “Los novios” (1827) -  con señalar que serán distintos, pues el deseo de contraste entre lo vivido y lo aún por vivir se impone como una necesidad. De ahí el deseo de sentir que lo sufrido abra paso de una u otra manera, y cuanto antes, a la normalidad, haga posible recuperar el tiempo perdido, culmine los deseos bloqueados por la epidemia, restablezca las relaciones económicas y sociales, tan profundamente alteradas, y satisfaga los anhelos que el disfrute de la libertad proporciona. De nuevo la percepción de esa conveniencia de cambio aflora cuando el mundo se encuentra afectado por la mayor pandemia ocurrida desde hace un siglo, cuando estalló la mal llamada “gripe española”, exhaustivamente analizada desde todas las perspectivas posibles.  Cien años después, a caballo entre la primera y la segunda década del siglo XXI, la expansión acelerada e indiscriminada del COVID-19 ha provocado una conmoción global con dimensiones nunca conocidas. Ante la magnitud de sus impactos se imponen la reflexión y el debate, pues es evidente que los hechos vividos, las medidas adoptadas para afrontarlos, las representaciones mentalmente elaboradas mediante las experiencias que cada cual haya podido tener no pueden establecer una solución de continuidad sin más respecto a la ocurrido hasta ahora.

            La reflexión surge de la necesidad intelectual de dar respuesta a las numerosas incógnitas que día a día el ciudadano se plantea con la vista puesta en el futuro y en medio de la clausura a la que se haya sometido. Es lógico y pertinente plantearse las preguntas relativas a cómo van a evolucionar los hechos cuando la actividad habitual se recupere. Hasta que eso suceda, no está de más someter a consideración, de cara a las actitudes que convenga adoptar en los días que vendrán, de qué manera los hechos vividos y observados están contribuyendo a modificar la percepción de cuanto nos rodea. En este sentido, es evidente que el interés por acercarse a lo que el futuro depara gravita en torno a dos temas fundamentales: de un lado, todo cuanto hace referencia a los efectos traumáticos ocasionados en la actividad económica y en el empleo; y, de otro, no menor curiosidad suscitan los aspectos referidos a los cambios producidos en la percepción de la dimensión espacio-temporal de los fenómenos que la crisis sanitaria ha puesto al descubierto con tanta nitidez como realidades sorprendentes para muchos.

Es evidente que ambos aspectos se hallan interrelacionados, toda vez que los traumatismos producidos en la economía y particularmente sus manifestaciones más graves – el deterioro del tejido empresarial, el incremento exponencial del desempleo y el agravamiento de las situaciones de marginalidad – introducen, más allá de las medidas correctoras que pudieran introducirse por el Gobierno, dinámicas de desestructuración del sistema socio-productivo susceptibles de desencadenar tensiones muy fuertes a la hora de afrontar el proceso de recuperación. Nadie puede en estos momentos presagiar las pautas que lo han de orientar a corto y medio plazo, entre otras razones porque se carece de precedentes a los que acogerse y porque no es fácil pronosticar el grado de efectividad que los instrumentos aplicados pudieran tener. Durante algún tiempo la incertidumbre primará sobre la seguridad.  

En este contexto no carece de sentido tener en cuenta la perspectiva socio-espacial, muy conectada con el interés que tiene conocer las formas de comportamiento que se construyen entre las personas y el entorno territorial en el que se desenvuelven. No en vano estamos ante una cuestión de gran importancia geográfica, en la medida en que los procesos cognitivos y de razonamiento espacial que los individuos desarrollan en situaciones excepcionales como la que nos afecta tienden a plasmarse en una nueva forma de entender las relaciones sociales y la toma de decisiones, coincidiendo con el despliegue de la autocrítica a todos los niveles y la posible modificación de la jerarquía de valores. De ahí que tenga pleno sentido hacerse una pregunta clave: ¿Qué principios fundamentarán los comportamientos humanos en los días que vendrán? La dureza de la experiencia no permite afrontar el futuro como si nada hubiera pasado o con la idea de que lo ocurrido es un mero paréntesis en nuestra singladura por la vida. Es probable que, cuando volvamos a la calle y admitiendo que esos comportamientos sobrevivirán a la catástrofe, veamos de nuevo a nuestros amigos, recuperemos la cercanía de la familia, coincidamos con el vecino, entremos en el establecimiento de proximidad que siempre nos acogía o acudamos a una consulta médica, tres nociones claves sobrevolarán nuestros pensamientos. A saber, reconocimiento de la extrema vulnerabilidad en que vivimos, sentido de pertenencia a un espacio de riesgos y solidaridades compartidos, la ponderación inequívocamente positiva de lo público y de quienes lo atienden y de los oficios dedicados a atender las necesidades de la ciudadanía... y apoyo sin fisuras a los investigadores que ayudan a que las sociedades sobrevivan a la catástrofe. Todo se resume en la valoración de quienes menos reciben, de los peor pagados, de quienes están sumidos en el anonimato sin otra compensación que la que aporta el orgullo por la labor cumplida. Toda una lección laudatoria de la humildad y la honradez profesional, que quizá trascienda, como cabría esperar,  al modo de entender  y llevar a cabo el ejercicio de la política.


25 de marzo de 2020

Una aproximación a los impactos geoeconómicos de la pandemia: el afianzamiento de la potencia industrial de China







Este texto participa del debate organizado por la Asociación de Geógrafos Españoles sobre la dimensión espacial de la epidemia por coronavirus


La magnitud alcanzada por la pandemia del Covid-19 representa un desafío ineludible, que incide, por sus múltiples implicaciones, sobre el compromiso intelectual de los geógrafos. En modo alguno, nuestra disciplina y quienes la cultivan pueden permanecer ajenos ante un hecho de tanta trascendencia territorial, pues no cabe duda de que la crisis epidémica provocada por el coronavirus ha de marcar un hito clave en la evolución histórica de la Tierra y en la reestructuración del espacio y de las relaciones internacionales que en él tienen lugar a escala global.  Evidentes y de enorme envergadura son, en efecto, los impactos espaciales, ya constatados y previsibles, que derivan de su dimensión holística, total, ostensible tanto en la generalización de sus efectos traumáticos sobre la salud a escala planetaria como en las profundas alteraciones provocadas en el sistema productivo, en la estructura y reorientación estratégica y locacional de las empresas, en la organización de las relaciones interempresariales, en las formas de trabajo, en el comportamiento del empleo y en la justicia espacial. Nos enfrentamos, por tanto, a un cúmulo de transformaciones concatenadas y decisivas, de enorme alcance geográfico  y sobre los que habremos de profundizar con el fin de sentar las bases interpretativas de las nuevas lógicas asociadas a la mayor crisis sanitaria que ha vivido el mundo desde la Segunda Guerra Mundial.
Entre ellos, y dada su trascendencia, quisiera centrarme de momento en el análisis y la valoración del significado adquirido por la República Popular de China en este dramático y convulso panorama.  La mera verificación de los hechos, en sus diversas variables y manifestaciones, sitúa a dicho país en el foco de la atención, debido a las múltiples ramificaciones que ofrece. Desde la aparición de los primeros contagios en la ciudad de Wuhan en los últimos días del mes de enero de 2020 hasta la aplicación de las medidas de lucha contra el coronavirus, que movilizan la acción de los gobiernos, en la casi totalidad de los Estados del mundo en el primer tercio del año, la referencia a la posición de China, y a sus políticas reactivas, se muestra omnipresente. Sin perder de vista el margen de responsabilidad que la concierne en el desencadenamiento de pandemia – potencialmente atribuible a las alteraciones ecológicas y a las manipulaciones llevadas a cabo en la vida animal (Sonia Shah, 2020)[1] -  la relevancia del peso alcanzado por el país asiático justifica la toma en consideración de una tendencia que se reafirma de manera inequívoca, al comprobar que la lucha contra la pandemia está contribuyendo a robustecer sobremanera su hegemonía en el contexto de la mundialización.  Ello supone un salto cuantitativo y estratégico de primer orden en el proceso que a lo largo de las dos últimas décadas ha convertido a China en uno de los centros neurálgicos capitales de la economía globalizada. En este sentido conviene recordar que, a comienzos del siglo XXI, cuando se desencadenó el SRAS (Síndrome Respiratorio Agudo Severo) la participación de China en el Producto Interior Bruto mundial apenas representaba el 5 %. Su ingreso en 2001 en la Organización Mundial del Comercio propició un aumento progresivo de su entidad en las estructuras comerciales internacionales hasta el punto de que dos décadas después esa participación se había cuadriplicado. Concentrando la quinta parte de la riqueza mundial, su mayor relevancia en términos relativos cobra entidad cuando se calcula que en los inicios del actual decenio de China proviene la tercera parte del crecimiento económico del mundo, un porcentaje similar al volumen alcanzado por las transacciones comerciales y, lo que es aún más significativo, el 36 % de la fabricación manufacturera. Este poderío industrial, que no cesa de crecer, está en la base de su liderazgo como expresión, entre otros factores primordiales, de los efectos que, tras la integración en la OMC, han traído consigo las estrategias de deslocalización llevadas a cabo por firmas muy representativas de la industria europea, cuyos capitales han fluido en esa dirección bajo el señuelo de los bajos costes de mano de obra y la elevada productividad consecuente, ligada a su vez a la dureza de las condiciones de trabajo.
No sorprende, pues, la afirmación de Philippe Waetcher[2] cuando resume estos hechos con una conclusión – “China condiciona el mundo” - tan contundente como difícilmente rebatible. Y es que, a la postre, y en un periodo muy corto, el país que nos ocupa, y que actualmente domina el escenario mediático con enorme profusión, se ha convertido en la “fábrica del mundo”, en el foco prevalente de la economía mundial hasta el punto de elevar de manera sensible la dependencia que ésta tiene de China. En realidad, se trata de una dependencia superior a la que su presencia cuantitativa en la industria mundial la concede, ya que conviene subrayar, como indicador de prevalencia, su elevado umbral de participación en las cadenas de valor de los productos fabriles de alto valor añadido, como es el caso del automóvil, de los componentes electrónicos, del textil, del juguete…y del sector farmacéutico. En todos ellos, y sin agotar la relación, su posición es esencial a la par que condicionante, insistiendo en la idea de Waetcher. Por lo que respecta al mundo de la farmacia, baste señalar, a modo de ejemplo, que, en estos momentos, y aunque la industria del medicamento presenta aún firmas muy potentes en Estados Unidos y Europa, los principios activos están mayoritariamente fabricados en China, donde se produce el 90 % de la penicilina, el 60% del paracetamol y la mitad del ibuprofeno, lo que les confiere una importancia clave en las importaciones realizadas por los países del desarrollo, por lo que la posibilidad de ralentización productiva constituye un riesgo con frecuencia señalado. De ahí que el funcionamiento de la industria farmacéutica en el mundo y su adecuación a las necesidades de un mercado permanentemente expansivo son tributarios de la producción obtenida en China y del enorme potencial científico configurado al amparo de esta enorme ventaja comparativa. 
Cuando el estudioso de la realidad internacional contempla este escenario no puede por menos de sorprenderse de una fortaleza impensable en los años setenta, cuando China aparecía sumida en una profunda crisis económica, política y social. El viraje producido en los años ochenta fu determinante. Consistió en el tránsito del totalitarismo y de una economía semiautárquica a un modelo de economía de mercado sujeta a una estrategia dirigista, eficientemente controlada, con la mirada puesta en su progresiva integración en los mercados internacionales, en un primer momento con destino a su propia región y posteriormente al resto del mundo. El éxito de la experiencia, vigorosamente afianzada en el siglo XXI, es congruente con una voluntad de internacionalización que encuentra en las líneas estratégicas planteadas por el Estado el soporte de su posición en el mundo. En este sentido, resulta evidente la fortaleza aportada por la capacidad del Estado chino para superar ventajosamente para él las dependencias y fragilidades de las que en el contexto de la globalización adolecen las estructuras políticas y de gestión estratégica cuando se encuentran estatalmente debilitadas. China, en cambio, ha sabido aprovechar las posibilidades del mercado global de forma que los movimientos de capital y los beneficios asociados a los flujos comerciales redundaran en su propio beneficio.  Son aspectos que me parece interesante subrayar cuando observamos que, ante la crisis epidémica que la expansión planetaria del coronavirus, la forma más efectiva de afrontarlo es a través de la intervención vigorosa, firme y disciplinada, ejercida por los Estados. Sin ella, es decir, cuando las estructuras estatales son frágiles o no existen, los impactos sobre la economía y la sociedad pueden llegar a ser desastrosos. Desde esta perspectiva, y como corolario añadido de lo que China representa en la lucha contra la crisis epidémica, y haciendo gala de cómo la ha afrontado, no parece desacertado considerar que para ese país esa tragedia constituye una oportunidad para mostrarse ante el mundo como un socio del que no se puede prescindir.
De todos modos, me atrevo a afirmar que la conmoción provocada por esta pandemia tal vez obligue a reflexionar sobre el modelo de globalización que actualmente estructura la articulación del espacio mundial. Y es hasta probable que no tardemos en ver aflorar en el escenario político e intelectual reflexiones, tan interesantes como necesarias, sobre las localizaciones industriales, las interdependencias generadas, las desigualdades que se han producido, los costes sociales a que han dado lugar y, lo que también considero importante, el papel que cabe desempeñar a los Estados, una vez comprobado que sólo con Estados sólidos, y necesariamente democráticos, es posible mitigar los tremendos efectos ocasionados por la catástrofe.




[1] Sonia Shah: “Contre les pandémies…l’écologie”. Le Monde Diplomatique. Mars, 2020. Muy interesante también David Quammen: Spillover: Animal Infection and the Next Human Pandemic. Norton, 2012, 592 pp.  Sobre los efectos espaciales de las epidemias, cabe destacar la obra de Andrew Cliff y Peter Haggett: Spatial aspects of influenza epidemics. London, Pion Limited, 1986. 280 pp. 


28 de febrero de 2020

El clamor (justificado) de la España desvitalizada








Versión en español del texto remitido a la consulta realizada 
sobre el tema por la Université de Paris IV (enero 2020) 



No existe una España vacía ni tampoco vaciada, expresiones utilizadas hasta la saciedad y, a mi juicio, e indebidamente.  Puestos a interpretar con rigor la situación, la denominación más pertinente remite a las tendencias propias de un territorio que, habitado y, por tanto, con vida y actividad, se debilita social, económica y culturalmente al tiempo que pierde entidad demográfica mientras quienes aún lo habitan observan, con sensación de impotencia, que sus perspectivas de futuro aparecen ensombrecidas por un proceso de dualización del desarrollo, que privilegia sobremanera a unos territorios en detrimento de otros. Como espacios vivos que aún son, la toma de conciencia crítica de la realidad en la que se desenvuelven no debe sorprender. Explica la motivación de las sensibilidades que subyacen en las reacciones que de manera cada vez más frecuente, se plasman en movilizaciones de muy diversa índole, con un nivel de motivación al alza que no hace sino poner de manifiesto la dimensión de una preocupación que reclama una respuesta ineludible. Pero lo cierto es que no estamos ante un problema de fácil solución, máxime cuando los diagnósticos se hacen más contundentes y muchas de las politicas puestas en práctica, comunmente henchidas de buenas intenciones, ofrecen un balance muy limitado. Y es que lo que en términos genéricos se identifica como “despoblación” constituye una realidad compleja, multicausal, con matices que trascienden el estricto ámbito en el que específicamente se producen para adquirir una dimensión a gran escala, que sólo puede interpretarse en función de los cambios ocurridos en los factores sociales, económicos y culturales que, directa e indirectamente, alteran con efectos de extraordinario alcance las estructuras territoriales contemporáneas.
            Es obvio que la aplicación del enfoque territorial, preconizado por la Geografía, permite entender mejor el significado de las causas que han dado origen a la acentuación de los desequilibrios en la distribución de la población, coherentes con las circunstancias que la han motivado a lo largo del tiempo. Son circunstancias que han evolucionado al compás de un contexto en permanente metamorfosis, y al que hay que recurrir cuando se trata de ofrecer una explicación lógica sobre la decisiva modificación ocurrida en los comportamientos y la movilidad de la población, bien perceptible en la etapa previa y posterior al cambio de siglo. En esencia, la discontinuidad cronológica, que gradualmente aparece perfilada ya en los años noventa, coincide con el tránsito de los desplazamientos asociados al éxodo rural masivo y a la intensificación de los flujos que, con dimensión generalizada, emanan no solamente del mundo centrado en la economía agraria sino también de los espacios urbanos que ocupan una posición intermedia en la estructuración de un territorio funcionalmente cohesionados en función de las jerarquías heredadas, y que sobreviven dentro de un equilibrio permanentemente amenazado. No en balde el proceso no puede entenderse al margen de una redefinción de la ruralidad como "categoría de las representaciones sociales presente en el debate político y en la acción pública relacionada con la ordenación del territorio" (Bontron, 1996)
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Si los movimientos del campo a la ciudad están en la base de un crecimiento urbano generalizado, coexistente con la mecanización de las labores agrarias y la drástica reducción de la mano de obra ocupada en el campo, los síntomas de la despoblación y sus efectos demográficos – envejecimiento y declive reproductor natural -  comenzaron a ofrecer sus rasgos más preocupantes cuando se intensifica  la polarización del crecimiento a favor de un reducido número de núcleos urbanos cuyo poder de atracción se incrementa al compás de las ventajas inherentes  a la mejora de la movilidad y al incremento de las ventajas comparativas que introducen las economías de aglomeración primordialmente decantadas a su favor en espacios altamente selectivos. Las reflexiones apuntadas a comienzos de los noventa por Benko y Lipietz  a propósito de los nuevos paradigmas de la Geografía Económica, centrados en el análisis de los mecanismos que determinan la diferenciación entre “espacios ganadores” y “espacios perdedores”, no hacen sino sentar asentar las tendencias explicativas del vaciamiento poblacional en aquellas áreas donde las oportunidades de trabajo decaen en contraposición a las que distinguen a los lugares – porque de una localización puntualmente privilegiada se trata – mejor acomodados a los principios de la economía global y a las nuevas dinámicas funcionales, asociadas a las fortalezas del terciario superior y a la mejora de la conectividad,  que de ella se derivan.
 La hipermetropolización – identificado en España por la inequívoca prevalencia de Madrid como vigorosa ciudad global, cuya capacidad polarizadora desde el punto de vista económico y funcional no deja de reafirmarse - constituye su corolario más ostensible, ejerciendo un poderoso efecto succionador de recursos de toda índole que al tiempo que prima la rentabilidad de los propios desestabiliza con fuerza implacable los de sus áreas de influencia cuya dimensión física, superado el condicionamiento de la distancia, no cesa de crecer. El fenómeno coincide, como bien se sabe, con la tendencia a la reconversión drástica de los aparatos productivos regionales, tanto agrarios como industriales bajo las premisas de la competitividad que amenaza la supervivencia de muchas de las iniciativas sobre las que se había sustentado su capacidad para generar y mantener el empleo. A medida que se difuminan las líneas distintivas que tradicionalmente habían distinguido la actividad agraria de la industrial, el declive de las pequeñas y medianas explotaciones agrarias coexiste en el tiempo con las incertidumbres a las que se enfrentan numerosas empresas industriales, tanto transnacionales como no pocas de las nacidas al amparo de la promoción fabril de carácter endógeno, enfrentadas a un escenario mediatizado por la obsolescencia, por la remodelación energética, por las dificultades para afianzar su presencia en los mercados o por las decisiones proclives al ajuste y a la deslocalización.
En cualquier caso, se trata de un horizonte muy crítico que, si culmina el crónico vaciamiento provocado por el éxodo rural, contribuye a la par  al declive vertebrador de las cabeceras comarcales mientras se asiste al estancamiento poblacional de una parte significativa de las ciudades medias, con inclusión de las capitales provinciales, con todo lo que ello implica de desestructuración gradual de los equilibrios asociados a la ordenación más o menos estable de la red tradicional de asentamientos, en buena medida pericilitada.  Mas la magnitud del problema no estriba solo en un debilitamiento cuantitativo de los potenciales demográficos globales. También se asiste a una seria crisis cualitativa, que no admite paliativos ante su manifestación más preocupante o lesiva de cara a los pretendidos intentos de dinamización del territorio afectado, como es la descapitalización del talento regionalizado. Ha sido la dureza de esta constatación la que ha izado todas las señales de alarma y puesto fin a las ambigüedades a las que se ha recurrido en exceso para minimizar la gravedad del fenómeno por parte de quienes habrían de asumir su cuota de responsabilidad. 
La reacción popular va a persistir con la fuerza que aportan las apremiantes demandas y las convicciones de sus protagonistas, en sintonía con la voluntad de impulsar estrategias de lucha contra la despoblación, destacadas en el riguroso informe sobre el tema realizado por ESPON. Tomando, en suma,  como referencia el caso elocuente de la Comunidad de Castilla y León, que ejemplifica con notoria expresividad cuanto sucede al respecto y ante el hecho incuestionable  de que se trata de un problema ligado a la desigualdad espacial de las oportunidades laborales, no es difícil llegar a la conclusión de que, sin estímulo de la capacidad de iniciativa, ya sea endógena o exógena, sin fortalecimiento de la voluntad asociativa de cuantos pugnan por ello y en ausencia de entorno institucional que la arrope, no es posible recuperar las potencialidades latentes, haciendo un uso positivo a su favor de las tecnologías innovadoras. Pues es necesario reconocer que, incluso en un contexto de desvitalización como el observado, siguen existiendo recursos y elementos de oportunidad a la espera de que sean valorizados como se merecen. He ahí, por tanto, uno de los principales desafíos de la acción política, es decir, de una política territorial firme, decidida y bien articulada, que no cierre el camino a la esperanza.

27 de febrero de 2020

Brumas y claros en el Canal de la Mancha









El Norte de Castilla, 27 de febrero de 2020

Conocida es la metáfora referida a la percepción que los británicos tienen a veces de que el continente europeo queda aislado cuando la niebla se sobreimpone a las aguas, a menudo turbulentas, del Canal de la Mancha. Esa visión de territorio singular, repleto de referencias materiales y simbólicas individualizadoras, ha marcado siempre la visión respecto a Europa de un amplio sector de una sociedad que, arropada en las particularidades inherentes a la insularidad y en los factores representativos de su fortaleza histórica, cultural y económica en el mundo, ha mantenido siempre una postura favorable a la salvaguarda de sus elementos de identificación, coexistentes con la firme defensa de sus posiciones en la economía global. Su integración en el proyecto comunitario europeo ha presentado desde el primer momento matices que con frecuencia han puesto en entredicho la lealtad a los compromisos tan laboriosamente construidos en el complejo de los vínculos y compromisos que estructuran una realidad supraestatal permanentemente condicionada por los desafíos a que obliga su creciente complejidad.

Efectuada la salida formal Gran Bretaña de la Unión Europea, carece de sentido seguir insistiendo en las causas que la han provocado. Interesa centrar la reflexión en la trayectoria que en adelante ha de seguir el proceso durante el periodo de negociación abierto tras la separación formal y, y con especial interés, plantear las implicaciones que un hecho tan decisivo puede tener en la propia reconfiguración interna de la Unión.  Es evidente que la evolución de un proceso negociador no admite anticipaciones esquemáticas ni cerradas, pues las posiciones pueden variar a medida que la importancia de los temas suscitados obligue a introducir posiciones más flexibles, inducidas por la naturaleza de las relaciones que han de mantenerse entre el Reino Unido y los países con las que ha compartido experiencias, logros, vicisitudes y decepciones durante casi medio siglo. Por esa razón, el observador se resiste a pensar que en el inicio de las conversaciones las directrices defendidas por ambas partes se muestren incompatibles, como se ha señalado por algunos de los defensores más acérrimos del Brexit, que en su momento no se recataron a la hora de inducir el voto afirmación con engaños, medias verdades y falsedades, de inmediato reconocidos tras el ajustado resultado obtenido por la opción segregadora. El observador prefiere, en cambio, hacer un seguimiento de las declaraciones efectuadas por representantes significativos de ambas opciones, concediéndolas la credibilidad que merecen por la responsabilidad que desempeñan en este juego en el que las líneas del debate aparecen nítidamente planteadas.

Para entender el sentido de las discrepancias que acompañan en sus inicios esta salida nada tan significativa resulta expresivo partir de la contraposición entre las ideas esgrimidas por el premier británico en el primer discurso posBrexit pronunciado el día 3 de febrero y las que simultáneamente en Bruselas el negociador Michel Barnier hizo públicas sobre el proyecto en el que la Comisión ha de basar la negociación con el gobierno británico. De partida la divergencia se mostraba evidente. Si para Johnson el mantenimiento de un acuerdo de librecambio entre ambas partes no debe implicar la aceptación de las normas europeas sobre la competencia, la protección social, las ayudas públicas, la política sanitaria y el medio ambiente, el representante de la Comisión insistía, ante los hechos consumados, en rechazar la posibilidad de que la estrategia británica se decante por mecanismos de desregulación, que – “ aplicados en nuestra misma puerta”, en elocuente manifestación de la canciller alemana, Angela Merkel -  pudieran dar origen a ventajas competitivas (desleales) susceptibles de amenazar y poner en riesgo los cimientos sobre los que sustenta la capacidad industrial y económica de los Veintisiete. De manera muy expresiva el propio Barnier resumió el objetivo que, ante todo, se persigue a lo largo de la negociación: “favorecer en la medida de lo posible la convergencia, mediante el control de la divergencia”. En esta línea se mostró firme al señalar que en materia de transición ecológica debía haber una complementariedad plena por ambas partes y en la necesidad de que, en situaciones de conflicto jurídico, y cuando el Derecho comunitario se vea afectado, las diferencias habrán de resolverse en el marco del Tribunal de Justicia de la Unión Europea.

Sobre estas bases se asienta, como punto de partida, el proceso de negociación a llevar a cabo a lo largo del año 2020, en el que, no cabe duda, también aflorarán temas sensibles, ya apuntados por Barnier, como los relacionados con la seguridad, la movilidad de la población, el reconocimiento de las garantías profesionales y la pesca. Todo un cúmulo de cuestiones hacen acto de presencia para abrir un escenario muy abierto que no estará exento de tensiones y dificultades en pos de la armonización reglamentaria pretendida para que los intereses de la Unión, y de sus ciudadanos, no se vean lesionados. Se perfila, pues, un escenario en el que sería deseable que la niebla no impidiera la aparición de claros, capaces de despejar las dudas y resolver los desencuentros que inicialmente se plantean.

Al tiempo las dudas surgen también cuando se debate acerca de las implicaciones que el posBrexit pueda tener en la reconfiguración de los equilibrios y las alianzas que van a estructurar la Unión Europea a partir de la nueva etapa. Y es que la salida del Reino Unido no es ajena a la toma de posiciones adoptadas en el seno de la Unión por parte de los Estados miembros. La tendencia, ya perfilada, a favor del reforzamiento del eje franco-alemán va a operar como factor determinante de las estrategias de cooperación entre países que van a poner a prueba la solidez de la construcción europea en la nueva etapa y que sin duda va a tener una repercusión evidente en el futuro de España y en el papel que ha de desempeñar en la Unión Europea que se avecina.

26 de enero de 2020

Castilla y León, un compromiso solidario





El Norte de Castilla, 26 enero 2020


Nunca se pensó que gestionar la Comunidad de Castilla y León fuese tarea sencilla. Si alguien lo hizo, pecó de ignorante. Desde la configuración del mapa autonómico español a comienzos de los años ochenta, y en el panorama de incertidumbres que entonces se cernía sobre la realidad política española, cualquier observador mínimamente perspicaz podía darse cuenta de los desafíos a que habría de enfrentarse la gobernación de un territorio extenso y complejo, cuya delimitación como Comunidad Autónoma era objeto de fuertes controversias, que ponían en tela de juicio la pertinencia de su dimensión espacial tal y como fue definitivamente configurada. 

Los debates suscitados centraban la atención en dos argumentos fundamentalmente: la falta de conciencia regional y la improcedencia de fusionar territorialmente dos realidades históricas diferenciadas (León y Castilla, por más que se unieran en el siglo XIII), que además reafirmaban sus respectivas particularidades a partir de los sentimientos de pertenencia provincial enraizados en cada una de ellas. La pretensión de amalgamar un complejo tan renuente a la articulación emocional y práctica ha sido un objetivo omnipresente en la trayectoria de la Comunidad y, desde luego, mucho más complicado de satisfacer que en cualquier otra región o nacionalidad pluriprovincial en España.

            El hecho de que no se haya logrado aún la cohesión pretendida no justifica la invocación reactiva que de cuando en cuando se hace de los hechos históricos como fundamento de la voluntad de segregación. A decir verdad, la razón que explica este propósito divisivo no tiene tanto que ver con el valor determinante que se asigna al pasado como con motivaciones, políticas, sociales o económicas, proclives de entrada a una visión fragmentaria que impide reflexionar con el debido sosiego sobre las pautas que han de encauzar las decisiones con la mayor coherencia y efectividad posibles, adecuándolas a las exigencias y los desafíos ineludibles del momento actual sobre la base de los recursos y las ventajas comparativas comprobados.

Esta idea quedó ya bien perfilada cuando, a raíz de la conmemoración de los veinte años de la aprobación del Estatuto de Autonomía, se suscitó una reflexión que, pese al tiempo transcurrido, mantiene plena actualidad. El empeño, basado en una aportación de carácter interdisciplinar y multitemática, cristalizó en una obra colectiva, con la que se trataba de dar cuenta de los esfuerzos encaminados a fortalecer el conocimiento y la interpretación del territorio autonómico, de los que dependía esa conciencia  regional ausente en el imaginario colectivo cuando comenzó la singladura autonómica. 

El título de la obra – “La Entidad Recuperada” (Ámbito, 2003) – precisaba la orientación con la que había de concebirse el proyecto político en marcha, no exento de preocupaciones y carencias aún por resolver. Se trataba, en suma, de destacar el significado de la “entidad”, entendida como consistencia y estructura castellana y leonesa, esto es,  como espacio integrado e integrador y como conjunto de valores complementarios, sin incurrir en la defensa de un espíritu identitario, repleto de connotaciones cuestionables, que tal vez pudiera ser simplificador. Plantear las estrategias en torno a este enfoque aglutinante de la complejidad enriquecedora del conjunto tiene pleno sentido cuando se verifica que es el más idóneo para clarificar la personalidad objetiva de Castilla y León y la dimensión real de sus posibilidades en función de la magnitud y de la calidad que ofrecen. 

 Abordar el tema en estos términos representa además una opción sobre la que convendría insistir. Es la que permitiría hacer efectivo el engarce entre los sentimientos de pertenencia  - local, provincial, regional – sobre los que descansa esa complementariedad de perspectivas que hacen a una sociedad consciente de la diversidad de referencias espaciales  en que se desenvuelven tanto su percepción del territorio como para la defensa de sus intereses. En este entramado de sensibilidades creativas es evidente que, pese a su operatividad, el nivel regional se muestra como el más endeble, por lo que se identifica como el gran reto al que nos seguimos enfrentando casi cuatro décadas después de la puesta en marcha del proceso autonómico.

            Condicionada por los desequilibrios internos dentro de la región, por la crisis que afecta a escenarios con fuerte personalidad económica, por el debilitamiento demográfico global y por la sensación de que existen agravios comparativos todavía irresueltos, esta tarea no resulta fácil pero tampoco imposible. Admitiendo que la llamada a la Historia no debe enmascarar la atención otorgada a  los problemas que afectan al conjunto de la Comunidad, y que no pueden acometerse sin un tratamiento integrador de un conjunto espacialmente vertebrado por numerosas interdependencias, no estaría de más llamar la atención sobre las dos directrices que, como provechosas estrategias de futuro, pudieran posibilitar la aceptación del complejo formado por Castilla y León como realidad generadora de la necesaria confianza más allá de los límites provinciales: 

- de un lado, cabe destacar la importancia de profundizar en el conocimiento riguroso de los aspectos geográficos, sociales, económicos y culturales que estructuran una región de encrucijada estratégica en Europa, con todo lo que ello implica de prestigio y reconocimiento como espacio de oportunidad a gran escala; 

- y, de otro, y como corolario del anterior, defender la constatación de que solo a través de un compromiso solidario. cimentado en la justicia socio-espacial,  es posible afianzar sus perspectivas como ámbito capaz de garantizar a todos los ciudadanos, allá donde residan, una adecuada oferta de servicios y de afrontar, como espacio de desarrollo, el que, a mi juicio, constituye en estos momentos el verdadero problema poblacional de la región, el creado por sus dificultades para retener a la juventud cualificada, a fin de contrarrestar la gravedad cuantitativa y cualitativa de su situación demográfica.

20 de diciembre de 2019

Lecciones culturales de la tierra vasca




El Norte de Castilla, 20 diciembre 2019

Espacio y tiempo son dos conceptos que engloban a la vez pervivencia y mutabilidad. Ambos permiten, relacionados entre sí, comprender el significado de los continuos cambios que se producen en la sociedad, en la economía y en el territorio dentro de la perspectiva que los interpreta en función de las tensiones que los afectan. Hay episodios en la vida que, por más tiempo que transcurra desde que tuvieron lugar, nunca debilitan la voluntad de no desprenderse de ellos, precisamente por la fuerte carga emocional y aleccionadora  que encierran. Si, asumiendo ese compromiso como un reto, la experiencia personal y profesional sirve de algo desearía traer a colación la evocación construida en estos momentos en torno a hechos que simbolizan aspectos esenciales de la realidad vasca, y que siempre fueron para quien esto escribe un tema de atracción intelectual y profesional más allá de las sensibilidades mostradas por la Castilla natal. Ello se debe a su carácter estimulante y proactivo, a esa motivación que va más allá de lo contingente y que hace posible llamar la atención sobre fenómenos susceptibles de servir como marco ejemplificador en una etapa en la que el panorama de incertidumbres socio-económicas al que se enfrentan muchos espacios obliga a considerar aquellas certezas o advertencias que, derivadas de las enseñanzas que aportan, permitan contrarrestarlo a partir de las consideraciones que es posible deducir de la siempre valiosa experiencia comparada.

            Particularmente deseo llamar la atención sobre lo que representa una cultura empresarial capaz de asumir los desafíos que provoca el proceso de industrialización contemporáneo, entendido como el baluarte del desarrollo y de la articulación social, económica y territorial. Si ese fue el motivo que en los años setenta me llevó a profundizar en su conocimiento a partir de la investigación sobre las iniciativas empresariales desplegadas en el valle guipuzcoano del río Deva – elegido “ex profeso” por su interés en ese sentido - , nunca he permanecido ajeno a sus dinamismos, crisis y reestructuraciones, interpretados en el contexto político en el que se producían. Los he analizado en las frecuentes visitas realizadas a la zona. Tan largo sería exponer aquí la variedad de las conclusiones extraídas, que, como reflejo de lo sucedido, me limitaré a destacar las observaciones que dan buena idea de lo que supone el empeño a favor de que la industria siga siendo, merced a las capacidades innovadoras que ofrece, un factor de dinamización económica y de movilización social, cimentadas en una ética emprendedora que ha tratado de sobrevivir con singular tesón a los impactos de las crisis como una de las constantes más emblemáticas de su personalidad patrimonial a lo largo del tiempo.

            Las comprobaciones efectuadas “in situ” han permitido valorar el alcance de estas capacidades, que parten de la importancia asignada a la tradición manufacturera como un soporte transmisible a las generaciones actuales y futuras, a fin de no interrumpir la continuidad en la que se han cimentado su fortaleza económica y sus transformaciones sociales y culturales. Sobre la base del conocimiento adquirido hace ya más de cuatro décadas, recientemente he centrado la atención, a modo de ejemplo expresivo, en tres iniciativas, suficientemente esclarecedoras de lo que significa, de cara al futuro, la disponibilidad de una tradición productiva firmemente enraizada en el tejido social a la par que espacialmente planteada como una opción a preservar pese a las incógnitas que se ciernen sobre una actividad tan fundamentada en la lógica competitiva como es la industria.

            De ahí el interés que ofrece, por el diseño y los mensajes con que ha sido concebido y orientado, el Museo de la Máquina-Herramienta ubicado en Elgóibar, puesto en funcionamiento a partir de 1998 con la finalidad de dar testimonio de la relevancia que esta villa guipuzcoana ha tenido en un sector clave de la metalurgia de transformación y que, junto a la vecina localidad de Eibar, brinda un panorama fehaciente de la versatilidad aplicada a la fabricación como respuesta, mediante el desarrollo de nuevos sectores, a las tensiones provocadas por la crisis y ante la necesidad de apertura a nuevas oportunidades de demanda. En esta misma línea, sorprende, por otro lado, el análisis de las vicisitudes vividas por el complejo empresarial de naturaleza cooperativa configurado en Mondragón del que forman parte cerca de dos centenares de firmas y que, basado en una estructura de funcionamiento plurisectorial muy bien integrada, se ha afianzado como uno de los principales complejos empresariales europeos, demostrando unas capacidades reconocidas para afrontar las situaciones críticas surgidas en el panorama de la globalización y los desafíos impuestos desde el punto de vista tecnológico y comercial. Y, como complemento de todo ello, la dimensión simbólica y operativa de la industria aparece bien reforzada en la interesante exposición que, sobre la base del papel que esta actividad desempeña como “motor del cambio”, se ofrece como una parte esencial de las manifestaciones culturales recogidas en el Museo de San Telmo de San Sebastián.

            La voluntad de implicación de la ciudadanía que anima la difusión hacia el exterior de este tipo de experiencias por el alcance formativo que presentan revela, a mi juicio, dos consideraciones dignas de ser destacadas: de un lado, la necesidad de involucrar a la sociedad endógena en un modelo de desarrollo que otorga a la industria un papel primordial como soporte de la formación y de la proyección económica a gran escala; y, de otro,  la importancia asignada, dentro de la jerarquía de valores distintivos, a la formación y defensa de estructuras empresariales innovadoras, con capacidad para lograr una adecuada inserción en los mercados, plenamente compatible con la salvaguarda del trabajo y con los objetivos de sostenibilidad ambiental emanados de los grandes compromisos internacionales.

 




20 de noviembre de 2019

Por una sociedad de identidades imbricadas



El Norte de Castilla, 19 noviembre 2019

La concesión del Premio Nacional de las Letras a Bernardo Atxaga y del Cervantes a Joan Margarit es una buena noticia, que trasciende la dimensión estrictamente literaria de ambos merecidos reconocimientos. Se van a otorgar a escritores cuya obra ha sido realizada en parte muy significativa en euskera y en catalán, lenguas que configuran y dan prestigio a la variedad lingüística de España. Entiendo que es una buena ocasión para reflexionar sobre lo que significa la noción de identidad y, a partir de ella, sobre el valor y la pertinencia de construir una sociedad enriquecida por la pluralidad de identidades que en ella confluyen. Abordar esta cuestión no es tarea fácil teniendo en cuenta el alto grado de sensibilidad que el tema suscita y las fuertes controversias provocadas en torno al papel que las identidades poseen en los comportamientos políticos, sociales y culturales contemporáneos.

          En principio, resulta incuestionable su importancia como factor de motivación intelectual de la persona y de la sociedad, pues el conocimiento de ambas no es entendible sin tener en cuenta de qué manera la identidad incide sobre su forma de entender el mundo que las  rodea, sus hábitos de conducta y las relaciones desarrolladas en el seno de una comunidad fraguada sobre patrones identitarios asentados en el tiempo. Partamos de  la idea de que la identidad se apoya sobre realidades objetivas que ejercen una función motivadora de la sensibilidad individual y colectiva. Son realidades claramente definidas: de un lado, destaca la importancia del territorio, como soporte de la actividad y del mundo de relaciones sociales que en torno a él, y a partir del aprovechamiento de sus recursos y paisajes, se organizan y evolucionan; y, de otro, es evidente el efecto aglutinante desempeñado por la cultura, cimentada en la historia y en sus valores simbólicos (la lengua, el patrimonio y las tradiciones) y como estructura integrada por elementos diversos que se interrelacionan de manera permanente hasta cristalizar en un complejo de referencias simbólicas de gran valor formativo y cohesionador. Sobre ambos elementos se genera un sentimiento de pertenencia territorial y cultural que permite entender y valorar los rasgos esenciales que definen la dimensión de dicha identidad en el contexto en el que, a gran escala, se inserta.

          Entendido de esta manera, los fenómenos identitarios poseen, en sí mismos y, a priori, una dimensión social, cultural y políticamente enriquecedora. Sin embargo, las bases objetivas sobre las que asientan propenden, cuando se manipulan de forma intencionada o se ven afectados por hipotéticos o reales factores de amenaza externa (crisis, desigualdad, incertidumbres, insolidaridades), a la subjetivizacion de sus efectos sobre el comportamiento, dando origen a repliegues identitarios de variado alcance y magnitud. Valorando en positivo los que tienen que ver con la defensa de minorías sojuzgadas, no es esa, en cambio, la estimación que merecen los efectos reactivos expresados a través de movimientos políticos excluyentes de corte nacionalista – la “peor peste de Europa”, en palabras de Stefan Zweig - que hacen uso de la identidad como herramienta proclive a la defensa de actitudes que, al tiempo que  sobredimensionan las especificidades y los riesgos a que se enfrenta la salvaguarda de lo propio, tratan de justificar el rechazo al diferente, al otro, al que se concibe no como colaborador potencial sino como adversario a batir. La identidad se convierte así en un factor justificativo de la rigidez aplicada a los comportamientos, susceptibles de manifestarse de formas muy diversas, todas ellas unificadas por la defensa de lo propio como mecanismo de salvaguarda y autoprotección a ultranza. Y hasta tal punto esa tendencia ha arraigado, que los conflictos asociados a las relaciones de producción, y conocidos como conflictos de clase en los que la diferencia entre izquierda y derecha aparecía nítida, se han visto sustituidos por conflictos específicamente identitarios como pilar esencial de su fundamentación ideológica. Francis Fukuyama las ha calificado (en Identidad, 2019) como “políticas de resentimiento”, que, a su juicio, “proliferan exponencialmente, degradando la posibilidad de puntos de vista y de sentimientos que se pueden compartir más allá de los límites del grupo”.

          Conviene traer a colación este planteamiento o las interesantes experiencias reflejadas por Jonathan Coe en El corazón de Inglaterra, por mencionar dos obras recientes,  al comprobar que la historia está repleta de rupturas y tensiones, a veces no exentas de violencia, ligadas a la defensa ultramontana de la identidad o a la lucha entre identidades irreconciliables, lo que revela hasta qué punto las identidades rígidas son las más regresivas al tiempo que queda en evidencia el hecho de que lo identitario con connotaciones excluyentes encierra un alto grado de vulnerabilidad frente al impacto de la catástrofe. A veces da la impresión de que las lecciones y las advertencias de la historia no son tenidas en cuenta. De ahí que el reconocimiento y respaldo de los hechos identitarios sólo tengan sentido si se interpretan en consonancia con la defensa de los derechos humanos y la aplicación efectiva de las posibilidades inherentes al de ciudadanía como gran concepto integrador de nuestro tiempo. Y es que, lejos de valorarse como realidades contrapuestas han de ser vistas bajo la perspectiva de los vínculos de complementariedad que entre ellas se establecen para enriquecerse mutuamente o, lo que es lo mismo, como la expresión de un complejo social estructuralmente heterogéneo fraguado sobre la base de lo que yo denominaría identidades imbricadas. Estoy seguro de que Atxaga y Margarit estarían de acuerdo.